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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Humor

El susurro de la caracola (6 page)

BOOK: El susurro de la caracola
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—Soy una ruina.

—Tranquila, mujer, que esto lo montamos con pan nuevo, que este debía de estar ya seco y se ha caído nada más rozarlo.

—Estaba mirando la foto…

—Si espera unos minutos lo verá entrar. Es Marcos Caballero. Marcos es el niño de mis ojos, viene cada mañana, es del barrio y acaba de hacer una película, es su primera película. Se lleva una barra de pan crujiente de cuarto, dos magdalenas integrales recién horneadas y pan de pipas.

Así era cada día. Y así sería hoy porque si esperaba diez minutos «su chico favorito» pasaría corriendo por delante de la tintorería, del bar, del garaje, de la colchonería, de la tienda de móviles, del quiosco de prensa, la peluquería, el otro bar y, en segundos, la panadería. Su panadería. Ocurrió lo que tenía que pasar, abrió la puerta, sonaron las campanillas, observó de reojo su altar venido abajo y, tras un sonoro buenos días entre exhalaciones, Matilde seleccionó el pan, cogieron las dos magdalenas integrales del interior y lo metieron todo en una bolsa de papel.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó con una sonrisa de medio lado.

—Nada, que eres un terremoto y se me ha desmoronado tu retablo.

—Eres una friki. Eso te pasa por hacerme altares de pan —añadió riéndose.

—¡Qué dices! Toma, niño, lo tuyo. Que vaya bien el día —dijo Matilde victoriosa.

Y Matilde recibió sus dos besos y sus mejores buenos días. Yo me quedé paralizada en la esquina de las mermeladas con ganas de llorar y de decirle: «Soy yo, soy yo, soy yo, soy yo, la loca, la desquiciada, la que ha perdido la razón, la que te siguió por la noche, la del portal, la que te mira… Soy yo, Marcos, Marcos, soy la mujer del otro día».

Me quedé arrinconada sin abrir la boca. Agarrotada en la pared. Tenía el cuerpo más recio de lo que imaginaba, era más alto a la luz del día, aparentaba más espigado que aquella noche que le seguí de madrugada cuando se retiraba de la fiesta. Desde el día de la epifanía en la Gran Vía había imaginado muchas veces cómo sería el momento de verle de cerca. Pero, aun habiendo barruntado las mil y una maneras de arrimarme a él, no pude reaccionar. La visión duró los segundos que tardó en abrir la puerta, recoger su encargo, dar los dos besos —equivocados— y caminar a la puerta. Metí torpemente la mano en mi bolsillo donde tenía la foto del cine y la retorcí. Cuando emprendió la salida, volví a aturullarme.

—Espera —le dijo Matilde.

En medio de aquella atmósfera de panes y guiños sentí una punzada en el corazón que volvió a detenerme.

—Quiero que pruebes estas nuevas.

Entonces se giró de nuevo y tomó del mostrador un paquetito envuelto en papel de horno.

—Toma. Ya me dirás.

Marcos le correspondió guiñando un ojo desde la puerta. Ni cuando escapé de mi pueblo con rumbo desconocido aquella noche de Carnaval tuve tanta ilusión, algo se liberó dentro de mí provocando una euforia como no he vuelto a sentir.

La niña de Matilde, de quince o dieciséis años, rebelde sin sustancia, le miraba con fingida indiferencia, como pensando «mi madre está loca, yo paso de famosos». Pero lejos de hacerse la impasible ante Marcos para diferenciarse de su madre, gesticulaba inconscientemente igual que ella, arreglándose la bata con dos tirones, las dos a la vez, mecánicamente.

—Esta niña es una siesa —dijo delante de ella mientras le daba un codazo para animarla a pronunciarse sobre Marcos—. Ay, si yo tuviera tu edad…

—¿Qué? Si tuvieras mi edad, ¿qué, mamá?

—Nada, nada. Esta juventud… —contestaba con aparente melancolía—. ¿Qué desea, mujer? ¿Qué le pongo? Aún no me ha pedido nada.

—Gracias por no delatarme. Qué lerda soy.

Salí a la calle en un estado lamentable, con falta de reservas de oxígeno por el
shock
emocional. Ignoro qué habría sido si en ese momento hago todo lo que llevaba pensado, si en lugar de quedarme pegada a las mermeladas, me planto frente a él, le toco la cara, las manos y… le hablo. Salí a la calle, digo, transformada, y recorrí varios metros hasta que encontré un banco para sentarme. De repente, mi abuela —ya fallecida— apareció sentada a mi lado con los ojos cerrados.

«Creías que estaba muerta, ¿eh?»

Rompí a llorar. Saqué mi libreta y anoté la hora y el horno en el que Marcos compraba el pan, y aproveché para escribir también la lista de la compra para no pensar en una respuesta. No quería acabar como una demente y olvidar todo esto.

Estuve varios días o varias semanas volviendo a la panadería como una clienta nueva del barrio. A Matilde le hacía gracia recordarme que yo era la terrorista de su escaparate, así me llamaba, y a mí me emocionaba especialmente que me tratara con aparente normalidad. Yo ya le había contado que me ganaba la vida haciendo arreglos de ropa y la pedicura a las vecinas de mi barrio (bueno, a ella le dije «del barrio» porque no entendería que viviera a ocho paradas de metro de allí, en Pacífico). Un día, incluso, me ofreció trabajo de verdad, no como mero trámite de cortesía para halagarme. No. Me lo ofreció con toda franqueza.

—Buenas, Matilde. ¿Cómo estamos hoy?

—Pues ya sabes…, sobreviviendo feliz. ¿Vas de compras?

—Bueno…, dando una vuelta. Si quieres, salte a tomarnos juntas un café con leche.

—Anda ya… —masculló la panadera—, con la de trabajo que tengo.

—Pues yo regular. No te creas que me salen muchas cosas.

—Pero ¿vas mal de trabajo?

—Pues tirando, hija, tirando...

—A ver si te busco algo, que eres muy maja y se te ve muy apañada.

Se trataba de ir haciéndome con la geografía de la calle, todo lo que componía su reino, el bar, la farmacia, el otro bar, el estanco… Si unía mi deseo a mi esfuerzo, podía controlar los milímetros y las horas exactas de entrada y salida de Marcos. Y, si unía mi anhelo a mi necesidad, casi podía olerlo antes de que pisara el barrio. La cuestión era verle, sentirlo en la distancia más corta. Según mi madre, las personas que saben mirar saben querer. Sólo deberíamos evitar los besos de aquellos que no nos miran. O nos malmiran.

Exactamente, Marcos volvió a aparecer por la calle cincuenta y ocho minutos después de haber salido de casa y haber sudado su particular maratón mañanero. Pantalones muy cortos dejando al aire sus piernas fibradas, fuertes, sudadera de capucha, ceñida y arremangada hasta los codos, a veces azul, a veces verde. Guapo. Siempre guapo. La zapatera salía de su madriguera diez minutos antes de que el ocasional deportista llegara al portal, para empezar a fregotear la acera y arrojar las aguas sucias por el desagüe cercano al árbol. Pero de esto ya era incapaz de darse cuenta él porque llegaba jadeante, agotado. Ajeno a ella, estiraba las cervicales, buscaba las llaves y abría la puerta de regreso a casa.

A esas horas, ya entraba y salía gente de la sucursal del banco, el bar empezaba a gestionar almuerzos y los espectadores de la calle dejaban de ser estudiantes para convertirse en señoras con el carro hacia el mercado de Barceló, amén de los jubilados en busca de un espacio al sol en los bancos de la parada de autobuses. Desde la calle se escuchaba el portazo de la doble puerta interior y tal vez dentro Marcos abría el buzón, tiraba las hojas de publicidad, seleccionaba las cartas —decenas— y llamaba al ascensor manifiestamente cansado. Cuarto piso, derecha y centro. Tal vez Marcos, dentro de su casa, sintiera la necesidad de relajarse un rato mirando la tele. Tal vez, al desnudarse para ducharse activaba el contestador del móvil con altavoz para escuchar las llamadas desde el baño, abría el grifo dejando caer el agua —ni muy caliente ni muy fría— y tal vez visualizaba su físico frente al espejo para comprobar el avance de su deporte. Las cortinas corridas en los tres balcones impedían ver la vida privada del joven, aunque borrosamente se notaba algún movimiento de su figura tras las telas. Su silueta se difuminaba tras la opacidad del algodón.

A la mañana siguiente, se volvía a repetir exactamente la misma escena. Pantalones muy cortos dejando al aire sus piernas fibradas, fuertes, sudadera de capucha, ceñida y arremangada hasta los codos, a veces azul, a veces verde. Guapo. Siempre guapo. La zapatera que mira, las aguas sucias, los estudiantes, la persiana, los autobuses, el portazo.

Uno de aquellos días, al volver de su habitual maratón, me preguntó la hora. Le dije —sin mirar el reloj— que eran las nueve y veinticinco minutos, y me giré rápidamente hacia la zapatería totalmente azorada.

—¿Usted estaba aquí antes? —me preguntó.

—No, no.

—Me ha parecido verla cuando salía de casa.

Aquel día significó un tapón en mi vigilancia. Fue un relámpago de una intensidad irrepetible. Durante unas décimas de segundo pensé que mi plan se venía abajo. Dejé de deambular por su calle y me escondí durante semanas. Volví a casa perpleja, tratando de visualizar sus palabras y su mirada dudosa cuando me preguntó «¿usted estaba aquí antes?» y «me ha parecido verla». Era cierto que descuidé un instante la discreción por cansancio, me había quedado dormida en la parada de autobuses durante toda la noche esperando que llegara de una cena con amigos que nunca se terminaba. Me habían echado de la puerta del restaurante al verme vagar maleante del número 50 al 60 con demasiada inquietud y no tuve más remedio que huir hacia su portal para quedarme a esperar su llegada. Fue un error de principianta que pagué con un alejamiento voluntario y temporal de su zona. Sin embargo, había descubierto mi punto fuerte: era una total desconocida para él. Y ese era su punto débil: que yo le era invisible.

La idea de que podía entrar en casa de Marcos no me dejaba concentrarme. Tocar sus cosas, notar su perfume en el aire o incluso el de su piel.

7

«Es necesario buscar un acercamiento», me dije mientras me acostaba. En lugar de aproximarme, estaba huyendo. Tenía la impresión de que, al quedarme plantada allí (mi maldita suerte), Dios me castigaba. La vida entre dos exige que uno decida y yo estaba al ralentí, con el motor parado, segura de ver que podría caminar pero sin poder hacerlo. Así que asumí que estaríamos separados durante quince días. Pasé las primeras mañanas haciendo todo a otro ritmo; me levantaba más tarde, me quedaba acurrucada en la cama procurando continuar mis sueños ya despierta. Daba la vuelta a la manzana en dirección contraria a la habitual para verlo todo distinto (no me había dado cuenta de que los carteles por detrás no son carteles, no son nada). Canturreaba: «Te tengo cerca…, te tengo cerca…, te siento cerca…». De momento no iba a mover un dedo para retenerlo.

En ese estado de gracia estuve tres días. En soledad, uno descansa. Porque esta soledad era ya una soledad compartida. Intuí que salir a la calle por su zona podría tener consecuencias, pero debía mantenerme fría. Marcos Caballero era, evidentemente, un chico maduro para su edad, pero no podía dejarme llevar por la emoción. Recuerdo que bajé a comprar al mercado, y en la frutería Mercedes reparó en mi palidez y me preguntó si me iba a desmayar.

—Estoy bien, yo creo que estoy mejor que nunca.

—Pues, hija, no lo parece. Llevas una cara que si fuera tú me iría directita al ambulatorio.

—Es que… ¿Son de hoy los melocotones?

—¡Pues no van a ser de hoy si te los llevaste ayer!

—Yo me llevaría sandía, están saliendo todas buenísimas. Si quieres te abro una y te la llevas —apuntó su marido.

—Bien.

—Estás bien pálida. Estás pálida… como la sandía. ¡Abre otra, Julián! —dijo Mercedes riéndose.

Seguía teniendo atravesada en la garganta la intensidad de nuestro cruce de palabras. Comprendí que, aun estando el uno al lado del otro, nos encontrábamos todavía en estadios diferentes. A él le faltaba la…, no sé decirlo, toda esa carga emocional que yo depositaba en cada milímetro de su cartografía. La realidad había hecho que nos cruzáramos, además me había hablado, incluso debió de mirarme a los ojos. Entre aquellas personas, en el mercado, flotaba como una aparición mariana, de hecho no tenía la certeza de que estuviera pisando el suelo adoquinado. Tuve que apuntarlo en mi libreta para no olvidarlo.

Esa misma tarde salí a la calle y bajé hasta el centro de salud a mirarme. Compré de camino gominolas (moras negras) y me las comí en la puerta de la consulta. Era una costumbre de aquellas tardes de cine con mi marido, ahora también estaba viviendo una película y cargué con una bolsa. Mientras saludaba a los que llegaban a la sala de espera fingía que les escuchaba cómo me contaban sus dolores, pero estaba pensando qué hacer con mi nuevo propósito. Me imaginaba invadiendo el piso de Marcos. De proponérmelo, habría sido una gran fabuladora. Tenía una imaginación espumosa. Bette Davis era la portera del edificio de Marcos, me daba varios montones de cartas para el actor y yo me subía por las escaleras agitada. Irma la dulce subía acompañada de su perro y un hombre fibroso. La del segundo era Lauren Bacal, salía en bata para dejar pasar a Humphrey Bogart, que llegaba fumando. La niña de
El piano
bajaba corriendo con una pelota roja que se iba inflando al dar botes en los escalones, vestida extraña como sacada de otra película. Yo me vi clarísimamente entrando en casa de Marcos, con mis llaves, como si fuera la asistenta. Todo lo imaginaba en blanco y negro. Puse sábanas blancas limpias en su cama y abrí las ventanas de su habitación para que se ventilara la estancia, recogí la ropa sucia del suelo y puse una lavadora, dos; ordené los geles y champús del baño y tiré los que estaban casi agotados. Dejé el acondicionador, la espuma de afeitar, las cremas, el colirio y el cepillo con la pasta de dientes en el mismo hueco de la repisa, bajo la lamparita. Perfumé la cama con su colonia y me puse a ordenar el armario replanchando las camisas arrugadas por el desorden y cosiendo alguno de los botones. El cuarto de Marcos se me aparecía algo descuidado y en la mesilla oriental había notas que no quise leer y libros y revistas de moda de meses anteriores. Las llevé al salón y las dejé repartidas en varios montones del revistero; pasé la aspiradora por toda la casa después de ordenar las isla, ahuecar los cojines del sofá y limpiar los ceniceros. Eché más colonia. Solía criticar a las personas que se dejan los ceniceros llenos de colillas y ceniza reseca, pero a Marcos no. Cuando queremos, tenemos que aprender a aceptar al de enfrente. Seguramente en esa casa había invitados cada dos por tres y poco tiempo para organizar su vida. Tan joven. Me probé una de sus camisas al volver a su habitación y sentí, entre el humo de mi fantasía, que lo tenía abrazándome y diciéndome «te quiero mucho» al oído. Al colocarme la camisa sentí la sutil ternura de su juventud envolviéndome como el humo. Me probé también una de sus camisetas y acaricié alguno de sus zapatos de piel, todos negros, y aproveché para limpiarlos a fondo. Al acabar, di una vuelta por la casa y me gustó el resultado. Me senté en su cama y esperé.

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