Read Sólo los muertos Online

Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Sólo los muertos (17 page)

BOOK: Sólo los muertos
13.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—De acuerdo —dijo Monroy, yendo a ponerse al volante—. Pero, si me lo quedo, me haces precio con la pintura.

—Si te lo quedas, son dos mil euros. Y luego lo de la pintura ya lo hablamos.

—No sé por qué me da que la vieja lo vende por mil quinientos —le dijo Monroy mientras metía la marcha atrás para salir del taller.

—Cría cuervos y tendrás muchos Mañana me llamas para pedirme otro favor —le espetó el Chapi mientras iba hacia el banco de trabajo donde Dudú estaba ajustando una pieza.

Monroy se acostumbró pronto a la furgoneta. Tomó Paseo de Chil y se desvió para subir por el Barranquillo de Don Zoilo hasta Altavista. Desde allí tomaría la avenida de Escaleritas. Ya había avisado a Paco Nieves de que iría a hacerle una visita.

Casi se había olvidado de que el vehículo destacaba como una monja en un sex shop, hasta que, en un semáforo, una pareja joven que paseaba por la acera de su izquierda se rió de él. Primero ella señaló la furgoneta, le dijo algo a él y luego ambos empezaron a romperse la caja. Monroy asomó la cabeza y espetó al chico.

—¿De qué te ríes, bobomierda?

—De nada, naranjito —respondió el chaval, a quien no salvó la campana, pero sí el semáforo que se puso en verde y los coches que comenzaron a pitar al fosforito para que siguiera circulando.

—Ya te cogeré, machango —le gritó Monroy, arrancando con encabronamiento creciente, acordándose de los muertos del chico, de la lolita y, de paso, de toda la estirpe de Bonifacio el Chapi.

* * *

Sarito insistió tanto y el caldo de papas olía tan bien que Monroy no pudo resistirse a la invitación. Almorzaron los tres, los dos ancianos y él, en el comedor, con profusión de bromas y queso tierno recién traído de Fuerteventura por el hijo de Paco Nieves, que iba allá por negocios dos veces a la semana.

El ex marinero terminaba ahora la segunda taza de arroz con leche, con un aire de fruición que ponía en su semblante la expresión de un niño.

—Ay, cómo me gusta verte comer, querido —dijo Sarito, poniéndole una mano en el hombro—. Si quieres más, hay más, ¿eh?

Monroy la miró con pánico.

—Sarito, me vas a reventar Si ya estoy embostado.

Paco Nieves rió todo lo estruendosamente que sus pulmones se lo permitieron.

—Pero, mi niño, si no has comido nada —insistió Sarito—. Ese cuerpo lo tienes que llenar.

—Sarito, te lo juro: no me cabe ya ni una peladilla.

Ella enarboló una sonrisa mientras se levantaba.

—Bueno, un cafecito sí —propuso.

—Ah. Eso sí.

Sarito fue a poner la cafetera al fuego.

—Mira que es exagerada esta mujer —dijo Paco Nieves, aún sonriente—. Si la dejas, te pone como al que hacía de Perry Mason.

Monroy mostró su acuerdo con un bufido y un gesto de la cabeza.

—Bueno, ahora que se fue para allá. ¿Qué es lo que te hace falta? ¿Tienes algún apuro de perras?

—No. De dinero voy bien. No te preocupes. Pero a lo mejor necesito borrarme del mapa unos cuantos días.

—Y te hace falta un sitio tranquilo.

—Lo cogiste rápido.

—Déjame pensar —dijo el viejo, cogiendo el teléfono inalámbrico que estaba en el aparador junto a él y quedándose con el aparato en la mano mientras repasaba en voz alta las posibilidades—. Mira Ahora mismo tengo un apartamento libre en Maspalomas Pero aquello es un agujero ¿Qué te parece —añadió tras una pausa— si te vas para Teror? La casa está cuidadita. Tiene teléfono y la Internet ésa y todo.

—Hombre, me vendría de miedo. Pero ¿esa casa no la tiene tu hijo?

—Ellos sólo van de vez en cuando, los fines de semana.

—Ya. Lo que pasa es que yo no sé cuándo voy a ir ni cuánto tendré que quedarme. Fíjate, ni siquiera sé si voy con seguridad.

—Eso da igual, Eladio. Si te quieres quedar allí para siempre, te quedas. Al fin y al cabo, la casa es mía. Como si le faltaran casas a este Espera, que lo voy a llamar para avisarlo.

Antes de que Monroy pudiera decir nada más, ya había marcado el número. Tras un instante, alguien contestó al otro lado de la línea.

—¿Carmita? ¿Qué pasó, querida? Bien, bien Todos bien Oye, ¿está tu marido? Pónmelo, anda —mientras esperaba, Paco Nieves sonrió a Monroy y le guiñó un ojo—. Blas Sí, estaba buenísimo Le faltaba un poco de sal, pero a tu madre le gusta más así, qué le vamos a hacer. Oye, una cosita, ¿tú vas a estar esta tarde en la ferretería de León y Castillo? Ah, vale Va a pasar por ahí Eladio Monroy a buscar las llaves de la casa de Teror ¿Cómo que qué casa? ¿Cuál va a ser, zarandajo? La necesita durante un tiempo Eso me da igual Que te estoy diciendo que me da igual Le debemos unos cuantos favores Tú también, aunque no lo sepas Además, ¿de quién coño es la casa? ¿Tuya o mía? Cuando yo me muera haces lo que te salga de los huevos, y tranquilo que me queda poco, pero por ahora te jodes y le das las llaves No lo sé Como si se la queda para él. Eso no es asunto tuyo Y, además, mira, te voy a decir una cosa: esta tarde, cuando cierres, te vienes para acá, que vamos a hablar tú y yo Bueno, se pasa luego por ahí. Hasta luego, mi hijo.

Y colgó. Monroy dijo entonces lo que llevaba rato queriendo decir.

—Joder, Paco, me podía haber ido a la de Maspalomas No te quiero crear un problema con tu hijo.

—Mira, lo justo es lo justo. Y, además, a mí, mi hijo me tiene que obedecer porque sigue siendo mi hijo y porque todo sigue estando a mi nombre y al de Sarito. Y donde hay capitán no manda marinero. Y tú eras marinero. Así que ya sabes que aquí se hacen las cosas como yo diga y punto. Y esto va por ti también —le soltó el viejo, medio asfixiado.

En ese momento regresó Sarito con el café.

—¿Ya se están peleando otra vez? —Preguntó dejando la bandeja sobre la mesa.

—¿Y a usted qué le importa, señora? Métase en sus asuntos —dijo Paco.

Sarito rodeó la mesa, llegó hasta su marido, le agarró fuertemente la cabeza con ambas manos y le depositó un sonoro beso en la frente.

—¡Ay, mi calentón! ¡Que está todo el día enfofernado!

Monroy rompió a reír. Paco, agobiado por el zarandeo mimoso al que le sometía su mujer, protestaba.

—Sí, tú ríete, cabrón Si la tuvieras que aguantar todo el día. Suéltame, mujer, que no soy un muñeco ¡Que me sueltes, coño!

25

Una vez en casa, Monroy preparó un bolso de viaje. Metió en él algunas mudas de ropa interior y calcetines, dos pares de pantalones y algunas camisas y camisetas, un abrigo, un neceser de aseo, algunos libros (una novela de Onetti que aún no había leído, un libro de relatos de Juan José Arreola, Una tumba para
Boris Davidovich
, de Danilo Kis, que andaba con ganas de releer por esos días y las Odas de Hölderlin, en versión bilingüe) y un martillo de carpintero.

También metió las llaves de la casa de Paco Nieves en Teror. Su hijo no había estado del todo desagradable; incluso le había indicado el mejor camino para llegar a El Álamo, la zona donde estaba situada la vivienda y le había dicho que no hiciera demasiada compra, ya que había de casi todo allí. Tras cerrar el bolso, bajó a la calle y lo metió en la zona de carga del Express, asegurándose de que ningún posible chorizo lo viera hacerlo.

Cuando volvió a entrar en casa, el teléfono estaba sonando. Descolgó justo antes de que saltara el contestador y preguntó quién era.

—Eladio —dijo la voz de mujer, algo ansiosa, al otro lado—, soy Isabel.

—Hola, Isabel. ¿Cómo está?

—Pues más preocupada que la última vez que hablamos —dijo ella. Monroy escuchó el inequívoco sonido de un cigarrillo al encenderse: la piedra del mechero rascada por la rueda, la primera calada ansiosa, la primera bocanada de humo cuya expulsión genera un efímero alivio.

—¿La están siguiendo?

—No. No creo. Pero ha pasado algo extraño. Fui a casa de Charly para revisar sus cosas. Había una copia del primer expediente de este asunto.

—¿Y?

—Nada. Estaba ahí. La carpeta, los datos de Fuentes, todo O casi todo. Porque yo había visto esa carpeta, unos días antes de que Charly fuera a Canarias para hablar con usted y ahora faltan algunas páginas, como una hoja con sus datos personales.

—¿Con los datos de quién?

—Con los suyos, Eladio. Con los suyos de usted.

—Joder.

—Bueno, tampoco hay por qué asustarse. Charly, en estos casos, una vez hecho el pago al colaborador, procuraba eliminar cualquier referencia a que se hubieran contratado los servicios de alguien que no fuera de la agencia, a no ser que se tratara de un técnico, o algo así. Lo metíamos en el epígrafe de gastos y ahí acababa todo. Pero la cuestión es que Charly solía destruir esos informes preliminares. Era muy cuidadoso y, cuando el caso se cerraba, se deshacía de todas las copias en papel. Así que es muy raro que de la carpeta sólo faltaran esos folios.

—Entiendo.

—Tenga cuidado, Eladio. Si alguien fue a por Charly por algo que tuviera que ver con lo de Fuentes, es posible que sepan quién es usted y dónde encontrado.

Monroy sintió una fuerte opresión en el pecho. Ahora sí que comenzaba a asustarse de verdad.

—Eso es todo lo que sé por ahora. Si me entero de algo más, le avisaré lo antes posible.

—Muchas gracias —dijo Monroy con una amabilidad poco habitual en él—. Es usted una gran piba, Isabel.

—Y usted no parece tener tanta mala leche como me decía Charly.

—Con las mujeres que me salvan el pellejo suelo ser un poco más simpático.

—Cuídese.

—Usted también. La llamaré si me entero de algo.

—Estoy pensando que a lo mejor prefiero que no lo haga.

* * *

Cuando acabó la comunicación, Monroy se quedó de pie en medio del salón, con el teléfono en la mano. Estuvo a punto de llamar a Déniz. Pero de nuevo se preguntó qué podía decirle y, sobre todo, qué podría hacer el comisario con lo que él le contara. Y, también de nuevo, se respondió que nada, o muy poco.

Fue a la ventana y encendió un cigarrillo. Había oscurecido ya y el aire fresco de la noche lo ayudó a relajarse. Pensó en la posibilidad de salir a dar un paseo. Llegarse, quizá, hasta Cuasquías, que hoy estaría tranquilo, y comerse unos churros de pescado o un poco más lejos, hasta la calle Mendizábal y el cafetín de Los Sobrinos, para tomarse un par de botellines. En uno u otro sitio encontraría amigos. Charlaría sobre tonterías. Cruzaría bromas. Se olvidaría un poco de todo aquel lío. Porque, ahora ya no podía negárselo, estaba otra vez metido en un lío. Como hacía un par de años. De nuevo se estaba jugando el pescuezo por haber intentado ganar un dinero fácil lavando los trapos sucios de otro, más poderoso y bastante más cabrón que él. Y, de nuevo, desconocía exactamente el motivo. Pero, pese a las similitudes, esta vez jugaba con cierta ventaja, porque se había enterado a tiempo y porque estaba teniendo la oportunidad de tomar ciertas precauciones. Sin embargo, no sabía de cuánto tiempo disponía antes de que fueran a por él. Así que no podía perderlo.

Al fin y al cabo, se dijo mientras apagaba el cigarrillo, con la muerte siempre ocurre eso: nunca sabes cuándo te va a tocar. Tampoco vas a pretender un trato de favor. Quizá dentro de cinco minutos aparezca un tipo (quizá dos) en esa misma puerta, dispuesto a quitarte de en medio vaya usted a saber por qué carajito.

Justo cuando se decía esto, sonó el timbre. Instintivamente, apagó la luz. Cogió un cuchillo de la cocina y se acercó sigilosamente a la puerta, cuyo timbre había vuelto a sonar. Al mirar por la mirilla, reconoció los rizos del cabello de Gloria.

—Pero, mi niño, ¿qué haces a oscuras? —preguntó al entrar.

Monroy, para explicar lo del cuchillo al mismo tiempo que lo de la oscuridad, dijo que estaba en la cocina, empezando a hacerse la cena.

—Bueno, yo me voy a ir al cine. Hay una que me apetece ver.

—Ah. Pero yo no tengo el día para el cine.

—¿Y quién te ha dicho que fuera a ir contigo? He quedado.

Coqueta, Gloria se acarició la nuca. Monroy la miró, amoscado.

—¿Y con quién quedaste?

—Con un amigo.

Algo muy duro y muy oscuro debió de instalarse en ese momento en las pupilas de Monroy, porque Gloria mostró un gesto asombrado, como si temiese que él estallara de repente. Pero el otro no dijo nada. Ocultó la mirada y fue hacia la cocina. En realidad, Monroy siempre había temido que llegara este momento. Lo temía secretamente, aunque siempre había fingido, ante ella y ante sí mismo, que no le importaría.

—¿Y qué? ¿Viniste para pasármelo por los besos?

Gloria lo siguió hasta la cocina. No se le ocultó el hecho de que no había sobre el poyo nada dispuesto a ser cortado. Pero ahora, de repente, se sentía mal por haber inspirado aquella reacción en Monroy, aunque, por otro lado, también se sentía contenta de poder despertarla.

—No, vine porque llegó una cosa a tu nombre a la librería.

Monroy se volvió hacia ella.

—¿A mi nombre?

—Sí. Un sobre certificado. Te lo traje por si es importante.

Gloria sacó el sobre de su bolso y lo puso sobre el poyo.

—Lo curioso es que venga a la librería, pero ponga «A. A. Eladio Monroy». ¿Te suena la letra?

—No. ¿No tiene remitente?

—Sí, pero creo que era ficticio: Anacleto Morones —leyó Gloria.

—Gracias. Perdona la molestia.

—No es molestia, mi amor. Es que me extrañó.

Monroy miró el reloj de la cocina. Señalaba las nueve y media.

—Bueno, se te va a hacer tarde para prepararte. Supongo que irás elegante, ¿no?

—Sí. Me voy ya. ¿No me das un beso? —Preguntó, acercándose.

—Seguro que habrá ya quien te bese hoy.

—No creo que me deje besar. La barba de Manolo siempre me ha dado repelús.

Monroy tardó unos segundos en comprender. Justo lo que Gloria empleó en esbozar una sonrisa que acabó convirtiéndose en carcajada.

—Ay, bobilín —le dijo, tomándole la cara entre las manos—. ¿Cómo voy a quedar yo con otro para ir al cine teniéndote a ti?

Sin darle tiempo a decir nada, lo besó y salió de la cocina en dirección a la calle.

—Tampoco me hubiera importado, que te conste —alcanzó a gritarle Monroy, intentando mantener el tipo.

—Sí, sí. Eso seguro —dijo ella sin volverse, satisfecha con lo que, sin lugar a dudas, había que calificar como un triunfo.

Cuando la puerta se cerró, Monroy meneó la cabeza y musitó, con una ternura que él mismo no se conocía:

BOOK: Sólo los muertos
13.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

More William by Richmal Crompton
Selby Surfs by Duncan Ball
She Can Run by Melinda Leigh
Santa Fe Dead by Stuart Woods
Sons of Amber: Michael by Bianca D'Arc
River's Edge by Marie Bostwick
El caballero de Solamnia by Michael Williams
A Criminal Magic by Lee Kelly
Bedlam Burning by Geoff Nicholson