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Authors: Endo Shusaku

El samurái (24 page)

BOOK: El samurái
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Velasco regresó al monasterio y se dirigió a la habitación de los emisarios. Los emisarios y sus servidores se habían reunido en el balcón, al sol, para mirar el torrente de personas y coches que se dirigían hacia la Giralda, el orgullo de los sevillanos. En el Guadalquivir se apretujaban las naves y podían oír las voces de los mercaderes que vendían su carga.

Cuando los servidores advirtieron a Velasco, se inclinaron y se retiraron en silencio. El misionero se situó junto a los tres emisarios en el balcón, señaló los barcos que iban y venían por el Guadalquivir al suave sol del otoño y explicó que de ese puerto partían naves hacia muchas naciones.

—Dentro de dos días iremos a Madrid, que es la capital de España. Allí tendréis vuestra audiencia.

—Entonces, ¿el rey nos ha concedido audiencia? —La voz de Tanaka temblaba de excitación.

—Debo ser veraz con vosotros... Se ha presentado un obstáculo inesperado. —Velasco vaciló un instante y luego prosiguió—. Hay en Madrid quienes no piensan bien de nosotros.

Los emisarios se miraron, aguardando que Velasco aclarase sus palabras. Mientras el misionero hablaba, Tanaka contemplaba sombríamente el espacio, en tanto que el samurái parpadeaba sin decir una sola palabra. Era imposible determinar por sus caras rústicas lo que pensaban, pero el joven Nishi abría y cerraba los brazos y se retorcía las manos. De algún modo los tres emisarios parecían comprender lo que les decía Velasco acerca de la situación en la iglesia y de la historia del conflicto entre las dos hermandades que se ocupaban de la labor evangelizadora en el Japón.

—Debo asistir a un debate ante el Consejo. Eclesiásticos de alta jerarquía escucharán el debate y juzgarán si son correctas mis palabras o las afirmaciones de quienes me calumnian.

Velasco hizo una pausa. Luego, como si hablara consigo mismo, murmuró:

—Es menester... que yo gane.

Los emisarios estaban inmóviles, como si sus cuerpos se hubieran congelado.

—Los que me calumnian dicen que el cristianismo ha sido proscrito en todo el Japón, y difunden el rumor de que las cartas donde Su Señoría asegura que recibirá nuevos sacerdotes son un fraude. Para disipar estas dudas..., si tan sólo uno de vosotros se convirtiera...

Ante esas palabras, una mirada de sorpresa infantil pasó por los rostros normalmente inexpresivos de Tanaka y del samurái. Velasco prosiguió con la esperanza de sofocar esa sorpresa.

—Entonces los eclesiásticos creerían lo que digo. Aceptarían la promesa de Su Señoría de que los cristianos no sufrirán daños y de que se recibirá con los brazos abiertos a los sacerdotes. Actualmente las autoridades eclesiásticas creen en los informes de quienes afirman que los japoneses matan a los cristianos y torturan a los sacerdotes.

El samurái frunció el entrecejo. Por primera vez, Velasco vio ira en el rostro de ese hombre siempre manso.

—Padre —la voz del samurái temblaba—, ¿por qué no nos dijisteis eso en Nueva España? Sin duda lo sabíais.

—A decir verdad, no tenía idea de que las calumnias habían llegado hasta aquí. Mientras estábamos en Nueva España ellos enviaron muchas cartas desde el Japón para poner obstáculos a nuestro viaje.

—Yo... —anunció el samurái con una voz que era casi un gemido— no me convertiré al cristianismo.

—¿Por qué no?

—No me gusta el cristianismo.

—Si nada sabéis de las enseñanzas cristianas, no pueden agradaros ni desagradaros.

—Aunque las estudiara, no creería.

—No podéis creer si no las estudiáis.

El rostro y el cuello de Velasco enrojecieron gradualmente. En ese momento no era ya un intrigante sino un misionero que explicaba sus creencias a los ignorantes.

—En Ciudad de México los mercaderes japoneses se convirtieron al cristianismo, pero no con sinceridad. Lo hicieron por afán de lucro. Yo lo acepté. Porque pensaba que quienes pronuncian, aunque sea una sola vez, el nombre del Señor terminarán por ser sus cautivos.

Una voz dijo al oído de Velasco:

—¿Qué tratas de hacer ahora? Bautizar a unos hombres que no creen en el Señor para tu propio beneficio es un pecado y una profanación. Y también un acto de arrogancia mediante el cual cargas al Señor con los pecados de hombres sin fe mediante el sacramento del bautismo.

Velasco trató de exorcizar la voz. Eligió unas palabras como escudo. Cuando Juan descubrió, con indignación, que unos incrédulos curaban a los enfermos en el nombre de Jesús, el Señor había dicho: «Aquél que no esté contra nosotros está con nosotros».

El samurái mantuvo un obstinado silencio. Ese hombre tímido se volvía terco en circunstancias semejantes precisamente a causa de su timidez. Como siempre, Tanaka miraba un punto distante en el vacío, en tanto que Nishi, también típicamente, esperaba con aprensión a que sus mayores respondieran antes de formar su propia opinión. Por fin el samurái respondió en voz tan firme como una roca pesada e inconmovible:

—No. No puedo. No puedo hacerme cristiano.

Cuando Velasco salió de la habitación, los tres emisarios se sentaron en sus sillas y permanecieron inmóviles un rato. Los ruidos de la Puerta Toriana entraron por la ventana abierta. Por la tarde, Sevilla era menos rumorosa. Sus pobladores se encerraban en sus casas y dormían la siesta.

Nishi miró tímidamente los rostros fatigados de sus compañeros.

—El señor Shiraishi nos dijo que debíamos seguir en todo las instrucciones del señor Velasco durante nuestro viaje.

—Pero Nishi —suspiró el samurái—, ¿cuántas veces nos ha engañado el señor Velasco desde que salimos del Japón? Es como decía Matsuki. Primero Velasco nos dijo que si Íbamos a Nueva España concluiríamos rápidamente nuestra misión. Cuando llegamos a Nueva España dijo que no tendríamos una respuesta decisiva si no veníamos a España... Hoy nos dice que las cosas no marchan bien. Que si deseamos el éxito de nuestra misión debemos convertirnos al cristianismo. Ya no creo nada de lo que diga. ¿No estáis de acuerdo, Nishi?

Era la primera vez que el samurái revelaba sus propios sentimientos de modo tan claro. Como era un hombre de pocas palabras, cada una de ellas pesaba y, cuando terminó, sus dos compañeros guardaron silencio.

—Pero nada podemos hacer sin la ayuda del señor Velasco.

—El señor Velasco se aprovecha precisamente de eso. Lo único que realmente desea es nuestra conversión a su fe.

—Podríamos convertirnos. Sería una simple formalidad que nos ayudaría a cumplir nuestra misión.

—Sí. —El samurái alzó la vista y suspiró—. Cuando se reorganizaron los feudos, la familia Hasekura recibió una árida llanura. Apenas conseguimos arrancarle al suelo un poco de arroz y de trigo. Hemos trasladado a esas tierras rodeadas de colinas las tumbas de nuestros antepasados y la de mi padre. No puedo convertirme a una religión extraña que mi padre y mis antepasados jamás conocieron.

El samurái parpadeó. Sentía en su cuerpo la sangre de muchas generaciones de la familia Hasekura. Sus hábitos modelaban su propia vida. No podía modificar esos hábitos ni esa sangre.

—Además —continuó—, recordad lo que nos dijo Matsuki en Ciudad de México. Que Velasco es demasiado apasionado, que no debemos caer en sus redes ni convertirnos al cristianismo. ¿Lo recordáis, Nishi?

—Lo recuerdo, pero... —Temiendo quizás una reprimenda, Nishi miró ansiosamente a sus compañeros—. Al parecer, el Consejo de Ancianos piensa que el futuro del Japón no está en la guerra sino en el comercio con la India y los países de Europa. Ellos saben que, sea cual fuere la situación en el caso de la India, no será posible el comercio con las naciones de Europa si ignoramos la cristiandad. Puesto que ésta es su política, sin duda comprenderán que, si nos convertimos, sólo es para cumplir nuestra misión.

—¿Pensáis haceros cristiano? —preguntó vivamente Tanaka.

—No lo sé. Tendré que pensarlo bien mientras viajamos a Madrid. Pero en todos estos meses he llegado a comprender qué grande es el mundo. He aprendido que las naciones de Europa son más ricas y poderosas que el Japón. Por eso me gustaría aprender sus lenguajes. No creo que sea suficiente cerrar los ojos a las creencias de todos los habitantes de este mundo.

Como siempre, el samurái sentía envidia de la vibrante juventud de Nishi, tan diferente de él mismo y de Tanaka. El joven absorbía sin esfuerzo, como si lo respirara, todo lo que era nuevo y sorprendente. Pero aunque el samurái había decidido aceptar su nuevo destino, su apego a su familia y a su llanura, no menos fuerte que el de un caracol a su concha, se lo impedía.

—¿Qué pensáis, señor Tanaka? —El samurái miró los gruesos brazos y las anchas espaldas de Tanaka y sintió que por las venas de su camarada corría la misma sangre. La sangre de un samurái rural, obstinadamente decidido a defender las tierras y costumbres que sus antepasados habían mantenido durante tantos años.

—A mí... tampoco me gustan los cristianos. —Tanaka suspiró—. Pero, Hasekura, yo no acepté esta misión porque me lo ordenara el Consejo de Ancianos. La acepté porque deseaba recobrar nuestro viejo feudo de Nihonmatsu. Es porque quiero la devolución de esas tierras por lo que he soportado estos miserables viajes por mar, el calor y la repugnante comida de los extranjeros...

Lo mismo le ocurría al samurái. Si lo que habían dicho el señor Shiraishi y el señor Ishida era verdad, quizá le devolverían a la familia Hasekura las tierras de Kurokawa como recompensa.

—Si no nos devuelven nuestras tierras —murmuró Tanaka—, quedaré deshonrado. No seré digno de mirar a la cara a mis familiares. No me gustan los cristianos. Pero para recuperar nuestras tierras..., si me dijesen que coma basura, lo haría.

—Será para el cumplimiento de nuestra misión —agregó Nishi.

—Matsuki me dijo que no me convirtiera. —El samurái sacudió obstinadamente la cabeza—. No me agrada Matsuki..., pero no puedo hacerme cristiano.

Reanudaron el viaje: ahora su destino era Madrid. En hilera, los japoneses, sus coches y carros atravesaban Andalucía.

Las colinas y los olivares se sucedían uno tras otro como las olas del mar. Las colinas eran de color castaño rojizo y las hojas plateadas de los olivos brillaban al viento como una multitud de minúsculas espadas. Al acercarse la noche, el aire se enfrió rápidamente.

De vez en cuando veían los mismos pueblos blancos, como granos de sal, que habían visto en Nueva España. Algunos se aferraban a las laderas como si estuvieran pegados con cola. En la cumbre de una colina se erguía, amenazante, un antiguo castillo.

Cuando desaparecieron los olivares y la tierra roja, los trigales se desplegaron hasta el horizonte. Vieron, muy lejos, algo que parecía una aguja. Cuando se acercaron comprendieron que era la torre de una iglesia, pinchando el cielo.

—Esto es Europa. —Velasco tiró de las riendas y señaló con orgullo—. La tierra cumple su tarea. Y como símbolo de esa tarea, aquella aguja se alza hacia el cielo en busca del Señor.

Desde su partida de Sevilla, no había insistido en pedir su colaboración a los emisarios, ni siquiera de modo indirecto. Sin embargo, sonreía confiado como si ya todo estuviera resuelto. Según era su costumbre, los emisarios no mencionaron el tema, como si eso les inspirara temor.

En cierto momento el color del Tajo cambió y se tiñó de oscuro entre los campos y el grupo entró en Toledo, la antigua capital. También allí la torre de la gran catedral construida sobre una colina podía verse desde muy lejos. Un gran sol se ponía en el cielo dorado y centelleaba en la cruz de la catedral. Los sudorosos japoneses subían en silencio la cuesta empedrada hacia la catedral, conscientes, como siempre, de las miradas curiosas de la población.

—Japoneses —dijo alguien entre la multitud—. Ya he visto japoneses antes. —Era un hombre sonriente de dientes desiguales. Al oírlo, Velasco detuvo su cabalgadura y habló con el hombre.

—Dice que cuando era niño —anunció Velasco a los emisarios— vio a un grupo de jóvenes japoneses de visita en esta ciudad.

—¿Japoneses?

—Afirma que hace unos treinta años, unos jóvenes de Kyushu, de trece o catorce años, vinieron a España como emisarios cristianos, exactamente como vosotros. ¿Habéis oído algo acerca de esto?

No era así. Suponían que eran los primeros japoneses que visitaban estas tierras. Pero el hombre decía que cuatro jóvenes japoneses, acompañados por un misionero, habían estado en Toledo y en Madrid unos treinta años antes y que incluso habían sido recibidos por el Papa en Roma.

Velasco se volvió al hombre. Sonreía con orgullo, aparentemente feliz de que todos lo escucharan.

—Esos jóvenes visitaron la casa de un anciano de la ciudad, el relojero Toriano. Les encantó la visita. Este hombre afirma que entonces trabajaba como aprendiz del relojero.

El hombre mostró sus dientes amarillentos, señaló su propio rostro, y asintió una y otra vez. Los emisarios supieron también que uno de los japoneses había enfermado de fiebre, pero que gracias a la atención y a las plegarias de la población se había recobrado y que, finalmente, tanto él como sus compañeros habían partido a Madrid.

Los emisarios miraron las calles de piedra y las casas iluminadas por el ocaso. Sintieron asombro al pensar que varios compatriotas habían subido antes esa misma cuesta y contemplado esas mismas casas extrañas teñidas de rosa por el sol.

—Niños de trece o catorce años... —suspiró Tanaka. Los demás recordaron su largo y penoso viaje y apenas pudieron creer que un grupo de jóvenes hubiese sufrido un martirio semejante.

—¿Y regresaron sanos y salvos al Japón? —preguntó Nishi a Velasco.

—Así fue —asintió Velasco—. Así como un día regresaréis todos vosotros.

Ante la respuesta de Velasco se hizo un profundo silencio entre los japoneses. ¿Regresarían sanos y salvos, en verdad? Todos pensaban lo mismo. Una leve sonrisa, casi llorosa, pasó por las caras de los emisarios.

Llovía cuando finalmente el grupo llegó a Madrid. La lluvia bañaba la plaza de Castilla y caía suavemente sobre la calle de Alcalá. Las calles pavimentadas estaban repletas de coches que salpicaban agua y barro en todas direcciones.

En el monasterio franciscano los japoneses durmieron como troncos un día entero. Ahora que habían llegado a su destino final, la fatiga física y mental que habían estado acumulando desde su llegada a España se precipitó sobre ellos. Conociendo su situación, los sacerdotes del monasterio se mantuvieron apartados de las habitaciones que ocupaban los japoneses y se abstuvieron de tocar la campana que anunciaba la hora.

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