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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (2 page)

BOOK: Inteligencia Social
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En 2003, los hogares unifamiliares se convirtieron en el estilo de vida más común en los Estados Unidos. Tiempo atrás, las familias se reunían en casa al caer la noche pero, en la actualidad, la convivencia entre los miembros de la familia es cada vez menor. Bowling alone, el aclamado análisis de Robert Putnam sobre el deshilachado tejido social de nuestro país, concluye que, en las últimas dos décadas, el “capital social” (que suele estimarse en función del número de reuniones públicas y la pertenencia a asociaciones) ha experimentado un considerable declive. Mientras que, en los años setenta, dos terceras partes de los estadounidenses asistían de manera regular a reuniones de organizaciones a las que estaban formalmente afiliados, esa tasa cayó espectacularmente en los noventa hasta una tercera parte. Todos estos datos reflejan, en opinión de Putnam, un considerable debilitamiento, en nuestra sociedad, de las relaciones interpersonales. Desde entonces, ha brotado por doquier (desde 8.000 en los años cincuenta hasta 20.000 a finales de los noventa) un nuevo tipo de organización que, a diferencia de lo que ocurría en las antiguas (con sus reuniones cara a cara y un tejido social cada vez más tupido), mantienen a distancia a sus miembros, ya que la pertenencia gira en torno al correo electrónico o postal y su principal actividad no consiste en reunirse, sino en enviar dinero.

Ignoramos los efectos de la conexión y desconexión provocada por las alternativas que nos proporcionan las nuevas tecnologías. Pero todos estos rasgos indican un progresivo debilitamiento de las oportunidades de conexión. El avance inexorable de la tecnología es tan insidioso que nadie ha calculado todavía sus costes emocionales y sociales.

El aumento de la desconexión

Escuchemos las quejas de Rosie García, que trabaja atendiendo el mostrador del Hot & Crusty de la estación central de Nueva York, una de las panaderías más atareadas del mundo. Es tal la muchedumbre que a diario pasa por la estación que, durante la jornada laboral, siempre hay largas colas de clientes aguardando su turno.

Son muchos, dice Rosie, los clientes que parecen estar completamente abstraídos, con la mirada extraviada y sin responder cuando les pregunta “¿En qué puedo servirle?”.

—¿En qué puedo servirle? —repite entonces— Pero siguen silenciosos, mirando hacia ninguna parte.

—Cada vez son más —dice— las personas que sólo prestan atención cuando les grito.

Pero no es que los clientes de Rosie sean especialmente sordos, sino que sus oídos están taponados por los dos pequeños auriculares de un iPod. Están enfrascados y perdidos en alguna de las melodías de su lista de reproducción personalizada, desconectados de todo lo que ocurre a su alrededor y, lo que es más importante, desconectados también de las personas que les rodean.

Mucho antes del iPod, del walkman y del teléfono móvil, obviamente, también había gente que iba de un lado a otro ajena al ajetreo de la vida. Este proceso, se inició con el automóvil, que es una forma de atravesar un espacio público aislado dentro de un vehículo acristalado de una media tonelada aproximada de acero arrullado por el sonido de la radio. Las formas de viajar antes de que el automóvil se convirtiera en un lugar común, sin embargo — desde ir caminando, a caballo o en una carreta tirada por bueyes— obligaban a los viajeros a mantener un estrecho contacto con el mundo que les rodeaba.

El caparazón creado por los auriculares intensifica el aislamiento social. Esa desconexión proporciona una excusa perfecta no sólo para no reconocer a los demás como seres humanos, sino para no advertir siquiera su presencia y tratarlos como meros objetos. La vida de peatón nos brinda, al menos, la posibilidad de saludar a la persona con la que acabamos de cruzarnos o pasar unos minutos charlando con un amigo, pero quien está conectado a un iPod puede ignorar fácilmente a los demás y pasar junto a ellos sin mirarles siquiera.

Desde la perspectiva de quien está escuchando música, sin embargo, él no está desconectado, sino relacionándose con el cantante, el grupo o la orquesta que esté escuchando y su corazón late al mismo ritmo que el suyo. Pero lo cierto es que esos “otros” virtuales nada tienen que ver con los seres humanos que caminan un paso o dos por delante y hacia los cuales el arrobado oyente muestra la mayor de las indiferencias. En la medida en que la tecnología se apodera de la atención de las personas y la desvía hacia una realidad virtual, acaba insensibilizándolas a quienes le rodean, con lo que el autismo social acaba convirtiéndose en una más de las imprevistas consecuencias de la invasión permanente de la tecnología en nuestra vida cotidiana.

Este aumento de la capacidad tecnológica de conexión es el que permite que, aun estando de vacaciones, sigamos viéndonos asediados por el trabajo. Una reciente encuesta ha puesto de manifiesto que el 34 por ciento de los trabajadores de nuestro país se halla tan conectado con su oficina que vuelve de sus vacaciones tan estresado —o incluso más— que cuando las empezó. El correo electrónico y el teléfono móvil ignoran las fronteras que separan la vida laboral de la vida familiar y privada y requiere nuestra presencia y nos arrastra a atender al correo electrónico en cualquier momento, independientemente de que nos hallemos en plena excursión campestre, con nuestros hijos o descansando.

Pero los niños tampoco suelen advertir esta ausencia, porque están igualmente obsesionados con su propio correo electrónico, algún juego en red o viendo la televisión en su dormitorio. Un informe francés de una encuesta mundial realizada con una muestra de 2.500 millones de espectadores de setenta y dos países ha revelado que, en 2004, las personas pasaban diariamente un promedio de 3 horas y 39 minutos viendo la televisión; Japón ocupaba, en ese estudio, el primer lugar con 4 horas y 25 minutos, seguido de cerca por los Estados Unidos.

«La televisión —advirtió el poeta T.S. Eliot, en 1963, cuando el nuevo medio estaba difundiéndose en todos los hogares— permite que millones de personas se rían simultáneamente del mismo chiste pero, a pesar de ello, sigan estando solos.»

Internet y el correo electrónico tienen el mismo impacto. Una encuesta realizada en nuestro país con una muestra de 4.830 personas ha puesto de manifiesto que son ya muchos los casos en los que Internet ha desplazado a la televisión como forma favorita de pasar el tiempo libre. Y la consecuencia directa de todo ello es que, por cada hora que la gente pasa en Internet, el contacto personal con amigos, colegas y familia disminuyó 24 minutos. Como dice Norman Nie, director del Stanford Institute for the Quantitative Study of Society y especialista en estudios sobre Internet: «Nadie puede recibir un abrazo o un beso a través de Internet».

La neurociencia social

Este libro desvela hallazgos muy reveladores sobre el nuevo campo de la neurociencia social. Cuando emprendí la investigación para acometer esta tarea, desconocía la existencia de este campo, pero no tardaron en llamarme la atención un artículo aquí y una noticia allá señalando la existencia de una comprensión científica más exacta de la dinámica neuronal que subyace a las relaciones humanas:

A diferencia de lo que ocurre en las demás especies, en el cerebro humano se ha descubierto una gran abundancia de una nueva clase de neuronas, las llamadas células fusiformes, que funcionan más rápidamente que las demás y operan cuando nos vemos obligados a tomar decisiones sociales instantáneas.

También se ha descubierto recientemente la existencia de una variedad diferente de neuronas cerebrales, las llamadas “neuronas espejo”, que registran el movimiento que otra persona está a punto de hacer y sus sentimientos y nos predisponen instantáneamente a imitar ese movimiento y, en consecuencia, a sentir lo mismo que ellos.

Cuando los ojos de una mujer atractiva miran directamente a un hombre al que encuentran atractivo, el cerebro de éste segrega dopamina, un inductor de placer, cosa que no sucede cuando mira en otra dirección.

Cada uno de esos descubrimientos nos proporciona una instantánea del funcionamiento de lo que ha terminado denominándose “cerebro social”, es decir, de los circuitos neuronales que operan mientras estamos relacionándonos. Ninguno de ellos, aisladamente considerado, nos cuenta la historia completa pero, cuando los contemplamos en conjunto, esbozan el perfil distintivo de una nueva disciplina.

Poco después de enterarme de esos descubrimientos descubrí el hilo que los conecta cuando casualmente me enteré de que, en 2003, se había celebrado en Suecia un congreso científico sobre “neurociencia social”.

Buscando los orígenes de la expresión “neurociencia social” descubrí que habían empezado a usarlo en los años noventa los psicólogos John Cacioppo y Gary Berntson, a quienes bien podemos considerar como los profetas pioneros de esta nueva ciencia. En una reciente entrevista con Cacioppo, me recordó que «los neurocientíficos se mostraban muy reacios a estudiar lo que sucede más allá del cráneo, porque la neurociencia del siglo XX creía que la conducta social era demasiado compleja».

«Hoy en día —añade Cacioppo— estamos en condiciones de empezar a dar sentido al modo en que el cerebro moviliza nuestra conducta social y en que el mundo social influye en nuestro cerebro y en nuestra biología.» Actualmente director del Center for Cognitive and Social Neuroscience de la University of Chicago, Cacioppo ha sido testigo de excepción de un cambio que ha acabado convirtiendo a este dominio en uno de los temas candentes de la ciencia del siglo XXI.

El nuevo campo ya ha empezado a dar sus frutos y nos ayuda a resolver algunos de los rompecabezas que tanto han desconcertado a los científicos. Las primeras investigaciones dirigidas por Cacioppo, por ejemplo, pusieron de relieve que, cuando nos hallamos en una relación tensa, la tasa de hormonas del estrés aumenta hasta niveles que resultan dañinos para algunos de los genes que controlan la producción de células que deben enfrentarse a los virus. Hasta entonces, la ciencia había soslayado el estudio de los caminos neuronales de los problemas de relación, que ha acabado convirtiéndose en uno de los principales focos de interés de la nueva neurociencia social.

El aspecto más emblemático de la investigación realizada en este nuevo campo es el que está congregando a psicólogos y neurocientíficos en torno al RMN funcional (o RMNf [resonancia magnética nuclear funcional]), un aparato de imagen cerebral que, hasta el momento, sólo se empleaba para el diagnóstico clínico en el entorno hospitalario. El RMN utiliza imanes muy potentes (que ha llevado a los internos a denominar genéricamente “imanes” a estos aparatos, como cuando dicen “En nuestro laboratorio tenemos tres imanes”) para obtener una imagen extraordinariamente detallada del cerebro. El RMNf emplea grandes ordenadores para obtener el equivalente de un vídeo que muestra las regiones cerebrales que se activan durante una determinada interacción como, por ejemplo, escuchar la voz de un viejo amigo. Esa investigación está empezando a proporcionarnos respuestas a preguntas tales como: ¿Qué sucede en el cerebro de la persona que mira a un ser querido, que está atrapado en el fanatismo o que busca la estrategia más adecuada para ganar un determinado juego?

El cerebro social consiste en el conjunto de los mecanismos neuronales que orquestan nuestras interacciones... la suma de nuestros pensamientos y sentimientos sobre las personas y nuestras relaciones. Los datos más novedosos y reveladores al respecto indican que el “cerebro social” tal vez sea el único sistema biológico de nuestro cuerpo que nos conecta con los demás y se ve, a su vez, influido por su estado interno. Como sucede con otros sistemas biológicos, desde las glándulas linfáticas hasta el bazo, regulan su actividad en respuesta a señales que emergen dentro de nuestro cuerpo y no van más allá de nuestra piel. En este sentido, la sensibilidad general de los senderos neuronales de nuestro cerebro es realmente excepcional. Es por ello que, cada vez que nos relacionamos cara a cara (o voz a voz o piel a piel) con alguien, nuestro cerebro social también se conecta con el suyo.

La “neuroplasticidad” del cerebro también explica el papel que desempeñan las relaciones sociales en la remodelación de nuestro cerebro, lo que significa que las experiencias repetidas van esculpiendo su forma, su tamaño y el número de neuronas y de conexiones sinápticas. De este modo, la reiteración de un determinado registro permite que nuestras relaciones claves vayan moldeando gradualmente determinados circuitos neuronales. No es de extrañar por tanto que, sentirnos crónicamente maltratados y enfadados o, por el contrario, emocionalmente cuidados por una persona con la que pasamos mucho tiempo a lo largo de los años acabe remodelando los senderos neuronales de nuestro cerebro.

Estos nuevos hallazgos ponen de relieve el impacto sutil y poderoso que sobre nosotros tienen las relaciones. Y aunque estas novedades puedan resultar desagradables, en el caso de que tiendan hacia lo negativo, también implican que el mundo social constituye, en cualquier momento de nuestra vida, una oportunidad de curación.

Desde esta perspectiva, pues, el modo en que nos relacionamos cobra una importancia anteriormente insospechada.

¿Qué significa por tanto, a la luz de todos estos nuevos descubrimientos, ser socialmente inteligente?

Actuar sabiamente

En torno a 1920, poco después de la primera explosión de entusiasmo que despertó el nuevo test del CI [cociente de inteligencia], el psicólogo Edward Thorndike definió, por vez primera, a la “inteligencia social” como «la capacidad de comprender y manejar a los hombres y las mujeres», habilidades que todos necesitamos para aprender a vivir en el mundo.

Pero esa definición deja abierta la posibilidad de concluir que la manipulación es el rasgo distintivo del talento interpersonal. Aun hoy en día existen algunas descripciones de la inteligencia social que no diferencian claramente las aptitudes del embaucador de los actos genuinamente afectuosos y socialmente enriquecedores.

La capacidad de manipular a los demás no tiene, en mi opinión, nada que ver con la inteligencia social, porque únicamente valora lo que sirve a una persona a expensas de las demás. Convendría, por tanto, considerar a la “inteligencia social” en un sentido más amplio, como una aptitud que no sólo implica conocer el funcionamiento de las relaciones, sino comportarse también inteligentemente en ellas.

De este modo, el campo de la inteligencia social se expande desde lo unipersonal hasta lo bipersonal, es decir, desde las habilidades intrapersonales hasta las que emergen cuando uno se halla comprometido en una relación. Esta ampliación del interés va más allá de lo individual y tiene también en cuenta lo que sucede en la relación interpersonal... y ver más allá también, obviamente, del interés en que las cosas les vayan bien a los demás por nuestro propio beneficio.

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