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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (4 page)

BOOK: Inteligencia Social
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El impacto emocional que poseen indicios tan sutiles puede ser muy importante. Consideren, por ejemplo, el inteligente experimento realizado en este sentido con estudiantes voluntarios de la Universidad de Wurzburg (Alemania) que presentamos a continuación. Los sujetos debían escuchar una voz grabada leyendo un párrafo muy árido, una traducción alemana del Tratado de la naturaleza humana, del filósofo británico David Hume. La cinta venía en dos versiones diferentes, ligeramente alegre y ligeramente triste, pero la diferencia era tan sutil que nadie la advertía a menos que se lo indicaran expresamente.

La investigación demostró que los estudiantes, sordos como estaban al tono de los sentimientos, salían de la prueba un poco más alegres o un poco más tristes que antes de pasar por ella ignorando, sin embargo, que su estado de ánimo había cambiado y sin saber tampoco, por tanto, lo que había provocado ese cambio.

El cambio seguía presente aun cuando los estudiantes se vieran obligados, mientras escuchaban, a realizar una tarea distractiva, como rellenar los agujeros de un tablero de madera. Esta distracción provocaba un ruido en la vía superior que, si bien obstaculizaba la comprensión intelectual del pasaje filosófico, no impidió ni un ápice el contagio de estado de ánimo.

Según dicen los psicólogos, una de las diferencias existentes entre los estados de ánimo y las emociones más burdas es la inefabilidad de sus causas. Es por ello que, si bien solemos saber lo que ha provocado una determinada emoción, no es infrecuente que nos hallemos en un estado de ánimo sin saber lo que nos ha llevado hasta él. En este sentido, el experimento de Wurzburg pone de relieve que nuestro mundo debe estar lleno de desencadenantes del estado de ánimo —desde la música ambiental de un ascensor hasta un tono de voz desagradable— de los que somos completamente inconscientes.

Consideremos ahora, por ejemplo, las expresiones que vemos en el rostro de los demás. Como han descubierto un equipo de investigación sueco, la mera contemplación de la imagen de un rostro feliz elicita en quien la ve la respuesta fugaz de tensar los músculos que esbozan la sonrisa. De hecho, la fotografía de alguien cuyo rostro expresa una emoción intensa, como la tristeza, el disgusto o la alegría, desencadena en nuestro rostro la respuesta refleja de imitar la expresión que acabamos de ver.

Este reflejo de imitación favorece una especie de puente intercerebral que nos expone a las influencias emocionales más sutiles de quienes nos rodean. En este sentido, las personas más sensibles se contagian con más facilidad que la mayoría mientras que las más insensibles, por su parte, pueden salir incólumes aun del más nocivo de los encuentros. Pero lo cierto es que, en ambos casos, la transacción ocurre sin que nosotros la advirtamos.

Imitamos la alegría de un rostro sonriente tensando los músculos faciales que esbozan la sonrisa, aun sin ser conscientes de ello. Tal vez esa leve sonrisa pase inadvertida al ojo desnudo, pero la monitorización científica de la musculatura facial pone claramente de relieve la presencia de ese reflejo emocional. Es como si, en este sentido, nuestro rostro se preparase para expresar la emoción completa.

Este mimetismo tiene algunas consecuencias biológicas, porque nuestra expresión facial desencadena los sentimientos que exhibimos. Basta, en este sentido, con tensar deliberadamente los músculos faciales del modo adecuado para provocar la emergencia de una determinada emoción. Así, por ejemplo, el hecho de colocar un lápiz entre los dientes nos obliga a esbozar una sonrisa que acaba evocando el correspondiente sentimiento positivo.

Edgar Allan Poe tuvo una comprensión intuitiva de este principio cuando dijo: «Cuando quiero saber lo bondadosa o malvada que es una persona o qué es lo que está pensando reproduzco en mi rostro, lo más exactamente que puedo, su expresión y luego aguardo hasta ver cuáles son los pensamientos o sentimientos que aparecen en mi mente o en mi corazón que equivalen o se corresponden con esa expresión».

La percepción de las emociones

París, 1895. Un puñado de almas aventureras se han atrevido a asistir a una exhibición pionera de los hermanos Lumière, expertos en el nuevo campo de la fotografía. Por primera vez en la historia, los Lumière iban a presentar una película cinematográfica, una “imagen en movimiento” que representaba, en el más absoluto silencio, la llegada de un tren a una estación envuelto en vapor y acercándose al público. Fueron muchos los espectadores de esa auténtica première los que, cuando la película se proyectó, gritaron y se agazaparon despavoridos bajo sus asientos.

Nadie había visto nunca imágenes en movimiento, por lo que la ingenua audiencia no podía sino interpretar como “real” la escalofriante aparición en la pantalla. Quizás ese momento haya sido el acontecimiento más mágico y poderoso de toda la historia del cine, porque ninguno de los espectadores sabía todavía que lo que su ojo estaba viendo no era más que una ilusión. En lo que a ellos —y a su sistema perceptual— se refiere, las imágenes proyectadas en la pantalla eran completamente reales.

Como señala cierto crítico de cine: «La impresión dominante de que esto es real forma parte del poder primordial del arte», aun hoy en día. Esa sensación de realidad sigue cautivando a los aficionados, porque el cerebro responde a las ilusiones generadas por el cine con los mismos circuitos neuronales que emplea para responder a la vida. Es por ello que las emociones proyectadas en la pantalla también son contagiosas.

Algunos de los mecanismos neuronales implicados en este contagio pantalla-espectador fueron identificados por un equipo de investigación israelí, que mostró secuencias del espagueti western de los setenta El bueno, el feo y el malo a voluntarios que se hallaban conectados a un RMNf. En el que quizás sea el único artículo de los anales de la neurociencia en contar con la curiosa contribución de Clint Eastwood, los investigadores llegaron a la conclusión de que la película jugaba con el cerebro de los espectadores como si de una marioneta neuronal se tratase.

Del mismo modo que ocurrió en París en 1895 con los aterrados espectadores de la mencionada première, el cerebro de los espectadores de El bueno, el feo y el malo respondía como si la historia imaginaria que se desarrollaba en la pantalla les estuviera sucediendo a ellos. No parece que el cerebro haga grandes distingos entre la realidad virtual y la real. Es por ello que, cuando la cámara hace un picado para mostrar un primer plano, se activan, en el cerebro de los espectadores, las áreas cerebrales que se ocupan del reconocimiento de un rostro y cuando, por su parte, en la pantalla aparece un edificio o un paisaje, se activa el área visual que suele ocuparse del reconocimiento físico del entorno que nos rodea.

Del mismo modo, cuando la escena que se desarrolla en la pantalla muestra movimientos delicados de la mano, las regiones movilizadas son las que gobiernan el tacto y el movimiento y, en las escenas en las que la excitación es máxima —como disparos, explosiones y giros inesperados del argumento—, los centros que se activan son los ligados al control de las emociones. En resumen, pues, el cine parece controlar el funcionamiento de nuestro cerebro.

La audiencia se comporta como si fueran marionetas neuronales, porque lo que ocurre en un determinado momento en el cerebro de un espectador sucede también en todos los demás. De este modo, la acción desplegada en la pantalla es la música que desencadena idéntica danza en el cerebro de todos los presentes.

Como dice un proverbio muy utilizado en el campo de la sociología: “Una cosa es real cuando lo son sus consecuencias”. Y es que, si el cerebro reacciona del mismo modo ante un escenario real que ante uno imaginario, lo que imaginamos tiene consecuencias biológicas. La vía inferior es la que determina nuestra respuesta emocional.

La única excepción a esta especie de guiñol parece estar ligada a las áreas prefrontales de la vía superior, que albergan los centros ejecutivos del cerebro y posibilitan el pensamiento crítico (incluida la idea de que “Esto no es más que una película”). Es por ello que, en la actualidad, no huimos despavoridos cuando en la pantalla vemos un tren dirigiéndose a toda velocidad hacia nosotros aunque, no obstante, el miedo siga haciendo acto de presencia.

Cuanto más destacado o notable es un determinado evento, mayor es la atención que despliega el cerebro. Dos factores que amplifican la respuesta del cerebro a cualquier realidad virtual como una película son su “sonoridad” perceptual y su intensidad emocional, como sucede con los casos del grito y del llanto. No resulta, por tanto, sorprendente que nuestro cerebro se vea desbordado por muchas escenas cinematográficas caóticas. Y el mismo tamaño de la pantalla —ofreciéndonos imágenes monstruosamente grandes— se registra como sonoridad sensorial.

Pero los estados de ánimo son tan contagiosos que podemos percibir un soplo de emoción en algo tan fugaz como una sonrisa o un ceño fruncido apenas esbozados o tan árido como la lectura de un pasaje filosófico.

El radar de la insinceridad

Dos mujeres que no se conocían acababan de ver un desgarrador documental sobre las dolorosas secuelas provocadas por el bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki durante la segunda Guerra Mundial. Ambas se hallaban profundamente conmovidas y experimentaban una mezcla de angustia, ira y tristeza.

Pero cuando empezaron a hablar de lo que estaban sintiendo, sucedió algo muy extraño, porque una de ellas era completamente sincera sobre sus sentimientos, mientras que la otra, aliada con los investigadores y siguiendo sus instrucciones, reprimió sus sentimientos, fingiendo indiferencia. En realidad, parecía como si no tuviera ninguna respuesta emocional aunque, en el fondo, se sentía inquieta y distraída.

Pero eso era precisamente lo que se pretendía, porque las dos eran voluntarias de un experimento realizado en la Stanford University sobre las consecuencias sociales de la represión emocional, solo que una de ellas había sidoentrenada para silenciar sus verdaderos sentimientos.

Comprensiblemente, la que estaba emocionalmente abierta se sintió “fuera de lugar” mientras su compañera hablaba y, en consecuencia, sacó la conclusión de que jamás la elegiría como amiga.

La que reprimía sus sentimientos, por su parte, se hallaba tensa e incómoda y se mostraba distraída y preocupada, al tiempo que su presión sanguínea aumentó considerablemente a medida que avanzaba la conversación. No es de extrañar que el esfuerzo emocional necesario para reprimir sentimientos tan perturbadores exija un peaje fisiológico reflejado, en este caso, por el aumento de la presión sanguínea.

Lo más sorprendente, sin embargo, fue que el mismo efecto se encontró también en la mujer que hablaba sinceramente de sus emociones. La tensión, pues, no sólo es palpable, sino también contagiosa.

La sinceridad es la respuesta por defecto del cerebro. A fin de cuentas, nuestro sistema nervioso transmite todos los estados de ánimo a la musculatura facial, evidenciando de inmediato nuestros sentimientos. Este despliegue emocional es automático e inconsciente, razón por la cual su represión exige un esfuerzo consciente y deliberado. Es por ello que tratar de distorsionar lo que sentimos y de ocultar el miedo o el enfado exigen un esfuerzo que rara vez consigue completamente su objetivo.

En cierta ocasión, una amiga me dijo que, la primera vez que habló con el hombre que acababa de alquilarle el piso, “supo “que no debía confiar en él. Y, a decir verdad, la misma semana en que tenía que mudarse se enteró de que se había echado atrás y se quedó compuesta y sin casa y obligada a poner el caso en manos de un abogado.

Ella sólo le había visto el día en que fue a visitar la casa y se lamentaba diciendo: “En cuanto lo vi advertí algo en él y supe que iba a tener problemas”.

Ese “algo en él” refleja el funcionamiento de las vías superior e inferior operando como una especie de sistema de alarma de la insinceridad. Existen circuitos especializados en la sospecha que difieren de los empleados en los casos de la empatía y el rapport y cuya misma existencia pone de relieve la importancia de la detección de la mentira en los asuntos humanos. La teoría evolutiva sostiene que la capacidad de detectar el engaño resulta tan esencial para la supervivencia como la capacidad de confiar y cooperar.

Una investigación en la que se registraba la imagen cerebral de voluntarios mientras contemplaban a varios actores contando una historia trágica puso de relieve el radar neuronal concreto implicado en esa tarea. La investigación descubrió que la expresión facial que acompañaba al relato provocaba la activación de diferentes regiones neuronales.

Si, por ejemplo, el rostro del actor mostraba la tristeza apropiada, la región que se activaba en el oyente era la amígdala y los circuitos relacionados con la tristeza mientras que si, por el contrario, el rostro del actor sonreía durante el relato triste —en un claro ejemplo de incongruencia emocional— la región cerebral que se activaba era la especializada en la vigilancia a las amenazas sociales o a la información conflictiva. En ese último caso, además, los oyentes afirmaban desconfiar de la persona que les contaba la historia.

La amígdala escruta de manera automática y compulsiva a todas las personas con quienes nos relacionamos para saber si podemos o no confiar en ellas. “¿Es seguro acercarse a esta persona?” “¿Es peligroso?” “¿Puedo confiar realmente en ella?” Los pacientes neurológicos que han padecido una grave lesión en la amígdala son incapaces de determinar si pueden o no confiar en alguien y, cuando se les muestra una fotografía de un hombre a quien la gente suele encontrar altamente sospechoso, lo valoran igual que otros en quien casi todos confían.

El sistema que nos advierte si podemos confiar o no en alguien discurre a través de dos ramales neuronales diferentes, la vía superior y la vía inferior. La primera se pone en marcha cuando tratamos de determinar intencionalmente si alguien es merecedor o no de nuestra confianza. Pero, independientemente de lo que pensemos al respecto, la amígdala está operando de continuo bajo el umbral de la conciencia cumpliendo con una función claramente protectora.

La caída de un Casanova

Giovanni Vigliotto era un auténtico don Juan y su encanto le llevaba de una conquista romántica a otra. Pero lo cierto es que no se trataba de conquistas sucesivas porque, en realidad, Vigliotto estaba casado simultáneamente con varias mujeres.

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