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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (9 page)

BOOK: Inteligencia Social
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También hay otra forma en la que acontecimientos inadvertidos pueden conducir a sorprendentes sincronicidades. De qué otro modo podríamos explicar lo que, en cierta ocasión, nos sucedió a mi esposa y a mí mientras estábamos de vacaciones en una isla tropical. Una mañana vimos un precioso velero de cuatro palos navegando en la distancia que mi esposa me propuso fotografiar, de modo que así lo hice, la primera foto que tomábamos en los diez días que llevábamos allí.

Pocas horas después, decidí meter la cámara en la mochila y llevarla al restaurante en el que íbamos a comer. Mientras caminábamos en dirección al chiringuito, ubicado en una playa cercana, se me ocurrió comentarle que había cogido la cámara pero, antes de pronunciar una sola palabra, me preguntó: “¿Has traído la cámara?”. Fue como si me hubiera leído la mente.

Este tipo de sincronicidades parecen ser el correlato verbal del contagio emocional. Nuestros trenes asociativos discurren a través de cauces, circuitos de aprendizaje y recuerdos concretos y, cuando uno de ellos se ha visto estimulado, aun por la mera mención, sigue activo en el inconsciente, más allá del alcance de nuestra atención activa. Como dijo el famoso dramaturgo ruso Anton Chejov, jamás pongas nunca un arma en el decorado de la pared del segundo acto que no pienses usar al finalizar el tercer acto, porque los espectadores ya estarán aguardando escuchar los primeros disparos.

El simple hecho de pensar en una determinada acción predispone a nuestra mente a realizarla, proporcionándonos así una especie de guía para acometer nuestras rutinas cotidianas sin necesidad de realizar el esfuerzo consciente de pensar en todo lo que debemos hacer a continuación, una especie de agenda mental de las cosas que tenemos que hacer. Así, por ejemplo, el hecho de ver el cepillo de dientes en el lavabo nos invita a cogerlo y a lavarnos automáticamente los dientes.

Este impulso a la acción guía todo tipo de actividades. Es por ello que, cuando alguien nos habla en voz baja, nosotros le respondemos del mismo modo y que, cuando hacemos un comentario sobre la última carrera de Fórmula Uno que hemos visto a alguien que está conduciendo por una autopista, lo más probable es que pise el acelerador sin darse cuenta siquiera de ello. Parece como si el cerebro sembrase sentimientos, pensamientos e impulsos similares en el cerebro de los demás.

Los trenes asociativos que discurren por vías paralelas pueden llevar a dos personas a pensar, hacer o decir casi lo mismo en el mismo momento. Lo más probable es que, cuando mi esposa y yo tuvimos el mismo pensamiento, alguna percepción momentánea desencadenara en nosotros una cadena asociativa que nos llevó a ambos a pensar en la cámara.

Esa intimidad mental refleja también una proximidad emocional. Es por ello que, cuanto más cercana y comunicativa sea una determinada pareja, más exacta será también su comunicación intuitiva. Cuanto más conocemos a alguien y mayor es nuestro rapport, más probable es también que confluyan nuestros pensamientos, sentimientos, percepciones y recuerdos, en una especie de fusión mental en la que podemos llegar a percibir, pensar y sentir lo mismo que la otra persona.

Ese tipo de convergencia se da aun entre desconocidos que se convierten en amigos. Consideremos ahora el siguiente estudio realizado en Berkeley sobre estudiantes universitarios a los que se les había asignado la misma habitación de una residencia. Los investigadores seleccionaron a varias parejas de recién ingresados y rastrearon sus respuestas emocionales mientras visionaban varias secuencias cinematográficas, una de ellas una divertida comedia protagonizada por Robin Williams y la otra un dramón que mostraba el duelo de un niño por la muerte de su padre. En el primer visionado, las reacciones de las personas que acababan de conocerse eran tan diferentes como las de cualquier otro par de desconocidos tomados al azar. Siete meses más tarde, sin embargo, resultaron sorprendentemente similares.

La locura de las masas

Los hooligans son las bandas de fanáticos del fútbol responsables de las batallas campales que de vez en cuando sacuden los estadios europeos. Pero, independientemente del país en el que ocurran, la fórmula que genera este tipo de episodios es siempre la misma.

La cosa comienza cuando una pequeña panda de forofos llega al lugar del encuentro con varias horas de antelación y empieza a beber hasta emborracharse, alborotando y cantando las canciones de su club. En la medida en que la multitud va congregándose, el grupo se sume en ella ondeando la bandera de su equipo, con cánticos y gritos en contra del equipo rival que acaban propagándose a toda la masa. Algunos de los forofos se entremezclan entonces con los seguidores del otro equipo y la agresividad va en aumento, hasta que uno de ellos ataca a un fan del equipo rival, desencadenando un incidente que acaba generalizándose.

La fórmula del histerismo colectivo violento es la misma desde comienzos de los ochenta, con consecuencias ocasionalmente trágicas. La multitud beligerante y ebria establece las condiciones idóneas para desencadenar un estallido de violencia, porque el alcohol desinhibe el control neuronal de los impulsos y, cuando se dispara el primer ataque, el contagio se ocupa del resto.

En su ensayo Masa y poder, Elias Canetti señala que lo que convierte a un conjunto de individuos en una masa es su sometimiento a “una pasión” compartida, una emoción que se contagia y acaba conduciendo a una acción colectiva. Y esta rápida generalización de los estados de ánimo tiene lugar gracias a la sincronización fisiológica de sus subsistemas biológicos.

Es muy probable que la velocidad de transmisión de los cambios de conducta de una masa se originen en la coordinación de las neuronas espejo y que la rapidez del proceso de toma de decisiones dependa del tiempo que necesiten las neuronas espejo para transmitir la sincronía de persona a persona (aunque ésta, por el momento, no deje de ser más que una mera conjetura).

Este contagio grupal puede advertirse, de manera más reposada, en cualquier interpretación en la que los actores o los músicos generan un efecto de campo jugando con las emociones del público como si fueran instrumentos. En este sentido, las obras de teatro, los conciertos y el cine nos permiten acceder a un entorno emocional compartido con muchos desconocidos. Como suelen decir los psicólogos, resonar positivamente con los demás es “intrínsecamente reforzador” y hace que todo el mundo se sienta bien.

El contagio grupal tiene lugar aun en el más pequeño de los grupos y basta, para ello, con que tres personas permanezcan sentadas frente a frente durante algunos minutos, en cuyo caso, a falta de jerarquía de poder, la persona con el rostro emocionalmente más expresivo será la que establezca el tono de la interacción.

El contagio se transmite a través de cualquier grupo coordinado de personas. Consideren el siguiente experimento sobre toma de decisiones en el que un grupo debía reunirse para repartir los beneficios anuales de una supuesta empresa entre sus empleados sin perder de vista dos objetivos fundamentales, conseguir el mayor provecho para su candidato y tener en cuenta simultáneamente el uso más adecuado posible de los fondos de la empresa.

Las agendas conflictivas acaban generando tensión y, al finalizar la reunión, todo el mundo se siente mal, cosa que no sucede en un grupo con idéntico objetivo pero que moviliza otro tipo de emociones.

Las dos reuniones mencionadas eran simulaciones empresariales de una investigación realizada en la Yale University y hoy en día clásica en la que los voluntarios se dividieron en grupos para repartir los beneficios. Lo que nadie sabía era que uno de los integrantes de cada grupo era, en realidad, un consumado actor al que se le había asignado la tarea de ser cordial y entusiasta con uno de los grupos y deprimido y enojado con el otro.

La investigación demostró una clara modificación del estado de ánimo de los miembros de ambos grupos y que, cuando el actor manifestaba su opinión amable y cordialmente, los miembros del grupo se sentían mejor que cuando, por el contrario, se mostraba irritable, en cuyo caso, la gente iba malhumorándose con el paso del tiempo. Pero nadie parecía saber, no obstante, lo que había modificado su estado de ánimo que se había visto transformado inconscientemente.

Los sentimientos que se mueven entre los miembros de un grupo pueden sesgar el modo en que procesan la información y afectar, en consecuencia, a sus decisiones. Y esto implica que, cualquier grupo que pretenda llegar a una decisión conjunta haría bien en no centrar exclusivamente su atención en el contenido de lo que se dice y en tener también en cuenta las emociones compartidas.

Esta convergencia sugiere la existencia de un magnetismo sutil e inexorable, un impulso que se asemeja a la gravedad y lleva a las personas que están estrechamente relacionadas —ya sea familiares, amigos o compañeros de trabajo— a pensar y sentir de manera parecida sobre ciertas cosas.

CAPÍTULO 4

EL INSTINTO DEL ALTRUISMO

Una tarde en el Princeton Theological Seminary, cuarenta estudiantes en prácticas aguardaban para pronunciar un breve sermón del que posteriormente serían evaluados. A la mitad de ellos se les había asignado temas de la Biblia entresacados al azar, mientras que la otra mitad debía hablar de la parábola del buen samaritano, que se detuvo a socorrer a un menesteroso con el que tropezó en su camino y al que ignoraban personas supuestamente más “piadosas”.

Cada quince minutos, uno de los seminaristas debía dirigirse al edificio en el que tenía que pronunciar su sermón, sin saber que estaba participando involuntariamente en un experimento sobre el altruismo.

Su camino pasaba necesariamente por una puerta en la que un pordiosero pedía limosna. Veinticuatro de los cuarenta estudiantes pasaron junto a él ignorándole sin que, en ello, tuviera la menor incidencia el hecho de estar pensando en la parábola del buen samaritano.

La investigación demostró la importancia que posee la variable tiempo, porque sólo uno de cada diez de quienes creían llegar tarde se detuvo, una proporción que fue seis veces superior entre quienes creían disponer de suficiente tiempo.

De las muchas variables que intervienen en el altruismo, el hecho de tener tiempo suficiente para prestar atención ha demostrado ser especialmente crítica porque, en tal caso, nuestra empatía aumenta y, con ella, también lo hace la probabilidad de establecer un vínculo emocional. Obviamente, las personas difieren en su capacidad, disposición e interés en prestar atención. No debe extrañarnos, por tanto, que el adolescente malhumorado desconecte de su madre regañona, esté charlando amable y atentamente por teléfono, al instante siguiente, con su novia. Es precisamente por ello que los seminaristas que menos tiempo tenían fueron los más incapaces y menos dispuestos a prestar atención al mendigo porque, al hallarse sumidos en sus propios pensamientos, no sintonizaron con él y, en consecuencia, tampoco le brindaron su apoyo.

Es poco probable que, quienes viven en ciudades muy ajetreadas, adviertan, saluden y ayuden a las personas con las que se cruzan a causa de lo que se ha denominado el “trance urbano”. un estado de ensimismamiento en el que, según los sociólogos, tendemos a sumirnos para sustraernos del incesante bombardeo de los estímulos que nos rodean. Pero esa estrategia, obviamente, no sólo nos desconecta de las distracciones, sino también de las apremiantes necesidades de quienes nos rodean con lo que, como dijo cierto poeta, acabamos enfrentándonos «al bullicio urbano aturdidos y ensordecidos».

Tampoco debemos olvidar los muchos modos en que la sociedad cierra nuestras ventanas sensoriales. Es precisamente por ello que el mendigo que pide limosna en la calle de una ciudad no merece siquiera la atención de los peatones que, pocos metros más adelante, se detienen a escuchar y responder solícitamente a la mujer bien arreglada que pide firmas para una determinada causa política (aunque obviamente las cosas pueden discurrir, dependiendo de nuestras simpatías, exactamente al revés). Resumiendo, pues, nuestras prioridades, nuestra socialización y numerosos factores psicológicos y sociales pueden llevarnos a prestar o no atención y determinar así, en consecuencia, nuestra empatía y las emociones que experimentamos.

El simple hecho de prestar atención establece una conexión emocional en cuya ausencia la empatía es imposible.

Cuando hay que prestar atención

Comparen ahora los acontecimientos que tuvieron lugar en el seminario de Princeton con lo que me ocurrió a mí un buen día en el que, después de la jornada laboral, me metí en una boca de metro de Times Square de la ciudad de Nueva York sumido en un torrente de seres humanos que, como siempre a esas horas, bajaban apresuradamente las escaleras de cemento dispuestos a coger el próximo tren.

Entonces vi una imagen inquietante ya que, en mitad de la escalera, yacía, inmóvil y con los ojos cerrados, un hombre desaliñado y sin camisa. Nadie parecía advertir su presencia y todo el mundo, ansioso por regresar a casa, le sorteaba saltando literalmente por encima de su cuerpo. Horrorizado, me detuve para ver lo que ocurría y, en ese mismo instante, sucedió algo muy curioso ya que, de manera casi instantánea, un pequeño círculo de interesados se congregó a su alrededor. Entonces se desplegaron espontáneamente los emisarios de la misericordia, uno en dirección a un quiosco de perritos calientes para conseguir un poco de comida, otro en busca de una botella de agua y un tercero para llamar a un policía que, a su vez, solicitó por radio asistencia sanitaria.

A los pocos minutos el hombre se había reanimado y aguardaba la llegada de una ambulancia comiendo felizmente. Entonces nos enteramos de que sólo hablaba español, no tenía dinero y había estado deambulando hambriento por las calles de Manhattan hasta acabar desmayándose en las escaleras del metro.

¿Qué fue lo que marcó la diferencia? Obviamente, el simple hecho de detenerme y prestar atención, lo que pareció despertar a los transeúntes de su trance, captar su atención y movilizarlos a la acción.

Qué duda cabe de que, en nuestro camino de regreso a casa, todos nos hallábamos, de un modo u otro, sometidos a los estereotipos silenciosos derivados de los centenares de vagabundos que, lamentablemente, viven en las calles de Nueva York y de tantos otros centros urbanos modernos. Y es que los urbanitas nos enfrentamos a la ansiedad que genera ver a alguien en una situación tan terrible desarrollando el reflejo de desviar nuestra atención hacia otra parte.

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