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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Humor

El susurro de la caracola (2 page)

BOOK: El susurro de la caracola
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He dejado guardadas las carpetas para seguir mañana empapelando mi espacio y conseguir la sensación de que puedo verle cada mañana al abrir los ojos. Algunas prefiero dejarlas guardadas para que no se estropeen, las he barajado tantas veces en busca de sus emociones que me conozco de memoria todas sus euforias, sus zozobras y sus triquiñuelas para fingir estados de ánimo. Ahí te pareces a mí. Te pareces muchísimo a mí.

Antes de bajar a las zonas comunes he sacado cuidadosamente una foto de la carpeta azul; es una imagen que ha dado la vuelta a los quioscos a pesar de estar desenfocada. La foto me llamó especialmente la atención por algo que me desconcertaba. Se les ve fracturados, sudados... Nunca me han gustado las bocas gruesas, es un presentimiento que barrunto desde que mi abuela me dijo que al abuelo le partían la cara cada noche en prisión —qué paradoja haber imitado sus pasos—, y ahora cuando veo ese tipo de bocas hinchadas y rígidas, siento que todo empieza a torcerse. El abuelo murió por culpa de la guerra, le delataron y fue encerrado, y yo desde entonces empecé a cogerle manía a todo lo político. Mi madre, en esto he salido a ella, me mimó en el rezo diario y fue calcándome sus premoniciones. Tenía todas las supersticiones del mundo que yo también he heredado. Yo le tenía miedo, porque se olía el mal como los perros huelen el misterio y arrancan a ladrar mirando a un punto fijo. Ahora me he convertido en una mezcla de los dos, en prisión y supersticiosa. La primera vez que me barrunté que algo negativo pasaba fue en la feria del pueblo, era septiembre, no había hecho más que entrar al recinto de los pasacalles cuando, al mirar hacia la noria, empecé a oír gritos. «Un muerto, mamá», advertí. Al acabar mi premonición empezaron a oírse los gritos que había escuchado en mi interior: una niña de mi edad se había quedado enredada entre los hierros y había caído al vacío.

Esta vez, cuando vi la foto, intuí algo extraño. No me gustaba la chica de la boca gruesa.

«Módulo nueve, abrimos puertas. Salida general.»

El altavoz con el aviso ha sonado en todo el pasillo de forma metálica, no tenía origen, pero se hizo pastoso y bullicioso porque las puertas numeradas empezaron a abrirse electrónicamente para que todas las reclusas empezáramos a salir escaleras abajo en dirección al comedor. Observé mis paredes con las fotografías recién puestas y agarré una que tenía repetida para dejármela doblada en el bolsillo del chándal. Es la forma, la única forma, de que me acompañes en este nuevo lugar.

—Hola, señoras —dije al reconocer a las dos funcionarias que nos invitaban a caminar con prisa. Eran las mismas de esta mañana.

—Salgan todas hacia abajo, al comedor. —No sé ni si me reconocieron porque, aunque cruzaron la mirada conmigo, hablaban sin hacer excesivos movimientos, lo hacían de tal modo que resultaba frío.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó una extraña de coleta y tatuajes que se unió a la fila al mismo tiempo que yo.

—Begoña Rojo. Me llamo Begoña Rojo. —Cuando me pillan desprevenida, suelo inventarme mi nombre, es una barrera que me protege ante los desconocidos.

—Y ¿por qué estás aquí? —me volvió a preguntar. Aquello era real, aquí sí que no tenía necesidad de mentir porque con todo lo que llevaba recorrido durante años, con el cansancio de los mimos mal digeridos y con el agotamiento de seguirle a él día y noche, sentirme ahora entre estos pasillos alicatados de blanco, esto no significaba una entrada al dolor, sino una salida. Llevaba meses chupando miserias, años alimentándome de las migajas del cariño de un chico que no me conoce de nada y al que conozco del todo. Prácticamente del todo. Mientras bajaba las escaleras hacia la planta baja apreté firmemente la foto doblada de mi bolsillo, sentí su cara, sus hombros, sus manos, su aroma. Me quedé callada un momento y sonreí:

—Por amor.

2

«El cine era uno de los más grandes, de entre los muchos que había en una calle que llamaban Gran Vía. Sólo ver sus grandes carteles en color, sus muchas luces encendidas y aquellas letras luminosas […] me hicieron latir el corazón. Presentía que allí me esperaba algo nuevo.»

ANA MARÍA MATUTE

Todo comenzó un domingo en la Gran Vía de Madrid. Un domingo de esos de agosto en los que a las seis de la tarde no hay casi nadie circulando por las calles y el asfalto parece que respira. Yo iba con unas chanclas de goma, lo recuerdo porque me provocaron dos rozaduras que años después han quedado marcadas como dos premonitorios estigmas. En el cine Avenida estaban colocando unos carteles gigantescos anunciando una película de estreno,
Los días más felices
(ESTRENO 29 DE AGOSTO); me quedé embobada desde el otro lado de la calle, bajo un entoldado que me daba cobijo instantáneo, pero sobre todo sombra. La maniobra de los cartelistas era muy lenta y excesivamente mecánica, pero me estaba resultando entretenido ser la única espectadora de la composición de aquel gran cartel. De hecho, soy boba, miré a los lados de la Gran Vía para ver si era la única que estaba prestando atención a aquella lenta y organizada función de montaje en la fachada. El ajuste en vertical sucedía tan pausado que daba la sensación de que el cartel no se modificaba apenas, los obreros subían y bajaban con cuerdas trozos del puzle fotográfico que les habrían encargado montar. A ellos no les deparaba sorpresa alguna la suma de todas las piezas, a mí sí. Por eso me quedé apoyada en la pared a la espera del resultado. De pequeña era de las que elegían una cifra muy alta y contaba del revés hasta que me cansaba, cuando no podía más, sumaba las cifras resultantes y decidía que ese sería el número de la suerte de ese día. Así que estaba acostumbrada a esperar por muy parsimoniosa que fuera la tarea. Esperar es lo único que he hecho en la vida. El cartel me había conquistado porque, aunque sólo podía verse la mitad del título del letrero y un enorme ojo de color verde, era un verde en el que me sentí cobijada.

El calor de aquella tarde de agosto era asfixiante y debía de serlo mucho más para los montadores del anuncio, pero cuando la cara del anuncio quedó totalmente formada…, me recorrió un escalofrío helado. La calle se me hizo enorme. Sentí que se batió a mis pies una convulsión seca, como si hubieran sacudido la Gran Vía a modo de alfombra. El cartel me zarandeó todas las emociones de agosto. Tuve que moverme del sitio en el que estaba y menearme precipitadamente en busca de aire, había perdido la respiración normal. Mis pulmones se habían vaciado sin darme cuenta, estrujados sin oxígeno por una mano ajena, y la agitación me impedía volver a fijarme en el chico de papel. Me estaba ahogando. Por más que intentaba coger aire apretándome fuerte en el pecho para volver a mirar el anuncio definitivamente compuesto, me era imposible. Me apoyé en una de las papeleras de espaldas a su belesa como si todas las fuerzas físicas se me hubieran escapado por los desagües de las aceras. Al llevarme la mano a la frente noté que estaba temblando nerviosa y me desvanecí empapada en sudor.

Minutos después, al incorporarme del suelo, era incapaz de pronunciar todavía su nombre. Me acordé de mi casa, de mi habitación con los cuadros de mamá y recuerdos alojados en los estantes, de la ventana que daba al patio de los gatos; incluso creí escuchar la voz de la abuela con su campanilla de aviso para comer que me devolvió el olor a guisado como si el humo de entonces todavía estuviera alojado en mis ojos impidiéndome ver lo de hoy. El calor era el mismo, tal vez más por la hora, pero me parecía que se apagaba de pura felicidad al saber que todo estaba sucediendo de verdad. En esto vi que había perdido una de las chanclas con la conmoción, la busqué con la mirada y me di cuenta de que se había quedado bajo el entoldado donde antes, tranquila, me había apoyado para ver la faena de los obreros. Sin separarme de la pared, más pegada que antes para sentir la columna segura sobre mis pies, y como si llevara un siglo conteniendo la respiración, levanté de nuevo la vista hacia la luminosa fachada del cine Avenida. Bajo el título,
Los días más felices
, apareció la sonrisa más bonita del mundo: Marcos Caballero. Me había olvidado de Dios.

Durante los tres días y las tres noches siguientes pasé por la puerta del cine para mirar su cara. Con el cansancio de quien ha descubierto el sentido de su existencia, me quedaba analizando cada palmo del cartel como una recién enamorada por un flechazo y conforme pasaban los días establecí una conversación imaginaria con la foto. Estática al otro lado de la acera, ajena al tráfico, le hablaba de mi vida, de todo lo que había pasado, de donde nací, incluso de las veces que había estado enamorada. Estaba hablando con un póster de Marcos Caballero en plena Gran Vía y no me importaba. Supongo que alguno de los que pasaban me vio como una descerebrada sin casa que se pasaba las horas aquejada de gestos absurdos en esa conversación muda. Estaba tan guapo que era imposible no contagiarse de su monumental sonrisa de papel y alojarse en ella. No sólo eso, sino que tenerle allí enfrente me hacía inmensamente feliz, me cambiaba mi visión del mundo y me desempolvaba de un montón de años de abatimiento. Es como si me hubieran dado un meneo por la espalda y me hubieran dicho a gritos: «Estás viva, mírale». Me acababa de quitar de encima esa amargura que algunas mujeres tenemos atrapada en diagonal entre el pecho y la sien. Pero volvamos a aquella tarde de agosto. Como estaba loca de la emoción, decidí seguir estándolo y plantarme bajo los obreros a pedirles alguna copia del cartel.

—¿Qué pasa? —gritaron desde las escaleras.

—Que si tenéis la foto del cartel en pequeño.

—No.

—Puedo esperar, no me importa.

—Que no, que no tenemos.

—¿Por qué?

—Porque… Que no tenemos y punto.

Como no tenían, eso me dijeron para quitárseme de encima, se me ocurrió buscar una tienda de regalos para turistas en la que vendieran una de esas cámaras desechables que acababan de inventar. Resultado, acabé por la calle Mayor sudada y acelerada por las prisas, pero con la cámara en la mano y de vuelta al lugar más importante de Madrid. A esas horas, se estaba haciendo tarde, la Gran Vía ya tenía más trajín de gente y no había manera de sacar una foto decente de Marcos. Marcos. Qué bien sonaba: Marcos Caballero.

Sería una estupidez decirlo en voz alta. Marcos Caballero. Al intentarlo me salió desarmado y arrítmico como el tartamudeo de un borracho.

Tal vez no me había repuesto de la ilusión porque —y esto que voy a decir es muy frecuente cuando me atacan los nervios— impulsiva soy una total desconocida incluso para mí. Así que toqué al timbre de una oficina de seguros que tenía los balcones a la altura directa frente al cartel; se me ocurrió que era la única manera de conseguir una foto perfecta, cara a cara con Marcos. Con el exceso de entusiasmo podía haber esperado a otro día, pero decidí hacerlo aquella misma tarde. Permanecí quieta en los timbres, temiendo que no me abriera nadie o que me preguntaran más de lo que se me puede ocurrir con la imaginación. Sin embargo, Santa Rita a veces se pone de parte de los optimistas. Me abrieron, me atusé el pelo sudado y subí por las escaleras pensando que era la mujer más esperanzada de la tierra, al menos de Madrid.

—¿Qué desea? La oficina está cerrada.

—Vengo a mirar. Quiero pedirle un favor.

La señora de la limpieza intentó cerrar la puerta porque presintió que iba a agredirla al verme sujetándome al marco de la puerta y con una zapatilla agarrada en la mano amenazante. Todavía no me había calzado y andaba con la chancla sin poner, ajena a la pérdida de conocimiento y de sensatez.

—Perdone, es que venía corriendo.

No sé qué le expliqué, ni cómo. Pero Julia, la señora, comprendió el porqué de mis prisas y de mi aturdimiento en dos segundos. Supongo que escuchó todo lo que era incapaz de decir y no intentó averiguar nada más para lo que yo no tenía justificación que darle. Una loca que quería fotografiar al galán. Una fan absurda que acababa de despertar de su monotonía vital con la presencia del actor en la Gran Vía y que en cuestiones prácticas sólo quería sacar una foto desde la balaustrada. Avanzando por el pasillo de las oficinas alcancé enseguida las puertas que daban a la calle, la señora abrió una de las hojas y me dijo: «Ahí está». Distinguió el nerviosismo de mis manos, porque me acarició la espalda con los guantes de látex de limpieza. Áspero y chocante. Lo recuerdo especialmente porque se me hizo ridícula la sensación que tuve, su tacto de plástico me pareció fantasmal, como si la señora no existiera, como si me hubiera abierto las oficinas algún espectro enviado por Marcos.

Los cincuenta minutos que pasé mirando el cartel desde la posición más privilegiada fueron los cincuenta minutos más epifánicos de mi vida hasta ese momento. Julia se apiadó de mí al verme, supongo que no era más que una mujer desprovista de misterio y llena de fantasía. Estuve paralizada en la barandilla sin parar de llorar, sin parar de llorar, sin parar de llorar. Tal y como anunciaba el cartel, eran los días más felices. Decidí que iba a vivir por él, que iba a saberlo todo de él, que iría donde fuera él, que conseguiría conocerlo y contarle toda mi vida, que me lo ganaría a besos, que me hartaría de abrazarle, que dejaría de ser un desconocido para mí desde aquel mismo instante.

—Estoy un poco mareada.

—Pero, hija, ¿no ves que hace una calor horrorosa y llevas una hora mirando el cine?… Te va a dar algo.

—Ya me ha dado. ¿Tiene agua?

—Me imagino: anda, pasa.

El suelo era de moqueta verde, no sé por qué recuerdo esto.

—Coge un vasito de agua. A ver si se te va a torcer la cabeza.

Me puso la mano en la frente.

—¡Pero si estás fría! Dios mío, con la calor que hace.

—¿Me dejará venir otro día? Si no le importa, me gustaría volver al menos antes de que quiten la película del cine, antes de que se lleven el cartel.

Ella sólo dijo: «Bueno». Y me despidió.

Antes de abandonar la habitación me detuve frente a la ventana, miré un instante para amarrarlo todo en la memoria. Luego, me di la vuelta, besé a la señora y salí. Sentí un ligero mareo otra vez. Julia pareció entenderlo todo enseguida.

En la calle era una fan vulgar, otra más de las que a partir de hoy iban a quedarse mirando su foto, pero desde ahí arriba se acentuaba la privacidad de la mirada de frente, más mía, más próxima. No tomé nota de aquella revelación porque, como me dijo Julia, el calor seguramente me estaba afectando demasiado. Tanto que había olvidado hacer la foto para la que había subido en un primer momento y tuve que volver a llamar desde el portal para volver a subir, volver a atravesar las mesas de los ordenadores, volver a asomarme al balcón, volver a llorar y… hacer la foto.

BOOK: El susurro de la caracola
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