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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Humor

El susurro de la caracola (10 page)

BOOK: El susurro de la caracola
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Cuando llegó es cuando empezaron a liarse un porro. Tenía un punto de patética, disimulaba para sacar la mercancía de su bolso haciendo de barrera con ella misma para que no se la viera. Me di cuenta de repente de que era la que dominaba la escena, la que con su invitación a fumar jugaba a ser la líder de los amigos. Hablaba tocándose la melena de un lado a otro, pasándose la mata de pelo de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, se lo enredaba a modo de moño y volvía a soltarlo. Me dieron ganas de entrar y arrancárselo a tijeretazos. Sabía que estaba siendo observada por algunos de los clientes porque saludaba insistentemente a otros conocidos llena de amaneramientos y disfrutaba de acercarse a Marcos, colgarse de su brazo y dar dos caladas al canuto.

Intenté sentirme culpable por estar siguiendo todos los pasos de Marcos, pero no lo conseguí. Era muy extraño de explicar, me molestaba verle en esa intimidad tan personal y desconocida, sin embargo al mismo tiempo disfrutaba de mirarle, de observar sus gestos, de verle con sus amigos. Temblaba incluso de emoción al verle tan cerca, tan alto, tan guapo, tan feliz. Marcos se mordía el labio inferior muy a menudo, parecía un tic que se le activaba cuando se evadía de la conversación y pensaba en otras cosas, se quedaba ausente mirando entre las botellas de licores traspasando la mirada perdida hacia la calle. Cuando, en cambio, le gustaba la charla, no dejaba de tocarse el lóbulo de la oreja. Asumí el riesgo y pasé a la barra.

—¿Has leído lo que han publicado?

—No, cuenta.

—No poco, seguro que lo sabes.

—¡No, coño! Cuenta.

—Dicen que te nominan por tu papel en la peli. Que estás que te sales, tío.

—¿Dónde lo has visto? Ya me gustaría… —sonrió.

—Te lo dije, la peli está genial, tú te sales. Los dos sabíamos que te había tocado el gordo con el papel.

—Hombre, me lo curré bastante. No ha sido lotería, no jodas.

—A ver si me entiendes, no me malinterpretes. Ha sido la bomba, te toca un caramelo, te sale bien y… ahí vamos…, ahora te premian. Un año redondo.

—Mola.

—Eres lo más, tío. No te quejarás de la suerte que tienes, ¡qué más puedes pedir! ¿Cuántas ofertas tienes? Te has mamado la suerte, tío.

—Ahora estoy hecho un lío. No sabía que iba a salirme tan bien. La verdad.

—Pido cuatro cañas más —dijo ella dirigiéndose a la barra.

—Eso, pide otra ronda. —Los dos levantaron los vasos fingiendo un brindis—. Ha ido bien, ahora espero que no se tuerza, que no quiero darme un ostión después de una peli así. Cruzo los dedos. Desde pequeño nunca he sido un tío con mucha suerte…

Me mató esa frase. Clavé los nudillos en la barra del bar Palentino hasta que el anillo se me marcó en la piel y empezó a sangrar. No me di ni cuenta. «Desde pequeño nunca he sido un tío con suerte…» Lo único que podía hacer era escuchar. Me llevé la mano a la boca para lamerme el corte, lamiéndome la herida como los perros. Lo estaba escuchando todo de espaldas, con el reflejo de sus caras en el espejo de los precios escritos de colores. Saqué del servilletero el papel suficiente para parar la llaga y alguien se movió a mi lado. La pava se había hecho hueco entre la clientela para pedir las cañas y la sensación fue comparable a cuando sabes quién es el asesino en las películas y necesitas gritarlo al infeliz que no lo sabe. No dejaba de moverse inquieta. Estábamos brazo con brazo en una extraña intimidad momentánea, molesta. Ella se hizo hueco a brazadas y le susurró al camarero: «Ponnos cuatro cañas más», así dicho despacio, con la lentitud minuciosa que da el hachís.

—¿Te pongo algo? ¿Cacahuetes? ¿Algo salado? ¿Patatas?

—Ponlo en la cuenta de Marcos, que paga él. —Guiñó el ojo.

Estaba deseando sacar las tijeras con las que recortaba las fotos de las revistas y volverme esquizofrénica en medio del bar. Me miró de reojo. Sonreí para evitar que leyera mis pensamientos. Allí donde mirara de su cara sólo veía labios, unos labios hinchados, gruesos, artificiales, absurdos. Olía a porro. Acababa de encender otro y aspiró el humo profundamente para soltarlo mirando el techo del bar. Se me había quedado la frase de Marcos, «desde pequeño nunca he sido un tío con suerte».

Aquella tarde no pude disimular mi desánimo, me entristecía que se sintiera desafortunado. Ni siquiera podía abrazarle para llevarle la contraria o para borrarle esa sensación. Me sentí rara. Me sentí fuera de lugar en el Palentino. No podía participar ni de la conversación.

—Yo tengo unas pruebas la semana que viene —dijo Hugo o Rubén cuando se acercó ella con las cañas—. Mi agente me ha buscado un papel para una serie. Tiene confianza en mí para el rol de enfermero. A ver, no es un papel de puta madre, pero en las series si va bien te forras. Dos temporadas y subidón. Me ha puesto en contacto con el director, que resulta que fue profesor mío en la escuela, el de análisis.

—En la otra te fue de escándalo —le recordó Marcos efusivamente—. Ya me hubiera gustado estar en un curro tanto tiempo seguido.

—A ti te pueden llamar ahora para cualquier principal.

—Estoy pendiente…, es mi primera película. No cantes victoria.

—Yo no me quiero hacer ilusiones —dijo el otro resignado.

—Pues mira, mientras te haces ilusiones eso que te llevas. Así has recorrido medio camino. Luego si no sale, pues no sale. A mí me salió la peli y… buff.

—¡Somos actores! ¿No? —soltó el amigo en tono grandilocuente.

—De vez en cuando —dijo Marcos—. De vez en cuando.

—¿Cómo?

—Es una broma, pavo. Lo somos, claro que lo somos —aclaró Marcos para que el otro entendiera la ironía.

—¿Queréis una calada? —llegó ella con una sonrisa de fumada.

Sentí que había llegado la hora de irme. Pagué mi café con leche y salí a la calle. Desde fuera la escena era la misma, me giré desde el quiosco para verle como si le deseara buenas noches.

«Buenas noches.»

Era consciente de que probablemente parecía una idiota. No eran horas para estar pendiente de Marcos, pero se me pasaban las horas mirándole y acariciando su cercanía. No sé cómo lo conseguía, pero me olvidaba de mí si lo sentía a pocos metros. Esa noche eran ya las dos y había bastante silencio. Lo que sucedió entonces es una prueba de que los sentidos se comportan de otra manera cuando estás fuera de ti a cuando la serenidad te domina. Me asusté bastante andando sola camino de casa. Primero oí unos susurros, luego me pareció que me seguía un grupo de borrachos por la calle de la Madera, aceleré el paso, iba notando sus risas por detrás mucho más cerca, el destino parecía escrito a esas horas en las que debería estar en casa. Corrí más aprisa y giré la esquina, pero al salir a la bocacalle estaban de nuevo, me parecían cuatro, cinco, tal vez más, no quería girarme para que no percibieran mi miedo. Me apreté los brazos contra el pecho como si quisiera asegurarme a mí misma y empecé a rezar las cuatro cosas que me venían en ese momento a la cabeza. Les oía el eco del entusiasmo que llevaban entre ellos y me estremecía porque no me cruzaba a nadie por las calles. Aquellas voces me tenían desconcertada. Roncos, desagradables. Pensé en meterme en un portal para fingir que buscaba las llaves y que estaba ya en casa. No soy tan audaz y no estaba segura de que fuera a ser la decisión más acertada de la noche. Seguí acelerando el paso hacia arriba más temblorosa que nunca. Les podía notar el aliento en la espalda, casi escarbándome en la nuca. Como si se estuvieran riendo de mí con esas voces sucias. Tropecé en uno de los contenedores de basura y me vine abajo. Me derrumbé.

—¡Se ha caído! —escuché cuando se acercaban.

—Irá borracha.

—No se encuentra bien —dijo otro—. No está borracha.

—No me hagáis nada, por favor —supliqué.

—Señora, no vamos a hacerle nada. Nos parecía que iba tambaleándose. ¿Quiere que la acompañemos a un taxi?

—No, no, no quiero nada.

—¿Lo ves? Está borracha.

—Dejadme, dejadme, ¡dejadme todos! —repetía todavía nerviosa.

No estaba borracha, estaba herida de culpa. Así me dormí. Acurrucada entre los contenedores, tumbada de lado y pegada a la pared. No podía continuar así, no sabía cómo seguir. Efectivamente, me estaba comportando como una idiota y podía caer en el trastorno. Me había dejado llevar por algo que no sabía explicar y que, en realidad, necesitaba. Al día siguiente era martes, ya era martes de hecho, salí de mi pozo en dirección a la parada de metro para irme a casa. Tomé primero un café con leche en la cafetería de los churros durante un tiempo indeterminado, tal vez mucho, me dolía todo el cuerpo. Yo, claro, esta vez ni canturreé
Moon River
, ni la naturaleza me permitía estar centrada. Además, la noche me dejó una voz rota, desconcertada; llevaba horas aguantando las ganas de llorar y ese tipo de angustia no mejora la voz para ponerse romántica. Matilde la panadera venía caminando por la calle sin el delantal blanco (por eso no la reconocí), de verde pistacho y peinada con moño, se quitó las gafas de sol y avanzó hacia mí como un huracán.

—Pero ¿qué haces aquí? ¿Cómo no has entrado esta mañana? —me preguntó lozana como siempre.

—Tengo pan de ayer, me quedaba media barra y la he metido en el congelador… —Desvié la conversación—. ¿Y tú? Qué guapa de buena mañana.

—Voy a la peluquería, bueno, vengo. Es el cumpleaños del pequeño de mi hermana.

—Hala, hala. Pues a pasarlo bien. Venga —le dije despachándola con una sonrisa.

—Tú tienes cara de cansada, no será una recaída..., no me digas que vas mal de trabajo… Te dije que te voy a buscar algo.

—Gracias, Matilde.

—Y, sobre todo, cuídate. Pásate por el horno, le hará ilusión a las chicas. Creo que la pequeña me dijo que quería que le arreglaras un jersey de cuello vuelto, uno que le encanta y al que ya se le han ido los puntos del codo; ya sabes cómo son, se ponen las cosas cuanto más gastadas mejor. Yo, por mí, se lo tiraba, pero me mata. Me sobrepasa que tenga tan buen cuerpo y se vista como una hippy, va hecha una trasto, con lo mona que es. Yo a su edad…

Matilde no iba a ningún cumpleaños. Era martes. Sentí que ella estaba guardándose un secreto. Lo noté en su mirada furtiva ajena a la verdad y por lo habladora que estaba a esas horas. Iba disfrazada, más maquillada de la cuenta… Ese tono estridente que delata la clandestinidad. Qué curioso, pensé, todos guardamos secretos. Sé cuándo alguien se guarda una confidencia para sus adentros porque en mi familia todos hemos guardado secretos bajo los ovillos de lana. Todos.

Me comí un bocadillo de sardinas en el bar para coger fuerzas, junto al mostrador. Quería pensar que todo lo había soñado, que era producto de mi mente desordenada y febril, pero me empeñaba en creérmelo, y me descompuso verme tan descentrada. Sin más remedio que admitir que estaba dejando de ser la mujer que se merecía Marcos, la facilidad con la que estaba desordenándome era típica de quien se vuelve loca, loca de amor. Ni estaba para perder los estribos, ni tampoco para levantarme derrotada de entre dos contenedores. Tal como estaba, en el límite de la confusión, lo que debía era volver a casa. Pero no a la casa física, sino a la mental. Ducharme, tumbarme boca arriba, abrazarme a los recuerdos más hermosos y admitir que debía pasar a otra fase. De hecho, estaba tan ofuscada que no fui consciente de que me había cruzado con él al salir de la cafetería hasta que caminé unos metros y descubrí que el perfume que se había alojado en mi cerebro era el suyo. Me giré y me puse nerviosa, pasmada pero histérica de emociones. Lo reconocería en una manifestación de periquitos y gatos malolientes, por eso me giré. Me giré y estaba allí, de carcajadas con los dos hombres y decía algo de que «todo irá bien, siempre irá bien» mientras agarraba de la mano a la chica rubia de boca gruesa o ella lo agarraba a él. Murmuré bajito: «Todo irá bien, seguro que todo irá bien», haciéndome cómplice suya. No me vio porque los fotógrafos empezaron a asediarle con sus flashes en una cruel batalla de empujones y voces por la acera, pero tuve el tiempo justo para darme cuenta de que se escapaba de la mano de la chica al segundo disparo de flash, la de la boca gruesa. Supongo que para no regalarles la foto.

Seguí caminando más relajada hacia casa, tal vez menos anestesiada que antes y con sus carcajadas de fondo como una música que me acompañaba segura pero dolorida. Al miércoles siguiente salió esa foto en las revistas. La que acabo de pegar en mi celda junto a la del reportaje en la playa. Se nota mucho en esta foto que estaba de descanso, se descuida un poco, no se afeita y repite camisetas, algunas que sólo se pone para correr por las mañanas. He seguido colgando algunas fotos en mi nueva pared, pero ahora las más sentimentales las estoy dejando apoyadas tras la ropa que he dejado doblada en los estantes encalados de yeso. No quiero que les dé la luz desde el ventanuco por si se me las come el sol y se quedan blancas. Quiero que mi mural, aquí, en esta celda, sea una sucesión de bonitos recuerdos y no una colección de fotos desteñidas. Sobre todo este retrato con un traje oscuro. ¿De cuándo era? Se nota que iba perfumado.

El aroma me viene de nuevo a la mente. Cual Jean-Baptiste Grenouile. Me empeñé en querer buscarlo una de esas tardes en una perfumería y la obstinación me costó salir borracha de olores. Era como haber bebido y mezclado alcohol. Estuve semanas con dolor de cabeza por mi torpeza. Pero por burra seguí igual, cuando veía una droguería, me colaba disimuladamente para probarme todas las colonias masculinas hasta que se acercaba la encargada.

—¿Desea alguna en especial? ¿Quiere que la atienda?

—No.

Era oírla y un resorte me hacía huir de la tienda trotando. Así, terca e ilusionada, fui peregrinando por todas las perfumerías del barrio hasta que acabé en El Corte Inglés de Preciados. Me propuse encontrarlo en el laberinto de olores de los mostradores; no era fácil, destapando los probadores y manchándome la piel poquito a poco en algún trozo libre del brazo. Al rato me notaba exhausta porque se me mezclaban las colonias y no era capaz de distinguir una de otra, empezaba a ponerme borracha. Además, mi única referencia era mental, debía recordar la primera vez que me crucé con él en su puerta.

Miraba los frascos y evitaba dejarme llevar por la forma o por la presentación de colores de los cristales, por eso distribuí la planta baja de los grandes almacenes como el mapa de un tesoro. Sabía que él, al menos en esencia, estaba allí. Escondido tras las cajas. La nariz se me taponaba a los pocos minutos, después de haber olido cuatro o cinco perfumes. Así que volvía a salir a la calle para dar una vuelta a la manzana y volver a entrar disimulando entre los expositores. El guardia me miraba. Así pasaron tres días. El cuarto, recuerdo que era viernes, me sorprendí cuando una de las dependientas le ofreció a un señor perfumarse de la botella que llevaba entre manos, cerré los ojos, sentí que aparecía de nuevo. Marcos Caballero estaba en el aire.

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