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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Sólo los muertos (14 page)

BOOK: Sólo los muertos
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—Está bien. Parece que la parejita feliz no era tan feliz. Y que incluso ya no era ni parejita.

—¿Quieres decir que sospechas del amigo de Héctor?

—¿De? —Déniz consultó sus notas y leyó—. ¿Nicolás Lara Blay? ¿Sospechar? No. Tengo clarísimo que fue él.

Monroy lo miró sorprendido.

—Pues parecía muy enamorado. Como si lo idolatrara.

—Del amor al odio no hay más que un paso. No sería la primera vez. Te voy a decir lo que sé. A tu amigo lo mataron una hora después de que el amigo (que, por cierto, no aparece por ningún lado) se marchara repentinamente del trabajo justo al leer un mensaje de móvil. Por lo visto, según sus compañeros, se puso pálido y dijo que tenía que irse. ¿Y de quién era el mensaje? —Déniz hizo esta pregunta canturreando, como si le hablara a un bebé.

—Seguro que me lo vas a decir enseguida.

—De Fuentes Hurtado. Y era una cosa muy brusca, diciéndole que no fuera a la casa. Esto es, que, por lo visto, no había muy buen rollo. Por otro lado, la vivienda la encontramos en completo desorden, la mitad de los roperos vacíos. Y la maleta de Fuentes preparada para hacer un viaje muy, pero que muy largo. De ésos de no volver más, vamos. Además, tengo aquí el parte del forense: antes de apuñalarlo, le dieron una soberana paliza. Y la llamada anónima decía que había oído una fuerte discusión, antes de los ruidos de pelea.

Monroy miró de reojo al comisario.

—Por cierto: llamada anónima. ¿Desde dónde llamaron?

—Desde una cabina de la avenida de Las Canteras. Justo frente al edificio.

—¿Hombre o mujer?

—Qué más da. Creo que hombre. Ya sabes cómo es la gente: culichichi pero cagueta Bueno, para no cansarte: Fuentes iba a dejar al tal Lara Blay. Le manda un último mensaje. El otro, que debe de ser un moro, va para el piso con un dolor de cuernos de cojones y lo trinca terminando de hacer el equipaje. Bronca descomunal, marica loca que pierde los estribos y le da la del pulpo a tu amigo Héctor. Y, para rematar la faena, le mete tres puñaladas con el cuchillo de la cocina. Una le rompe el esternón, pero no le hace gran cosa. La segunda le entra por entre las costillas y le interesa el pulmón izquierdo. Se podía haber salvado si la cosa se para ahí, si no le da la tercera en toda la yugular. Se desangró en diez segundos, más o menos.

—Entonces, Nico.

—A Nico se lo ha tragado la tierra. Nadie lo vio entrar. Nadie lo vio salir. Sacó dinero en un cajero de Franchy Roca sobre las dos y media de la tarde. No se sabe nada más. Tenemos la matrícula del coche. Supongo que en menos de 48 horas lo tendremos localizado. Eso si no le da por utilizar el móvil o sacar más perras del cajero. De todos modos, tengo a los mejores en el asunto.

—¿Los conozco yo?

—Alonso y Pérez.

Monroy mostró una sonrisa de sorpresa al escuchar los nombres de los dos sabuesos.

—Coño. Starsky y Hutch.

—Joder, no les perdonas lo de aquella vez Sólo hacían su trabajo.

—Ah, claro que sí Pero hazme un favor.

—Tú dirás.

—Diles que yo ya hablé contigo. Que no me vengan a tocar los huevos.

Déniz soltó una pequeña carcajada socarrona.

—Oído cocina.

Ambos rieron. Después la risa se fue apagando como una bengalita de chispas y el comisario volvió a hablar, mirando sus papeles.

—Oye, ¿sabías que Fuentes era divorciado?

—Ah, ¿sí? —disimuló Monroy.

—Llamó su ex mujer hace un rato. Quería ver cómo podía llevarse el cadáver a la península.

—Ajá. ¿Se enteró por la tele?

—No. Eso es lo más raro: el nombre no ha trascendido todavía. Parece que la llamó alguien desde aquí, un amigo de Héctor al que ella no conoce y que no quiso decirle su nombre. La pobre mujer, pensó que era una broma de mal gusto.

—¿Y no sería el propio Nico?

—No. Yo pensé lo mismo, pero el tipo tenía acento canario y éste es asturiano. Tú no sabrás nada de eso, ¿verdad?

Déniz había dicho esto esgrimiendo una mirada de complicidad.

—No. Ni idea. No sabía ni que hubiera estado casado, fíjate.

—En fin. Es muy raro. Además, la llamaron desde una cabina. Joder, en plena era del móvil y a todo el mundo le da ahora por alimentar a Telefónica.

—Puede haber sido algún otro amigo. Héctor era un tipo extrovertido. En todo caso, no está mal que alguien le llore a uno. Que alguien lo recuerde después de muerto, ¿no?

—Sí. Supongo que sí. Que es lo justo —Déniz no terminaba de sentirse a gusto—. De todos modos, sigo pensando que te guardas algo.

—Si me guardara algo, ya se enterarían Starsky y Hutch. Para eso son los mejores.

Déniz sonrió, negando, resignado, con la cabeza.

—Contigo no hay manera.

—Qué se le va a hacer No vengo con manual de instrucciones.

De pronto el comisario volvió a mirarlo con seriedad, casi de forma severa, para decirle:

—Cualquier día de éstos, te vas a acabar pasando.

—Y tú vas a estar ahí para llamarme al orden.

—De eso puedes estar seguro.

22

Monroy volvió a casa a pie desde comisaría. Atardecía y él decidió cruzar hacia la avenida Marítima para, desde el lado del mar, tomar un poco el aire fresco de última hora del día, antes de la que presentía una noche de canícula. Porque, en efecto, el calor y la humedad habían regresado.

Cruzándose o dejándose adelantar por gente que hacía footing, pedaleaba o paseaba, por costumbre o prescripción facultativa, mantenía su vista orientada principalmente hacia la izquierda, donde los pilones eran golpeados suavemente por el mar. Dejó atrás el muelle deportivo y la sede de Cruz Roja. Paró unos minutos a observar cómo salía de la bahía un carguero que debía de ir hasta los topes. Se recordó a sí mismo en buques así, realizando justo aquellas maniobras de salida, al comienzo de una noche cuya madrugada le sorprendería ya en alta mar, junto a veinte o treinta tipos más, aburridos y resignados como él. En aquel tiempo las travesías eran más largas y se hacían más a ciegas. Ahora los barcos eran más veloces, disponían de mejores métodos de navegación y comunicaciones. Todo era bastante más seguro y divertido. Por ejemplo, en su época no había ni vídeo en la sala de recreo, por la sencilla razón de que el vídeo comenzaba a popularizarse justo cuando él dejó de navegar. Uno sólo podía hacer cuatro cosas, además de escuchar aquellos transistores de onda media: hablar, beber, jugar a las cartas o al ajedrez y aislarse de la obligatoria compañía ajena utilizando un libro. Él no era demasiado hablador. Y jugaba mal al ajedrez. Así que bebía y leía. Y sí, ahora todo sería más sencillo y más cómodo. Pero, imaginó, todo sería igual: el mismo olor a combustibles y a salitre, el mismo zumbido de las máquinas, los mismos cambios sofocantes: un viento y un frío indescriptibles en cubierta y un calor asfixiante en el interior; y, sobre todo, el mismo inevitable tener que soportar la presencia demasiado cercana de otros hombres que, por mucho que llegaran a parecerse a amigos no conseguían ser más que compañeros. Después sí. En tierra sí que, unidos por la nostalgia y las experiencias comunes, se convertían en amigos para toda la vida. Pero en alta mar no eran más que eso: sucursales ambulantes del infierno que había que soportar y que te soportaban para que nadie acabara apuñalando a nadie antes de llegar a puerto.

Y eso lo llevó a otra reflexión: ¿cuándo se convierte alguien en tu amigo? ¿En qué momento, en qué preciso instante comienza el conocido a ser una amistad? ¿Cuál es el punto en que un sentimiento de simpatía deja de serlo para transformarse en aprecio, en ese franco afecto que hace que se tienda un puente entre dos personas que quizá no han compartido clases, juegos en el recreo, partidas de baraja, correrías nocturnas, largas jornadas de instrucción militar o interminables travesías marítimas? Por ejemplo, ¿había sido Héctor su amigo? ¿Lo había sido? Y, si lo había sido, ¿en qué momento había empezado a serlo?

Al pensar esto, se sintió indefinidamente triste, como en una de esas largas tardes de domingo de otoño en que llovizna mientras el teléfono permanece indefectiblemente mudo.

Prosiguió caminando. Cruzó por el pasadizo que había bajo la avenida a la altura de la Biblioteca Pública. Bien es verdad que era un gran rodeo para llegar a la calle Murga. Tenía que haber tomado la salida anterior, pero se había dejado desviar por los recuerdos.

Fue al pasar por el túnel, cuando se dio cuenta de la presencia a sus espaldas. A quince o veinte metros, pero siempre sin dejar de seguirle. Un solo hombre. No le veía el rostro. Ya estaba oscuro y, para verlo, hubiese tenido que volverse y prestarle atención, poniéndole sobre aviso. Descartó la posibilidad de un yonqui planeando robarle. Hacía tiempo que ninguno lo intentaba. Con su aspecto no era de extrañar.

Se dejó pisar los talones mientras subía por la calle Bravo Murillo. También al doblar a la derecha en León y Castillo y mientras la recorría con parsimonia, entre la gente que volvía a casa o salía a tomar algo. Cruzó a la altura del Club Prensa Canaria y comenzó a subir la calle Murga. Entonces temió que el perseguidor se hubiese quedado atrás y se paró un instante, con la excusa de prender un cigarrillo.

A ver hasta dónde llegas, se dijo mientras abría el portal y entraba en el zaguán. Antes de coger el ascensor, rompió un trozo de cartón de su paquete de tabaco y lo introdujo en el seno del pestillo de la puerta de calle. Quería asegurarse de que quien le seguía pudiera entrar.

* * *

El hombre que seguía a Monroy lo hacía desde las seis de la tarde, justo desde el momento en que el ex marinero salió del mismo edificio en que ahora lo había visto entrar. Había caminado tras él hasta comisaría y se había apostado en la acera de enfrente. Después de pensarlo bastante, había cruzado para preguntar a uno de los policías que hacían guardia ante la puerta si había otra salida para el público, pues esperaba a un amigo que se encontraba haciendo unas diligencias. Al escuchar que no, el hombre volvió a salir y a apostarse, lo más discretamente, en uno de los parterres del parque romano, desde el cual se divisaba la entrada. Esperó durante una hora interminable y al fin volvió a seguir sus pasos cuando salió. Sabía que no había traído coche, pero se alegró de que no se le ocurriera coger un taxi.

En el portal, miró los nombres en el directorio del portero automático. Iba a tocar en cualquiera de las viviendas, pero, al empujar la puerta, comprobó que ésta se abría. Tras asegurarse de que nadie miraba hacia allí en aquel momento, entró y se dirigió al ascensor.

Al salir, en el 4º, tardó pocos segundos en orientarse. Era la puerta de la derecha. Dio los dos pasos que lo separaban de ella y, cuando ya se disponía a tocar al timbre, observó que la puerta estaba entreabierta y la luz encendida. Dudó un instante entre tocar el timbre o golpear con los nudillos. Y justo en ese instante de duda, sintió cómo alguien se abalanzaba sobre él desde el hueco de la escalera que había a su derecha. Tuvo el tiempo justo de volverse en esa dirección e intentar alzar las manos, pero ya Monroy se le había echado encima con todo el peso de su cuerpo y, mientras lo cogía por el cuello de la camisa, descargaba sobre su rostro un puño que le pareció enorme y que fue lo último que vio antes de una nada negra que cayó como un velo sobre su consciencia.

Monroy no lo dejó caer. Sabía que sería un desvanecimiento de unos segundos. Siguió asiéndolo por el cuello de la camisa mientras reconocía aquella cara de mono, ahora completamente aterrorizada. La cara de simio de Nicolás Lara Blay, el hombre a quien buscaba la gente de Déniz.

* * *

—Lo siento, hombre. Pero a quién se le ocurre acercarte de esa manera —dijo Monroy dándole a Nico un paño de cocina en el que había metido cinco o seis cubitos de hielo.

Allí sentado, aplicándose la improvisada compresa al ojo izquierdo, con el mechón rubio deshecho por la humedad y la camiseta del Canarias Jazz & Más Festival 2004 que Monroy le había prestado (la suya se había roto) parecía aun más bajo e insignificante de lo habitual. Más frágil. Más indefenso.

—¿Cómo se me iba a ocurrir que me habías visto? —Se quejó—. Llevaba detrás de ti toda la tarde. Desde que saliste de aquí para la comisaría. Y, de todos modos, al darte cuenta, ¿qué te costaba dirigirme la palabra en vez de darme una hostia?

—Sabía que alguien me seguía, pero no que fueras tú.

Monroy le ofreció un cigarrillo pero Nico negó con la cabeza. Él encendió el suyo y se apoyó en las librerías que había a su izquierda.

—¿Y cómo te has enterado de dónde vivía?

—Héctor me había dicho que parabas en ese bar el Casablanca Pregunté allí.

—Pues anda que son discretos.

—Dije que tenía que ofrecerte un trabajo.

Monroy asintió y dio un bufido. Tenía que hacerse una idea algo más clara de la situación. Pero antes se permitió una sonrisa de malicia al pensar que el hombre al que la gente de Déniz andaba buscando con su supuesta eficacia, había estado a las puertas de comisaría esperando a que él saliera y, ahora mismo, se encontraba allí, sentado en su salón, arreglándose como podía aquel ojo que ya había comenzado a ponerse completamente morado.

—Bueno, ¿por qué no te entregas? Es más, ¿por qué no te entrego yo?

Nico adoptó una expresión de sorpresa.

—¿Entregarme? ¿De qué estás hablando?

—De que te entregues. La policía te está buscando.

—¿A mí?

—Vamos a ver No te me hagas el nuevo porque te hincho el otro ojo. Claro que te está buscando. Héctor aparece muerto y tú desapareces. Blanco, y en botella, es leche. ¿A quién coño van a buscar, si no? Y, de hecho, ¿por qué ibas a esconderte si no hubieras hecho nada malo?

—Me escondo. Pero no de la policía.

Monroy dio una vuelta por el salón. Sacudió la ceniza en el cenicero de la mesa del comedor y volvió a donde estaba.

—Mira, Nicolás: no entiendo nada. Y cuando no entiendo nada, me pongo de muy mala follada Así que es mejor que empieces a largar ya, porque estoy dudando entre llamar a la madera y darte una patada en el culo. Y a lo mejor termino haciendo las dos cosas.

Nico hizo una pausa, como si buscara un buen comienzo.

—A ver cómo te lo explico Sólo hago lo que Héctor me había dicho que hiciera.

En el silencio subsiguiente, Monroy le arrojó una expresión amenazadora. En realidad, sentía curiosidad y quería escuchar lo que el otro tuviera que decirle, pero sabía que si no le daba un buen empujón no lograría hilar dos frases seguidas.

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