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Authors: Endo Shusaku

El samurái (29 page)

BOOK: El samurái
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«Es sólo una formalidad —se repetía el samurái para sus adentros mientras unía las manos—. Cuando he dicho que creía no he dicho la verdad. Llegará un día en que me olvidaré de todo esto. De todo...»

Después de sus amos, los servidores inclinaron las cabezas sobre la jofaina.

Cuando la congregación se ponía de pie, Tanaka, el samurái y Nishi se ponían de pie; cuando la congregación se arrodillaba, Tanaka, el samurái y Nishi se arrodillaban. Después del bautismo empezó la misa; el obispo abrió los brazos delante del altar y leyó el evangelio, luego inclinó la cabeza ante el cáliz. Para los tres emisarios, que nada sabían acerca del sacramento, las acciones del obispo eran extrañas e inexplicables.

Velasco, arrodillado al lado de ellos, explicaba en voz baja:

—El pan es en sí el cuerpo del Señor. Mirad lo que hago y haced una reverencia al pan y el cáliz que el obispo os ofrece.

En la capilla reinaba un profundo silencio. Con ambas manos el obispo ofrecía las delgadas hostias blancas mientras murmuraba una plegaria. Los monjes de la congregación, arrodillados, inclinaron las cabezas. Los emisarios no podían comprender qué significaba aquello, pero sí que se trataba de un momento de gran solemnidad.

«Esto es sólo una formalidad —fueron las palabras que el samurái murmuró para sus adentros en lugar de una plegaria—. No tengo la menor intención de adorar a ese desventurado.»

Sonó una campanilla. En el silencio, el obispo dejó a un lado el platillo y alzó un cáliz de oro puro por encima de su cabeza. Era el momento en que el vino se convertía en la sangre de Cristo.

«Esto es sólo una formalidad —repitió el samurái mientras imitaba a los demás e inclinaba la cabeza—. No creo en nada.»

El samurái no podía comprender por qué estaba tan obsesionado con ese hombre flaco que tenía ambos brazos clavados a una cruz. Si verdaderamente todo era una formalidad, no era necesario repetir una y otra vez las mismas palabras. No había ninguna razón para que tan amargas emociones brotaran en su interior. No había ninguna razón para que sintiera remordimientos como si hubiese traicionado a su padre, a su tío y a Riku.

El samurái parpadeó y movió la cabeza, cuidando de que Velasco y los padrinos no lo observaran. Trató de apartar estas preocupaciones de su mente. «Pronto lo olvidarás. No debes preocuparte.» Trataba sin cesar de tranquilizarse.

Así terminó la larga ceremonia del bautismo. El obispo, Velasco y el tío de Velasco, que había actuado de padrino, extendieron sus manos y cogieron las de los tres emisarios, y durante largo rato las retuvieron, para que la congregación pudiera apreciar la escena. Cuando los japoneses se dirigieron hacia la puerta, desde los bancos próximos les arrojaron varios ramos de flores. Velasco tradujo las palabras de felicitación que la multitud gritaba.

—Que vuestra tierra japonesa se convierta en un país de Dios...

Después del bautismo las calles empedradas y empinadas de Madrid estuvieron mojadas por la lluvia durante varios días. Los tres emisarios fueron con Velasco a visitar a varios dignatarios y nobles. Dentro del coche, Velasco les explicaba la importancia vital que revestía el apoyo de esas personas.

Aunque tenía plena conciencia de que sólo estaba actuando por el bien de su misión, al samurái le costaba mucho inclinarse ante esos dignatarios y pronunciar floridos discursos de agradecimiento. Era especialmente fatigosa la tensión que soportaban cuando los invitaban a comer o a cenar y debían mantener la dignidad entre un torrente de palabras incomprensibles.

Aparte de la ansiedad de las visitas y el nerviosismo de las comidas, lo más difícil de tolerar eran las preguntas ignorantes que los dignatarios y clérigos hacían acerca del Japón. Los emisarios se sintieron humillados cuando comprendieron que, para los españoles, los japoneses no eran mejores que los indios de Nueva España.

—Nos alegramos de recibir la visita de unos japoneses que han abandonado la superstición del budismo y los dioses paganos y creen ahora en Nuestro Señor.

Cuando algún clérigo los recibía de esta forma con expresión condescendiente, el samurái solía pensar en el orgullo de un hombre rico que da limosna a un mendigo. Nada le gustaba que se tratara así al Buda a quien había adorado su padre, su tío y su esposa. «No soy cristiano —se decía—. Nunca adoraré al Cristo ante quien estos hombres se inclinan.»

Sin embargo, como habían aceptado públicamente el bautismo, los japoneses estaban obligados a asistir a la misa que se decía todas las mañanas en el monasterio donde se alojaban. En la fría madrugada, antes de que fuese de día, sonaba una campana y la delegación japonesa se ponía en fila detrás de los monjes que avanzaban con sus velas por el largo pasillo hasta la capilla. En el altar, iluminado sólo por las velas, aquel hombre demacrado estiraba los brazos. El obispo entonaba en voz baja la liturgia de la misa latina y finalmente alzaba el pan y el cáliz por encima de su cabeza. El samurái recordaba siempre la llanura. Recordaba cómo había visitado las tumbas de su padre y de sus parientes en las sierras vecinas. «Éste no soy yo. No es así como me siento verdaderamente», se decía.

En cierta ocasión, después de la misa, el samurái susurró furtivamente a Nishi:

—¿No os duele haber tenido que convertiros al cristianismo?

Nishi se echó a reír.

—Todo es tan nuevo..., la misa, los himnos, el órgano. Cuando escucho los himnos o la música del órgano, a veces me siento casi embriagado. Comprendo ahora por qué es imposible comprender a Occidente sin comprender el cristianismo.

—Entonces... ¿Habéis comenzado a adorar a ese hombre?

—No me siento inclinado a adorarlo. Pero... me agrada la misa. No se hace nada parecido en los altares ni en los templos en el Japón.

Velasco estaba encantado. El bautismo de los japoneses había impresionado favorablemente a los obispos y cada día las voces que pedían el reconocimiento de los emisarios como embajadores oficiales eran más numerosas. Como resultado, dijo Velasco a los emisarios, sin duda la corte les notificaría pronto la fecha de una audiencia formal con el rey. Entonces la carta que Su Señoría había dado a los emisarios sería leída y las peticiones que contenía recibirían la consideración debida.

Y si así era, pronto podrían regresar a su hogar. Ese pensamiento llenaba de euforia el corazón de los emisarios, y de una alegría similar a la que sentían los campesinos de la llanura cuando se acercaba el deshielo de la primavera después de un largo invierno.

—Vuestro bautismo ha sido recompensado —dijo Velasco, sonriente—. El Señor nunca deja de recompensar a quienes entran por la puerta de su Iglesia.

Cuando los sacerdotes de Madrid supieron que un grupo de japoneses venidos del confín opuesto del mundo se había convertido al cristianismo, abandonaron muy pronto sus viejos prejuicios. Todos los días visitamos a clérigos de alto rango y recibimos su bendición. Ahora todo nos favorece.

El Consejo de Obispos hará pública dentro de pocos días su decisión. Mi tío y mi primo piensan que la mayor parte de los obispos se inclinan a reconocer a los emisarios como embajadores oficiales japoneses y a tratarlos como tales, y a pedir en consecuencia una audiencia con el rey. Por alguna razón el padre Váleme y los jesuitas guardan silencio. No sé todavía si debo interpretar esto como una señal de derrota.

—Han perdido. Me descubro ante ti. —Mi tío estaba jubiloso—. Nuestra familia siempre ha luchado con mayor obstinación cuanto mayores eran los obstáculos, pero tú pareces haber heredado una proporción particularmente alta de la sangre de la familia. A veces pienso que deberías haber sido un político.

Cuando me rodeó los hombros con el brazo dejé que mis sentimientos afloraran a la superficie.

—Quizá soy como Jaime, el discípulo del Señor a quien llamaban el Trueno. Ni siquiera el Señor podía controlar el fervor de Jaime...

Hoy, después de terminar con algunas consultas referentes a la decisión del Consejo de Obispos, dejé mi coche detrás de la casa de mi tío y volví a pie al monasterio. Cerca de allí trepé por una cuesta empedrada todavía mojada por la lluvia y alcé la vista hacia las nubes que flotaban en lo alto. Junto a la calle había varios cocheros sentados sobre toneles, conversando. No se veía a nadie más. Busqué el rosario en mi bolsillo como hago siempre cuando deseo dar las gracias al Señor.

Y en ese momento sucedió. Creí oír una risa en alguna parte. Era la risa de una mujer que parecía deseosa de ocultarla. Miré detrás de mí pero no pude ver ya a los cocheros y la calle estaba desierta.

Durante un instante tuve una terrible sensación de vacío, como si todo lo que había hecho se derrumbara a mi alrededor súbitamente. Sentí de pronto que veía con mis propios ojos cómo todos mis esfuerzos fracasaban, todos mis planes perdían sentido y todo aquello en que había creído era un mero espejismo de mi deseo de gratificación personal. OÍ nuevamente la risa. Una risa ronca, ahora más fuerte.

No pude moverme; tenía los ojos clavados en las nubes grises que se demoraban en el cielo. Y en ese cielo vi una vislumbre de algo que nunca había visto antes. Era mi propia caída.

Me pregunté si el Señor ya no me amaba, si me había abandonado. «No nos dejes caer en la tentación —rogué—. Ahora y en la hora de nuestra muerte...»

Oh Dios de los campos, ¡bienvenido! Siéntate por favor.

Ya has terminado tu tarea y has venido.

Para que vengas aún más pronto

cantaremos con un ritmo más vivaz.

Tanaka, el samurái y Nishi estaban escuchando la canción de uno de sus servidores. No los habían visto tan felices desde el día del inicio del viaje. Hasta hoy sus expresiones habían sido resignadas. Ahora el júbilo brillaba en sus ojos. Esa mañana, mientras subía al coche para ir al Tribunal de la Inquisición,. Velasco había informado al grupo que pronto terminaría su misión; ya podían empezar a pensar en el regreso al Japón.

—Ahora deben de estar celebrando la fiesta del exorcismo en mi pueblo. —La expresión habitualmente agria de Tanaka había desaparecido, y le sonreía a Nishi—. Lo llamamos «pintura con tinta». Esperamos que vengan las personas de quienes se piensa que han pasado un mal año y les pintamos las caras con tinta. Dicen que si se hace así, la mala suerte se disipará.

—En nuestro pueblo tenemos una costumbre parecida —asintió Nishi—. Los jóvenes queman cuerdas de paja trenzada y mezclan las cenizas con la nieve. Luego van de casa en casa y manchan la cara de la gente. Todas las muchachas solteras corren tratando de alejarse. Cuando se termina, todos gritan: «Las flores han dado fruto. Éste será un buen año». Y luego empieza la fiesta.

—Me pregunto si el año próximo, por esta época, estaremos en casa. —Tanaka inclinó la cabeza mientras contaba con los dedos—. Si es así, será más o menos la época de la fiesta del exorcismo. Es decir, si todo marcha bien, como afirma Velasco.

—Estoy seguro de que marchará bien. —Nishi se volvió hacia el samurái—. Ahora que existe la posibilidad de que volvamos pronto, lamento dejar este país. En verdad, me gustaría quedarme, aprender el lenguaje, ver todo lo que se pueda y regresar después de haber aprendido muchas cosas.

—Os envidio vuestra juventud —sonrió el samurái—. El señor Tanaka y yo apenas podemos esperar a estar en casa y volver a comer arroz y sopa de miso. Estos días me veo haciéndolo en sueños.

En el gran salón del Tribunal de la Inquisición, Velasco ocupaba el mismo lugar junto al padre Valente. Enfrente de ellos estaban alineados los obispos, vestidos majestuosamente de negro. Sonó una campanilla y se abrió la sesión.

El obispo situado en el centro se puso de pie, alzó un folio de color marfil y leyó la decisión del Consejo de Obispos.

—Después de estudiar los recientes informes del padre Lope de Valente, inspector para Asia de la Compañía de Jesús, y del padre Luis Velasco de la orden de San Francisco, este día treinta de enero, en virtud de la autoridad del Consejo de Obispos de Madrid, damos la siguiente respuesta a las partes interesadas y al Consejo de Inquisición Religiosa de Su Majestad. El Consejo de Obispos propone que se acepte la petición del padre Luis Velasco de que se reconozca a los emisarios japoneses como embajadores oficiales del Japón y de que se les acuerde la recepción adecuada a sus calificaciones; concuerda en que se les paguen los gastos determinados por su estancia y declara su intención de tomar todas las precauciones necesarias para asegurar su regreso al Japón. Otrosí, el Consejo recomienda a Su Majestad que conceda a estos embajadores japoneses una audiencia y propone que se considere debidamente la carta que traen.

El obispo leyó la resolución tropezando con las palabras. El padre Valente, como había hecho en la ocasión anterior, miraba al suelo y tosía de vez en cuando. Por alguna razón tenía una expresión abstraída, como si oyese palabras que nada tuviesen que ver con él. Velasco hubiese querido darse vuelta y mirar para atrás. Su tío, su primo y otros parientes escuchaban entre el público.

«Gracias, Señor. —Unió las manos sobre las rodillas—. Buenas son tus obras. Después de todo, aún me necesitas.» Sin embargo, curiosamente, la alegría no desbordaba de su corazón; apenas si se acercaba a él delicadamente, como las olas a la playa. Sentía que ese juicio había sido decidido mucho antes y que él lo había esperado siempre.

—Antes de confirmar esta decisión, los obispos escucharán toda objeción formal que deseen presentar el padre Velasco y el padre Váleme.

El obispo miró a los dos hombres mientras enrollaba el folio color marfil. Aunque ésa era la fórmula habitual, rara vez se presentaban objeciones cuando ya se había leído la decisión adoptada. Velasco movió la cabeza.

El padre Valente se puso de pie lentamente. Los obispos lo miraron con suspicacia cuando sacó de su hábito una hoja plegada de papel. Se llevó la mano a la boca, tosió y luego empezó a hablar con voz débil.

—Antes de someterme respetuosamente a la decisión del Consejo de Obispos, desearía pedir que se leyera una carta urgente del padre de Vivero de la Compañía de Jesús, de Macao, que ha llegado a Madrid hace una semana.

El obispo sentado en el centro tomó la carta, la abrió y empezó a leerla en silencio. El padre Valente volvió a sentarse, bajó la cabeza y cerró los ojos.

El obispo entregó la carta a su vecino. Cuando éste terminó de leerla, los dos conversaron en voz baja.

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