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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Sólo los muertos (11 page)

BOOK: Sólo los muertos
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Fue entonces cuando Fárez los conoció. Llegó hasta Lupescu mientras hacía un encargo para su anterior jefe, vicepresidente de banca, que le había solicitado conseguir polvo para una fiesta. Consultados los proveedores habituales, que andaban escasos de mercancía de calidad, acabó citándose con Lupescu en un pub de Dos de Mayo, donde el trato fue ultimado. Después volvió a acudir a él en varias ocasiones y con propósitos parecidos. Al fin, habían acabado entablando una especie de amistad, una camaradería algo confiada, que abrió las puertas de la casa del Demonio a Fárez. Y Fárez, divorciado y sin hijos, fue atando lazos con Giorgi y con Sara y con su hijo Anatol, nacido en Madrid un año después de su llegada, a quien nunca faltaba un regalo del tío Diego en Reyes, Papá Noel y cumpleaños, y aún sin que viniera a cuento, simplemente, porque al niño se le había antojado un vídeo juego o un discman. Fárez fue testigo de cómo poco a poco, Lupescu y Sara iban sentando cabeza: formalizaban sus papeles, conseguían trabajo, dejaban el trapicheo, consagrándose a su último intento (al menos para él) de tener una vida más o menos digna que les permitiera criar a su hijo. Ahora Sara trabajaba en una boutique del pan y Giorgi se dedicaba a la carpintería metálica. Y, precisamente cuando todo parecía ir bien y estaban incluso a punto de traerse a Emperatriz, todo empezó a ir mal. Primero, lo que parecía un matrimonio feliz, con sus momentos buenos y malos, pero completamente normal, resultó no serlo tanto cuando un domingo, al volver del fútbol con Anatol, el rumano descubrió una carta de Sara diciéndole que había sido muy feliz junto a él y que nadie había sido nunca tan bueno con ella, pero que ya el amor se había acabado y se volvía a Medellín, con su mamita y su hija y que, por favor, no la buscara. Por supuesto, Giorgi se volvió loco. Corrió hasta el aeropuerto, sin conseguir alcanzarla. Por aquellos días, Lupescu se planteó incluso ir a Colombia y seguir su rastro hasta dar con ella. Pero algo más urgente e importante reclamó su atención: Anatol comenzó a sentirse mal y Giorgi lo llevó al médico y el médico vio algo que no le gustaba del todo y comenzó a hacerle análisis y más análisis. Cuando el diagnóstico fue definitivo, Lupescu se planteó la posibilidad de avisar a Sara, aunque fuera por medio de un mensaje de teléfono móvil. Tras mucho pensarlo, se dijo a sí mismo que no, que no la avisaría. Es más, que no volvería a tener contacto alguno con Sara, que, incluso, aquella era la última vez que la nombraba por su nombre, aunque sólo fuera con el pensamiento. Los había traicionado. A los dos. No se merecía ni que la pensaran. Así se lo dijo a Anatol, que con diez años tuvo que hacer el enorme esfuerzo de hacerse a la idea de que su madre había muerto, para siempre y que no le quedaría ni el refugio de la memoria.

Lupescu, enorme, le abrió la puerta en pantalón de chándal y camisilla. Tras darle un abrazo, le hizo pasar al cuarto de estar.

La vivienda era modesta, con muebles de contrachapado o, sencillamente de plástico. Había habido algún intento de embellecer la estancia, con un par de horribles cuadros de payasos, comprados seguramente en algún rastrillo. Por lo demás, había un sofá, una mesita baja de forma rectangular (donde un cenicero abarrotado de colillas y un vaso que debía de haber contenido cerveza acompañaban a lo que había sido un periódico y ahora sólo era un montón de páginas impresas), un centro de ocio con televisión, deuvedé y minicadena.

Lupescu, de pelo castaño cortado al uno y enormes ojos infernalmente azules (que hacían que en el barrio le apodaran Giorgi el Demonio) lo invitó a sentarse en el sofá y le preguntó si quería tomar una cerveza. Fárez negó con un gesto.

—Perdona cómo está todo, Diego. Vine hace poco del hospital. La mami se fue ahora para allá —arrastraba un poco las eses al hablar y sus erres eran algo más suaves. Ése era todo el acento que quedaba de su lengua materna. A veces parecía incluso más extremeño que rumano.

Fárez supuso (Giorgi no se lo había dicho) que mamá Lupescu habría venido de Rumania para cuidar de él y del chico.

—¿Cómo está Anatol? —preguntó Fárez, sin que le apeteciera en absoluto hacer aquella pregunta, pero sabiéndola obligatoria.

Giorgi, que acababa de sentarse a su lado, miró al suelo y meneó su enorme cabezota.

—La quimio no funcionó, Diego. Los médicos dicen que no pueden hacer más. Con los medios que tienen, no pueden hacer más. Fíjate, tiene lo mismo exactamente que tenía el cantante de ópera aquél. O sea, que se podría salvar. Pero yo no tengo dinero, Diego. Mira que lo he intentado. Pedí un crédito, pero me lo denegaron. El trabajo no da para más. A veces he pensado en hacer una barbaridad.

Fárez contempló a aquel hombretón que se desmoronaba un poco más a cada palabra. Decidió que no le apetecía nada que llegara al llanto y verse obligado a darle un abrazo, o algo así. Por tanto, decidió atajar.

—Bueno, vamos a ver. ¿Te acuerdas de lo que te comenté por teléfono, ese trabajo de un par de días?

Lupescu le miró.

—Claro, Diego. Por eso te dije. Necesito dinero. Y rápido.

—Ya, pero espera.

Fárez abrió su cazadora y sacó un sobre con el membrete de Feinberg and Feinberg que depositó sobre la mesa ante el Demonio.

—¿Qué es esto?

—Son unos permisos que tienes que firmar. Mañana por la mañana irá a La Paz una ambulancia medicalizada para llevarse a Anatol a una clínica privada.

Los ojos de Lupescu se abrieron tanto que por un momento fue como si el mar que éstos encerraban fuese a invadir toda su cara.

—No se trata sólo de dinero. El trabajo es para una empresa fuerte. Te pagarán la cantidad que te dije por teléfono, por supuesto. Pero, además, vamos a darle al chico el mejor tratamiento posible.

El rumano abrió el sobre y comenzó a leer los documentos.

—Están metidos en el asunto de las farmacéuticas. Son de los más gordos —siguió diciendo Fárez, consciente de que Lupescu estaba completamente deslumbrado. Ya era suyo—. Que te conste que nunca hacen cosas así, pero esto es un trato de favor que te he conseguido yo. Tengo tecla con el presidente y, para hacer este trabajo, le dije que o lo hacía contigo o no lo hacía.

Giorgi continuaba extasiado en la lectura de los documentos, que no entendía más allá del hecho de que se le pedía autorización para tratar a Anatol, pero que constituían una puerta abierta a eso que optimistas y desinformados llaman «esperanza». Así que Fárez consideró que había llegado el momento de dar la estocada.

—Ahora dime: ¿lo vas a hacer? ¿Vamos a hacerlo?

El Demonio puso los pies en la tierra y se volvió inquisitivamente a Fárez.

—No me diste demasiados detalles por teléfono. ¿Es algo complicado? ¿Hay peligro?

—Un par de clientes. Quizá tres. Ninguno que se defienda bien. No es complicado para gente como nosotros. Y, peligro, el mínimo.

—Estoy oxidado, Fárez. Hace tiempo que no hago algo así. Dije que no volvería a lo mismo.

—Piénsalo, Giorgi: es sólo una última vez. Y mira todo lo que vas a conseguir. Por otro lado, el tipo que ha causado todo el problema no es ningún angelito. Se ha llevado secretos de esa empresa para.

—No. Para —cortó el rumano—. No me interesa saber nada. Cuanto menos sepa, mejor. Dime lo que tenemos que hacer y punto.

Extendió los documentos sobre la mesa.

—¿Me prestas tu bolígrafo?

16

Dondequiera que uno mirase, había policías. De dos en dos, de tres en tres. Uniformados, de paisano, camuflados. Hombres, mujeres, más jóvenes o más viejos. Recién salidos de academia o próximos a la jubilación. En las mesas, en la barra. Entrando y saliendo del local. Bebiendo café antes de comenzar su turno, tomando una caña después del trabajo o comiendo un bocadillo para rematar o aguantar la faena. Saludándose, diciéndose adiós, dándose bromas, preguntándose o contándose cómo ha ido el día, deseándose suerte, charlando. Charlando sobre fútbol, política, trabajo, sexo, el número de categorías del espíritu o la influencia de los
Panchatantra
en la literatura europea, eso a Monroy le daba igual, porque él tenía ante sí, al otro lado de la mesa, a su propio policía, hablando sin parar. Y no se trataba de cualquier policía, sino del mismísimo comisario Déniz (a quien había conocido cuando aún era subinspector), con su cabello ralo y cano cubriendo apenas aquella cabeza eternamente perlada de sudor, con la corbata morada y la americana azul marino bajo la cual Monroy imaginaba una camisa igualmente sudada pero bastante más hedienta, sobre todo en las axilas, las cuales prefería, sencillamente, no imaginar.

—Pues lo que te cuento, chico: ahora le ha dado por lo del Chi Kun, o el Chin Pun, o como cojones se diga —decía Déniz, con tono hastiado, refiriéndose a Paloma, su mujer—. Primero fue el yoga, después las clases de tango, luego el club de animación a la lectura y ahora el puto rollo chino éste. Total: que no hay día que llegue yo y esté ella. Desde que la más chica se graduó y se fue, no hay quien haga parar a esta mujer en casa ni cinco minutos.

Monroy, que conocía a Paloma, la imaginó dándose un revolcón en el piso, buhardilla o vivienda unifamiliar de algún monitor de yoga, tango, chi kun o animación a la lectura, mientras el fofo y aburrido Déniz se recalentaba unos macarrones en el microondas, pero, por supuesto, se guardó mucho de decirlo. Además, sabía que el comisario no le había llevado hasta allí para hablarle de su vida marital.

Le había telefoneado a mediodía para decirle que a ver si se tomaban juntos un cafecito, porque hacía tiempo que no echaban una parrafada. Por tanto, lo que en realidad estaba haciendo Déniz era solicitar de su parte información o aclaración sobre algún asunto policial. Eso aún no lo sabía, pero teniendo en cuenta que el otro llevaba ya sus buenos veinte minutos de monólogo y ya había abordado previamente el asunto del tiempo atmosférico, de la capa de ozono, de lo alocado que estaba el mundo, de lo bien que les iba a sus hijas y de cómo pasaba el tiempo no atmosférico, antes de entrar de lleno en sus quejas conyugales, Monroy supuso que le quedaba poco para averiguarlo.

Y, efectivamente, de pronto Déniz se olvidó de su mujer, miró a la barra, a los dos vasos de café ya vacíos, a Monroy y al camarero que pasaba junto a ellos y preguntó:

—¿Te apetece otro café?

Monroy negó con la cabeza y Déniz miró su reloj antes de ponerse repentinamente serio y decir:

—Vale. Al asunto. Esta mañana encontraron a un tipo semidesnudo y medio inconsciente, amordazado y amarrado a una silla en un edificio en ruinas, por encima de la zona de La Galera. Llevaba allí veinticuatro horas por lo menos. Su coche estaba cerca. Parece ser que se le estropeó camino del trabajo. El tipo se bajó para ver qué ocurría. En esto, aparece un individuo en moto que se ofrece a ayudarlo y, cuando se quiere dar cuenta, el otro ya la ha emprendido a golpes de llave inglesa con él. Cuando se despierta, está atado allí y el motorista, que a todo esto no se quita el casco en ningún momento, le da un concierto de bofetadas en Terrompolacara sostenido y lo amenaza con una hojilla de afeitar, diciéndole que le va a cortar los huevos. Después de acojonarlo un rato, se va de allí.

—Joder, Déniz —dijo Monroy, enarcando las cejas—. Hay que ver cómo está el mundo. Bueno, ¿y qué era lo que pretendía el de la moto? ¿Pidieron rescate o algo?

El comisario puso cara de pocos amigos.

—Mira, Eladio, estamos aquí tomando café tranquilamente, solos tú y yo, en vez de estar tú ahí, en comisaría, metido en una sala de interrogatorios con mi gente, así que ni se te ocurra tocarme los cojones.

Monroy le mostró las palmas de las manos en señal de aceptación de la reprimenda. Déniz pareció quedarse conforme y tomó un cigarrillo del paquete que había sobre la mesa. Monroy le dio fuego y el otro, volvió a una postura más tranquila.

—Sigo —dijo para reclamar nuevamente su atención—. La cosa es que en principio pensé que se trataba de algún ajuste de cuentas, sobre todo porque el elemento, un tal Carmelo Jiménez Vega, se estaba callando algo de lo que le dijo el motorista. Esas cosas se notan, Eladio. Tú sabes. En fin, que me pregunté qué tenía que ocultar el tipo. Y, bueno, nada de drogas ni de fraudes ni de estafas. Pero, a que no sabes qué —Déniz hizo una innecesaria pausa teatral. Monroy ni se inmutó, porque estaba claro que iba a decírselo enseguida—. Pues que el individuo resulta ser el ex marido de Sonsoles, la hija de Paco Nieves. Buen amigo tuyo de la zona del Puerto, de toda la vida. Y, además, el muy animal parece ser que le cascaba a la pobre muchacha. La última vez hace poco, de hecho. Orden de alejamiento Todas esas cosas. Así que el único motivo que se me ocurre para que alguien le haga algo así a ese tipo es intentar ponerle las pilas para que deje en paz a la hija de Paco. ¿Me equivoco, Eladio?

Monroy se pellizcó el mentón un par de veces antes de contestar.

—Supongo que no te equivocas. Si fuera mi hija, es lo que yo haría. Pero Paco Nieves está conectado a un respirador, Déniz.

—Yo no he dicho que lo hiciera Paco.

—Destapa ya el pastel. ¿Qué quieres que haga yo? ¿Quieres que pregunte por ahí quién fue?

Déniz se sorprendió y luego soltó una carcajada divertida que hizo que algunos agentes le miraran desde la barra antes de volver con discreción a sus bocadillos, sus cañas y sus cafés.

—La verdad es que los tienes cuadrados, cabronazo —dijo finalmente—. No te hagas el loco. Yo sé quién fue. Y tú sabes que lo sé. ¿Cómo lo sé? Pues porque el muy gilipollas del motorista se quitó la chaqueta en un momento dado para poder seguir afeitando a hostias al tal Jiménez y el otro vio, durante un momentito sólo, pero con claridad, el tatuaje que llevaba el matón en el antebrazo izquierdo. Una letra K, fíjate, Eladio. Qué casualidad.

Monroy paseó la vista a su alrededor, intentando evitar la mirada burlona y triunfal de Déniz que, por una vez, y sin que sirviera de precedente, lo tenía cogido por los huevos. Finalmente, tuvo que claudicar y se dejó mirar en el fondo de los ojos.

—¿Me vas a detener? —preguntó.

El comisario puso cara de haber olido un cuesco.

—¿Qué dices, hombre? Tú estás bobo. Mira, te digo una cosa: veo casos como el de la hija de Paco todos los días. Y suelen acabar mal. No tengo medios para protegerlas, y se me rompe el alma, Eladio, de verdad. Tengo dos hijas. Si algún hijo de puta les faltara al respeto En fin, la cosa no fue a mayores. Lo que pasa es que tienes que comprender que bueno está lo que está bien. O bien está lo que está bueno. O como coño se diga Tú cumpliste. El tipo se ha llevado el susto de su vida y no creo que se vuelva a acercar a Sonsoles. Pero el asunto se queda aquí. Entiéndelo: si al tal Jiménez le pasa algo, vas a ser el primer sospechoso. ¿De acuerdo?

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