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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Sólo los muertos (5 page)

BOOK: Sólo los muertos
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—Creo que tengo alguno —dijo Gloria—. El de
Lancelot
, me parece.

—Vale. Cojonudo. Si el lunes se presenta un tipo parecido al de la foto buscando cualquiera de los dos, ése es el hombre.

—Y, entonces, ¿qué hago?

—No sé. Puedo andar por la zona y me das un toque.

Gloria pareció tener una idea repentina y brillante. Monroy la miró con incredulidad cuando dijo:

—No. Espera. Se me ocurre algo mejor.

—A ver.

—¿Y si en Ei2 tuviéramos un servicio de boletín de novedades? ¿Y si le pidiéramos los datos? ¿Qué te parece?

Monroy se vio obligado a levantarse para enfrentarse a Gloria y dejar en su frente un sonoro beso, diciéndole:

—Si es que cuando quieres.

6

A Monroy le tocaba los humildes que fuera media mañana del lunes y él tuviera que estar ahí, sentado a la intemperie, con frío hasta en el carné de identidad, en lugar de leyendo el periódico ante un café calentito en el Casablanca, pero se había comprometido con Paco Nieves y no se falta a las promesas que hacen a los niños o a los viejos. Por eso permanecía sentado en el banco de cemento que existía frente a la trasera del gimnasio. Allí, tras la cristalera que ocupaba lo que tendría que haber sido una pared, unos cuantos deportistas de a cuarenta y cinco euros al mes combatían su agobio laboral, su aburrimiento, su depresión, su miedo a la vejez y/o su pérdida de autoestima postmarital (la serie de combinaciones posibles entre estas circunstancias era enorme) sudando sobre bicicletas estáticas, escalones de plásticos y cintas andadoras.

No hablaban ni se miraban entre ellos, pendiente cada uno de su propio simulacro de vida. A Monroy, mientras encendía un nuevo cigarrillo intentando que el viento no le descompusiera el periódico que tenía abierto sobre el regazo (y que hoy no podría leer), se le ocurrió que eran como peces aburridos en una pecera que algún listillo había instalado allí. Y lo más gracioso era que pagaban por serlo.

El primer pez empezando por la derecha, que pedaleaba hasta la extenuación junto a una cuarentona rubia y demasiado flaca que andaba sobre una cinta al ritmo de su emepetrés, era el pez que interesaba a Monroy, el pez al que vigilaba desde el amanecer. Lo había seguido desde su casa en las afueras hasta la tienda de informática que regentaba en el centro, desde donde, tras dar un par de indicaciones a los tres empleados (uno de ellos era una veinteañera pelirroja que no estaba nada mal) se había trasladado a pie hasta el gimnasio.

Monroy pensó por un momento que no tenía por qué esperar allí. Sabía dónde había aparcado su Toyota y que, tal y como había calculado, el tipo no volvería a la tienda antes de tres cuartos de hora. No obstante, dejarlo sin vigilancia suponía arriesgarse a que fuese para otro lado. Y a él cada vez le gustaban menos los riesgos.

Hablando de riesgos, Paco Nieves había estado acertado al describir al individuo: era un animal. No debía de pasar de uno ochenta pero tenía envergadura, con anchas espaldas y brazos fuertes. Llevaba el pelo castaño y rizado y una de esas perillas cortas sin bigote. No tenía el rostro brutal que Monroy le había imaginado. Antes bien, su faz era limpia y clara, lozana, con una sonrisa (el elemento la había prodigado en varias ocasiones a lo largo de la mañana) que impedía pensar en una bestia agazapada tras ella.

Se le ocurrió que todo aquello (como la mayoría de los asuntos de esa índole) se debía a un complejo de inferioridad; a una autoestima escasa que precisaba de la hija de Paco Nieves para sostenerse en pie. Pero los problemas personales del individuo tenían para él una importancia igual a cero. No puedes cometer el error de empatizar con el tipo a quien le vas a arrancar la cabeza de una hostia. Volvió a leer el trozo de papel, escrito con la caligrafía cuidada y pasada de moda de Paco. Carmelo Jiménez Vega, leyó, antes de murmurar Pescadito, pescadito. Como si le hubiese oído desde el otro lado del cristal, el pescadito cesó de pedalear y se fue al fondo del gimnasio, donde estaba la zona de pesas y aparatos de resistencia, secándose el sudor con la toalla.

Dado que el pescadito no era ninguna sardina, sino más bien un marrajo, Monroy se propuso seguirle durante todo el día, observar los terrenos en los que solía moverse.

Desde donde estaba apenas podía ya verlo. Hubiera tenido que abandonar el parquecito, cruzar la calle y acercarse al ventanal, y ese acercamiento lo hubiera delatado. Imaginó la indignación de la cuarentona flaca ante la desfachatez de aquel descarado que se había acercado para buitrearle sus escasas y flojas carnes, porque una cosa es ponerse a caminar en mallas separada de la calle sólo por una lámina de vidrio, como una puta de Amsterdam, y otra muy distinta que la miren a una, oiga.

Calculó que el tal Carmelo emplearía entre treinta y cuarenta minutos más en ejecutar sus series de mancuernas y unos diez o quince suplementarios en ducharse y vestirse (si no tomaba una sauna), así que decidió rodear el edificio y esperar a la entrada del gimnasio, en la acera de enfrente, que presentaba la indudable ventaja de coincidir con un bar piscolabis.

Quería quitarse aquel asunto de encima en cuanto pudiera. En principio se trataba de darle un susto. Había pensado que bastaría con hacerle una visita, pero al calcular las proporciones físicas del pescadito se lo había pensado dos veces. El cementerio está lleno de valientes.

Carmelo tenía unos quince años menos. Y, además, él ya no era el de antes. Había ganado unos kilos y no se movía con la misma agilidad. Tenía que descubrir en qué momento de su cotidianeidad se encontraría en una posición vulnerable y de qué forma podría atacarlo sin que le saliera el tiro por la culata. Siempre contaba con el factor sorpresa. Y con sus redaños, cosa que dudaba mucho que abundara en Carmelo Jiménez.

Todas las mesas del piscolabis estaban ocupadas por oficinistas y empleados que prolongaban desaprensivamente la pausa del café. En la más cercana a la puerta, tres arpías con lejana apariencia de seres humanos empleados en tareas administrativas se dedicaban a poner a parir a una cuarta, quien debía de haberse quedado en la oficina haciendo el trabajo que ellas no hacían desde hacía bastante rato, a juzgar por su cenicero lleno y sus platos vacíos.

Monroy buscó un hueco en la barra entre dos pintores de brocha gorda que desayunaban sándwiches y café con leche y un señor de unos setenta años, de los de mocasines, pantalones de tergal, mariconera imitación piel y polo de Fred Perry. Los ojos del anciano eran marrones. El polo, gris. A Monroy le sonaba de algo su perfil, que aquél mostraba con indiferencia sumido en la contemplación del donut que mojaba en el café.

Tras comprobar que desde donde estaba se veía perfectamente la puerta del gimnasio, llamó la atención del camarero (afanado en ese momento en limpiar la cafetera) con un billete de diez euros que agitó ante sí. El otro, con un faldón de la camisa roja por fuera del pantalón, la piel algo grasienta y unas manos que restregaban obstinadamente una bayeta inmunda, masculló algo parecido a un Buenosdíascaballeroquéleponemos y se quedó esperando a que el nuevo cliente pidiera. Monroy le inspiró una súbita e insoslayable antipatía, quizá por su cabezota rasurada, quizá por su mirada desafiante o, simplemente, porque el billete enarbolado estaba arrugado como los de un vendedor de droga.

—¿De qué son los piscolabis?

—Berros, atúnymillo, atúnyhuevo, atúnypimiento, cangrejo, calabacinosconqueso, vegetal, jamónaceitunasypimiento y mortadelaconaceitunas —recitó de oficio el camarero, acaso por enésima vez en la mañana, con engorro creciente y cara de cada vez menos amigos.

Monroy se dio cuenta de que no caía demasiado bien en aquella plaza y decidió joderlo un poco.

—El vegetal, ¿lleva espárragos?

—No.

—El de cangrejo, ¿es normal o al ajillo?

—Al ajillo.

—Los calabacinos son fritos, ¿no?

—Pues claro.

—Entonces, póngame un cortado y un donut de chocolate.

El camarero se le quedó mirando unos instantes, mordiendo su ira con los molares posteriores y preguntándose si valdría la pena saltar la barra para romperle la cara al gilipollas aquel. Al fin se contuvo y fue a la cafetera acordándose de la leche que había mamado Monroy hacía ya bastantes años.

—Eladio, mi niño, sigues siendo el mismo jodelón de siempre —dijo, de pronto, el anciano que acababa de terminarse el donut y se limpiaba diligentemente la punta de los dedos con una servilleta de papel.

Monroy se enfrentó a él y tardó unos momentos en reconocer a José González Ramón, don José para sus pacientes, Pepita para los amigos cuando él no estaba presente. Al notar que había sido identificado, Pepita mostró una amplia sonrisa y alargó una de sus manos de dedos finos y alargados, con manicura reciente y suavidad de ejecutivo.

—Hombre, don José. Cuánto tiempo.

—Bah, querido Años ¿Cómo estás?

—Pues, mire, más o menos como siempre. ¿Y a usted, cómo le va todo?

—Nada mal, querido. Nada mal. Me retiré ya hace un par de añitos. Y ahora estoy como muy tranquilo. Dedicándome a las aficiones. Para matar el rato. Echando días para atrás, como quien dice. ¿Y tu hombro?

Pepita dijo esto último tocando el hombro izquierdo de Monroy, el mismo que él había inspeccionado hacia diez o doce años (ya ninguno de los dos recordaba exactamente la fecha) y había dado por inútil para el servicio en tareas marítimas, obviando el hecho de que no era el trabajo lo que había provocado aquella inutilidad.

—Cuando cambia el tiempo me da un poco el coñazo. Pero, por lo demás, bien.

—¿Y estás trabajando?

—No me hace demasiada falta. La pensión me da para vivir. Y, para lo que me falta, hago algún apaño, aquí y allá. Pero como tampoco gasto demasiado.

En ese momento, el camarero puso ante Monroy el cortado y el donut y ellos interrumpieron su conversación hasta que el otro volvió a alejarse hacia su adorada cafetera.

—Entonces, jubilado.

—Jubilado y contento. Ahora sí que estoy viviendo la vida, mi niño. Mi cine, mis paseítos. Mi ópera, cuando toca. Y encima, me quedé solito, porque mi madre murió hace un par de años, la pobre.

Monroy recordó a la mujer arrugada y regordeta con la que antes se veía pasear a Pepita por la avenida de Las Canteras casi cada tarde.

—Coño, lo siento, don José.

—Llegó a los noventa, Eladio. Y no tuvo una mala muerte. Así que me quedé solo en la casa. Hay una chica que viene un par de veces en semana para hacerme las tareas.

—Entonces, sigue viviendo allí, en Padre Cueto.

—¿Dónde si no? Yo, de allí, ya no me voy. Total.

Estuvieron un buen rato charlando. Aprovechando que las tres brujas se habían marchado, se sentaron en aquella mesa (que presentaba la ventaja de constituir un buen puesto de observación para Monroy) y recordaron los viejos tiempos, cuando uno era jefe de máquinas en la mercante y el otro inspector médico de la Casa del Marino. Finalmente, recordaron el día en que Monroy se presentó en la consulta de Pepita con el omoplato destrozado, arguyendo que la lesión se debía a una caída en la sentina. Y cómo Pepita, hombre delicado pero firme, le hizo confesar que era, en realidad, consecuencia de una reyerta con tres holandeses en una casa de putas de Rotterdam.

—Siempre fuiste un pájaro de cuenta, Eladio. Pero si alguien no te sacaba de aquellos ambientes, te iban a acabar matando. Por eso decidí que era mejor mentir y darte la invalidez parcial. Así, por lo menos, dejarías la marina.

—Bueno, don José, yo siempre supe cuidarme.

—Claro, como la vez aquella que te dieron las dos puñaladas. ¿Te acuerdas?

—Un fallo lo tiene cualquiera —dijo Monroy, acariciándose el chirlo de la mejilla—. De todas formas, es verdad que siempre me metía en líos, pero por buenos motivos. ¿A que usted no sabe por qué fue lo de Rotterdam?

—Sí lo sé. Aquellos tres le estaban dando una carda de muerte a una de las putas.

Monroy dejó que Pepita fuese testigo del asombro que se asomó a sus ojos desmedidamente abiertos.

—Me lo contó Frades, el gallego aquél que solía ir contigo. Y lo de las puñaladas fue por defender a un moro de dos belgas cabrones que iban a por él porque decían que les había quitado un dinero. Eso sí: era verdad, y tú lo sabías.

—Sí, aunque lo que pasaba era que en aquel barco los europeos tenían trato de favor. Y, además, no hay derecho a que un par de hijos de puta te tiren por la borda por treinta francos, que era lo que el pobre inútil les había cogido.

—Eso a ti ni te iba ni te venía. Según Frades, tú, al moro, ni lo conocías casi.

—Vale, pero no me gustaba el abuso. ¿Qué se le va a hacer?

—¿Sabes qué, mi hijo? Este mundo está lleno de hijos de puta y de abusadores. Y no hay más mundos que éste. Pero no puedes con todos. Nunca vamos a poder con todos. A veces hay tomárselo con calma.

Monroy permaneció en silencio, observando las cenizas que acababa de sacudir de su cigarrillo. Regaló una sonrisa comprensiva a Pepita. Sabía que el médico tenía razón. Justo en ese instante, vio al pescadito salir del gimnasio y se levantó precipitadamente.

—Bueno, don José. Un gusto verlo. Me voy a tener que marchar —dijo, tendiéndole la mano.

Pepita miró alternativamente a Monroy y a la calle, donde adivinó algo extraño, dada su repentina puesta en marcha. Sacó una tarjeta de su mariconera y se la dio.

—Vaya, supongo que ése es uno de tus «apaños». Si pasas por Padre Cueto, no dejes de visitarme para echarte un cafecito.

—Le cojo la palabra, don José. Cuídese —dijo Monroy intentando no perder de vista al individuo, que caminaba ya en dirección a su negocio de informática.

7

Monroy llegó a casa alrededor de las once, con la cabeza embotada y la sensación de haber perdido un día de su vida siguiendo a Carmelo Jiménez Vega, ahora ya el pescadito para los restos. El individuo, después de salir del gimnasio, había estado en el negocio hasta mediodía y, tras echar el cierre, había almorzado un menú en un restaurante cercano, antes de dar un paseo hasta las cuatro, cuando volvió a la tienda, a cuya puerta esperaban ya los empleados. No había vuelto a salir de allí hasta las ocho, hora en que echó el cierre y fue a tomar unas cañas con uno de sus empleados al mismo bar en el que había almorzado. Después, sobre las nueve y media se había retirado en buen orden a su casa, hasta cuyas mismísimas puertas Monroy lo siguió, más por empecinado rigor que por necesidad.

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