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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Humor

El susurro de la caracola (8 page)

BOOK: El susurro de la caracola
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Entendí que durante años nos paráramos a beber en la fuente de la Alameda como si fuera a aparecer un ángel. «Bebe aunque no tengas sed —me decía a modo de juramento—, la sed llega y ya no tienes fuente, así que bebe.» La fuente cambió de emplazamiento y pusieron un banco circular en el que seguí sentándome cuando mi abuela dejó de acompañarme a la feria.

Mi abuela había sido mujer. Las rosas debían crecer y morir en su sitio. No me asombra: siempre ha sido así. Qué decepción. Empecé a mirar a la abuela —siempre quejosa— de otra manera porque en su descontento habitual y quisquillosa vigilancia estaba escondida la abuela mujer, la que había callado su misterio haciéndose la fuerte. Igual que el ladrón oculta sus pruebas para no ser pillado, ella había ido ovillándose a sí misma de lana violeta. Creí que así debía ser mi vida. Miento. Creí que así no podía empezar a vivir. Durante años soñé que me envolvían de lana como los gusanos de seda se envuelven para suicidarse y me despertaba como una loca arrancándome las sábanas de la cama. Me juré —debería haberme prometido— que no doblaría en cinco pliegues mis ganas de escapar y que ni mucho menos olvidaría mis sueños tapándolos de violeta. Me juré —y a nadie puse por testigo— que mi fuente no sería reemplazada por ningún banco. Y que mi sed habría siempre de ser saciada.

¿Lloré?

9

Módulo nueve. Prisión.

—¿Lloraste?

—Escapé de allí.

10

Esa noche dormí peor. Quizá era una mezcla entre desorientación, tila sedante y ansiedad, pero sobre todo era una combinación a partes iguales de sublevación de la genética y fotografías. Les dije a María Luisa y a la Tere que había empezado a sentirme mal (no mentí) y que por eso tardaría en llegar a sus casas.

—No vayas a ponernos excusas, que últimamente estás muy rara. Tengo unos callos que me están matando. Vente para casa.

—¡Qué voy a estar rara!

—Estás rara. No te peinas, vas como una moderna.

—Pero…

Antes de que pudiera terminar la frase, la Luisa ya me había sacado el tema del enamoramiento. Me lo dijo suavemente, por si acaso:

—Angelita…, no vayas ahora a meterte en una relación, que no estamos ciegas.

—Luisa, luego voy. No tardo. —Quise cortarla.

—Ya verás como estás enamoriscada. Mal amén.

Y le colgué.

Me fui a pasear al parque con ganas de volver a cruzarme con Marcos. Era la sensación de algo primario, algo básico. Verle. Incluso olerle. La persecución de un sueño desordenado… A mí me hubiera gustado que la primera vez, en el cine, cuando me metí entre las adolescentes, se hubiera fijado en mí; que todo hubiera acabado en un bar, sentados muy cerca, hablando de sus cosas, de mis cosas, de nuestras cosas; y que se hubiera hecho tarde con la compañía de una mesa llena de vasos vacíos… y que me hablara de la película, de su próximo trabajo, de sus inquietudes, que me perdonara por haberle gritado tequieros para llamar su atención entre las fanáticas del cine y por parecer una mamarracha como las demás. Bueno, por querer quería que mi vida hubiera sido distinta. Elegí mal seguramente. O no sé.

—El corazón tiene razones que la razón no entiende, dicen.

—Eso dicen.

—Niña, la Tere piensa lo mismo.

—¿Qué decís? —pregunté arrodillada.

María Luisa había metido los pies en agua caliente y la Tere se había apoltronado en el sillón de la ventana con una revista entre las manos. Se había puesto un café con leche y dos gotitas de coñac. Lo único que la aliviaba y le animaba el día. Apestaba. La puerta de la cocina golpeaba por la corriente y fui a cerrarla.

—A mí este chico me parece monísimo.

—¿Quién? Que no me alcanza la vista desde aquí...

—Éste —contestó Tere abriendo la revista y mostrándola en lo alto—. Marcos no sé qué. Es nuevo. Monísimo.

—Marcos Caballero —dije yo desde el suelo.

—¿Y qué dice?

—Que quiere ser actor, que no piensa en el matrimonio y que es ecologista.

—Todos con la misma canción, que si el miedo al compromiso, que si el ecologismo, que si las manifestaciones, que si las políticas… —apuntó Luisa.

—Si quieren que se metan a diputados, ¡qué cansinos!

—¿Éstos? Son drogadictos. Mira qué flacos. Los artistas de antes eran guapos…

—¡Y limpios! Mira las camisetas que se ponen éstos. Es que ni las planchan. Y ellas van hechas unas guarras, que se habrán acostado con los directores. Son como las cupletistas de antes, unas frescas. Y ellos…

—¿Ellos? Vamos, drogadictos. Te lo digo yo.

—A mí me parece muy… formal. —Es lo único que pude decir.

La entrevista no era larga, tenía algo de presentación ante el público y de promoción de su primera película
(Los días más felices)
. Por lo que decía era de esos jóvenes que quieren cambiar el mundo, lleno de sueños y de seguridad a la hora de hablar de su futuro cinematográfico. Comulgaba con la paz y con el ecologismo, decía que le apasionaba el mar, que tenía una colección de caracolas y otra de fotografías de Bette Davis. ¡Como yo! Hablaba de amor, pero sin la sensiblería típica de las revistas tan insistentes en la cursilería, contaba que todavía no pensaba seriamente en el matrimonio y que si lo imaginaba, sería en una capilla perdida en un acantilado.

—Fíjate qué mono. Esto es típico de los veinte años.

—Sigue leyendo.

—Vamos, vamos, vamos.

—¿Qué pasa?

—No muevas los pies, Luisa, que no quiero hacerte daño —le dije.

—… pues que, te leo lo que dice: «Me imagino casado con una chica normal y con muchos hijos por casa».

—Éstos no se casan con chicas normales, se les acercan busconas.

—Con lo mono que parece el muchacho… ¿Tú qué dices, Ángeles?

—Que sí. Que me parece muy mono. Tiene pinta de educado. Y de limpio.

—Bueno, de educado no sé. Está bien, eso sí. Pero no entiendo por qué siempre les preguntan lo mismo. Qué cansinos los periodistas.

—¡Qué van a decir!

La Luisa movía los dedos de su pie derecho en el agua, jugueteando con las burbujas. La Tere leía en voz alta.

—No dice nada de sus padres. A mí me gusta cuando hablan de su familia.

—Di que sí. Que si su madre, que si su padre, que si sus hermanos…

—Hija, a mí me gusta. Cuentan sus cosas y, chica, me gusta. Ya le sonsacarán la vida y la novia de foto en foto.

—… En cuatro días este…, famoso.

—Mira qué bonito. —La Tere levantó la vista suspirando llamativamente para llamar nuestra atención—. Dice que su olor favorito es la hierbabuena, la albahaca y el romero…

Ya lo había leído. Me reconfortó como un bálsamo imaginar sus olores mientras limaba las uñas amarillentas de la Luisa. Estaba tan indefensa que apenas levantaba la vista de sus pies. La otra siguió:

—… y dice que aplasta hojas de flores entre las páginas de los libros, allí donde hay una frase que quiere memorizar.

Me gustó. Supongo que cuando leía, aspiraba el olor de las flores de la misma manera que yo también había empezado a pellizcar pétalos y hojas y a dejarlas olvidadas en las novelas.

—Colecciona caracolas de mar y billetes de metro. Qué raro, ¿no?

—Uy, qué ganas de limpiar el polvo.

—Hija, tendrá alguien que le asee la casa, tienen quien les limpie… —contestó la Tere.

Cada cosa que leían de Marcos Caballero empezaba a almacenarla en mis recuerdos. Afortunadamente, ni Luisa ni Tere tenían conocimiento de nada. Allí donde ellas leían una curiosidad, yo encontraba un motivo más para vivir. De hecho, días después empecé a convertirme en una cirujana de su vida, recortaba cada una de las fotos que iban saliendo en las revistas, escribía la fecha detrás de ellas y las guardaba en la carpeta azul cuidadosamente. Así, entre fotos y recortes, empecé a sentir que el «nosotros» era la persona más bonita del plural.

Sin embargo, en aquel momento yo todavía permanecía arrodillada mientras las escuchaba destripar aquella entrevista. Le empecé a rascar los tobillos a la Luisa, tenía las durezas secas agarradas a la piel.

—¿Te hago daño? —pregunté nerviosa.

—Lo aguanto bien… A ver las fotos, déjame la revista.

—Espérate a que acabe.

—Pues déjame la otra.

—Es la de la semana pasada. ¿Tienes alguna, Luisa?

—Es la única nueva. Si quieres el suplemento del fin de semana, lo tengo por la mesa…

—Léeme el horóscopo, venga.

—No me acuerdo qué eres… —preguntó Tere desde la butaca.

—Acuario. Desde que nací.

Cuando acabé las dejé trasteando, me metí en el metro y me fui al centro. Me dejé caer en un banco de la Gran Vía como si tuviera una conversación con la revista agarrada a las manos. Me empeño en contarle mi vida al primero que me escucha, pero era la primera vez que me veía contándosela a una fotografía con el quebradizo sueño de que los dos fuéramos un nosotros.

En casa recorté la foto con las tijeras de la costura. No sólo era un chico guapo, alto, apuesto, de esos de belleza incontestable, también tenía una llamarada de seguridad en la postura; en pie, con las piernas cruzadas y ladeando la cabeza, su actitud era seductora. Su cara era perfecta, le brillaban los ojos con un punto de melancolía femenina y se apoyaba en un árbol envolviéndose con los brazos. El pantalón era azul, un azul imposible, un «azul lapislázuli», según precisaba el pie de foto. No era común, nada en él sonaba a común. Hasta el árbol parecía escogido para hacer las veces de modelo segundón avergonzado ante Marcos. Vacié una carpeta con recibos de la luz viejos e inservibles y coloqué la fotografía junto a la que guardaba del estreno, aquella que hice desde el balcón, y la del suelo. Coloqué las tres fotografías. Me sobraban razones para estar eufórica, pero seguía torpe, era desde hace un tiempo una mujer poco habilidosa para la audacia. Detrás de cada fotografía escribí en mayúsculas la fecha. Así lo hice con las siguientes. Mi equilibrio se aguantaba ahora en ir todos los miércoles a buscarle entre las revistas para ir almacenando su vida, mi vida. Descubrí que su color favorito era el verde, que leía novelas de piratas y de grandes historias centradas en Egipto, que su comida favorita era el gazpacho sin tropezones y que detestaba el conejo al ajilo, que medía exactamente 1,80, que pesaba setenta y un kilos, que había estudiado en Londres durante varios veranos al mismo tiempo que se ganaba la vida como camarero en una hamburguesería, que admiraba a Sean Penn y a Meryl Streep, que leía su horóscopo de manera enfermiza, que su vocación de actor le llegó un verano en Edimburgo cuando perdió a sus amigos y acabó enredado en un experimento grupal de unos actores británicos callejeros. Hablaba de dos intentos fallidos en dos series de televisión y daba las gracias al director de casting que confió en él para
Los días más felices
. Le gustaba discutir de extraterrestres y de la vida astral alrededor de unas cañas con los amigos, salía a pasear los domingos hacia el rastro con canciones de Jane Birkin al oído, aunque su grupo, contaba, el que gritaba a solas en casa a todo volumen, era un tal Depeche Mode. No sabía cocinar, quería aprender, pero preparaba cócteles a los que bautizaba con nombres de ciudades que quería visitar, mezclando todo lo que le sugería desconocerlas. Primero pensó en ser veterinario, pero se le cruzó la escena y esas cosas del cine empezaron a llamarle la atención; aun así, seguía esperando encontrar el día idóneo para tener perro en casa. Un perro grande, decía. Como el del anuncio. Le gustaba llorar en el cine y reír a carcajadas con películas malas, guardaba muchos billetes de metro usados y siempre celebraba su cumpleaños con los íntimos. No toleraba que criticaran a sus colegas, podía hablar con ellos hasta aburrirse, la copa era siempre la penúltima, se amenazaban con viajar eternamente en pandilla y el Palentino era su lugar fetiche de Madrid donde pedía un vaso de café con leche en vaso tubo para coger fuerzas. Adoraba las peras, su asignatura pendiente eran las matemáticas, copiaba en los exámenes, dibujaba pinochos y gatos como el de
Alicia en el país de las maravillas,
no había leído la Biblia ni el
Quijote
, temía la muerte y envejecer, quería manzanas rojas, cerezas con rabo y ropa interior blanca. Brindaba con vino tinto, pero le gustaba el sabor insípido y soso del agua fría. Cuando alquiló su casa, tiró todos los tabiques porque siempre quiso vivir en un loft neoyorquino, colocó un ficus y una gran alfombra para acotar una zona cerca de los balcones que llenó de almohadones. Era la forma en la que controlaba su espacio, su mundo más íntimo. En una de las fotos de las semanas siguientes se le vio acurrucado en el suelo junto a un montón de caracolas de mar, algunas tan llamativamente grandes que parecían rocas gastadas. Hablaba del Mediterráneo, de cuando de pequeño —recordaba— jugaba escarbando entre la arena en busca de diminutos tesoros como conchas, caracolas y cristalitos moldeados por la mar, salados por la espuma, y monedas del extranjero perdidas por extranjeros. Aprendí que lo que buscaba haciendo agujeros en la orilla era amanecer en Australia a fuerza de cavar, porque —había leído— si seguía explorando como un buzo, la isla de los canguros coincidía en vertical con su casa. Él mismo se reía ahora de sus rastreos infantiles en los que pasaba horas de verano. Decía que lo primero que miraba de una mujer eran sus ojos y sus piernas. Aquel comentario me puso colorada: como si una cosa llevase a la otra, pensé. Evité esa entrevista en la que sólo le preguntaban por chicas. No dejaba de sonreír nunca y, sin embargo, yo empezaba a adivinarle cuándo esa sonrisa era auténtica y cuándo era forzada para la foto. Primero porque le favorecían exageradamente sus dos hoyuelos en las mejillas y, segundo, porque cuando desaparecían se apreciaba una diferencia que le cambiaba completamente la sonrisa. No empeoraba, era diferente. En algunas se me ocurrió que guardaba una tristeza maquillada de sonrisas. Irradiaba algo especial, una timidez mezclada con bravura, más de lo que nadie podía esperar de un ser humano. ¿Exagerada? No lo sé. Se le veía puro afecto, justo uno de esos chicos que enamoran a las niñas y a las madres.

En su dormitorio guardaba velas. Yo pensé que era un romántico o un seductor, o que lo decía para provocar escenas de película entre sus admiradoras con las que alimentar sueños eróticos; sin embargo descubrí que era para las tormentas, que guardaba velas siempre a mano porque tenía miedo de los relámpagos y que temía quedarse sin luz. Me dio pena. No me lo imaginaba miedoso, lo quería valiente y seguro como aparecía en sus fotos, como su papel en el cine, como debían ser los fuertes, como yo lo imaginaba. Por eso me dolió descubrirle un temor entre sus respuestas, que, en un acto de sinceridad ante el entrevistador, dijo arrastraba desde la infancia.

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