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Authors: Endo Shusaku

El samurái (30 page)

BOOK: El samurái
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—Pido permiso para leer esta carta en voz alta a todos los obispos aquí reunidos. —El obispo del centro miró a derecha e izquierda—. Nos parece que guarda estrecha relación con el caso.

Se puso de pie y empezó a leer lentamente, como antes, tropezando con las palabras.

«Han ocurrido dos nuevos acontecimientos en el Japón. Primero, aunque nuestros enemigos los ingleses han calumniado reiteradamente a nuestro país ante el rey del Japón, ahora el rey ha decidido prestar oídos a estas calumnias: mientras se dispone a prohibir el comercio con Luzón y Macao, ha reconocido públicamente relaciones comerciales con Inglaterra y ha dado permiso a los ingleses para que construyan un puerto comercial al sudoeste del Japón, en Hirado. El otro acontecimiento es que un noble de la región de Tohoku, que hasta ahora se mostraba comparativamente tolerante con nuestras actividades evangelizadoras, el mismo poderoso daimyo que hace poco envió emisarios comerciales a Nueva España, ha empezado a perseguir a los cristianos. Según los informes que aquí hemos recibido, una pequeña cantidad de fíeles ha sufrido ya el martirio. Consideramos que ese noble ha obrado así para oponerse al rumor general de que planeaba unirse a nuestra nación para derribar al rey del Japón.»

Velasco oyó una risa. La misma que había oído varios días antes en la colina bajo la lluvia, esa risa sofocada de mujer percibida junto a los cocheros. Aquella risa había atravesado las nubes grises que flotaban en el cielo. Ahora retumbaba en sus oídos.

Oh, Dios de los campos, ¡bienvenido! Siéntate por favor.

Ya has terminado tu tarea y has venido.

Para que vengas aún más pronto

cantaremos con un ritmo más vivaz.

La risa de los servidores cesó bruscamente.

Velasco estaba de pie en el vano de la puerta como un mendigo empapado por la lluvia. Los ojos de los japoneses estaban clavados sobre él.

—Señor Velasco. —Nishi se puso en pie de un salto—. Estamos esperando las buenas noticias. —Indicó a Velasco que se sentara en la silla que acababa de dejar libre.

Velasco sonreía como de costumbre, pero su sonrisa parecía triste y débil.

—Colegas embajadores —respondió—. Ha ocurrido algo que debo contaros.

El samurái miró fijamente a Velasco. Tratando de alejar la premonición que acababa de brotar en él, se volvió hacia sus servidores, arrodillados en la postura formal. También ellos sentían que algo marchaba mal y miraban ansiosamente a Velasco.

—¿Qué ha ocurrido, señor Velasco? —preguntó el samurái con voz temblorosa. Luego indicó a Nishi con un gesto que aguardara y salió con Velasco de la habitación. También Tanaka se puso de pie. Los tres hombres en silencio recorrieron el pasillo, bajo el pálido sol invernal, y fueron con Velasco hasta su habitación. La puerta se cerró como si no pudiera abrirse nunca más. Ya no se oían risas ni cantos en la habitación de los servidores.

Esa noche las lámparas del monasterio se apagaron temprano y el edificio donde los japoneses se alojaban quedó cubierto por la oscuridad y el silencio. El sereno, envuelto en una gran capa y con una linterna de hierro en la mano, subía perezosamente la cuesta empedrada con sus zuecos ruidosos y sacudiendo las llaves que llevaba en la cintura. Cuando llegó a la esquina, se volvió hacia las casas dormidas como si acabara de recordar algo y exclamó:

—¡Las once han dado y sereno!

Capítulo 8

Había una vela sobre la mesa. La llama bailoteaba y arrojaba sombras sobre el rostro hundido de Velasco. Su acostumbrada expresión de confianza había desaparecido y la reemplazaba ahora el desánimo de un hombre derrotado.

—Nuestras esperanzas —murmuró Velasco— se han desvanecido por completo.

Los tres emisarios miraban la llama que fluctuaba ansiosamente, como una mariposilla que ha agotado todas sus energías y finalmente cede.

—Lo único que podemos hacer ahora es regresar al Japón.

El samurái oía débilmente en alguna parte, dentro de su cabeza, la canción de sembradores de arroz que habían cantado antes sus servidores. Los hombres estaban embriagados por la alegre perspectiva del inminente regreso a la llanura. Pero ahora todo había cambiado. El Japón acababa de establecer la prohibición total del cristianismo. Era obvio, por lo tanto, que se había abandonado la idea de comerciar con Nueva España. Esto significaba que la misión que se les había confiado y su viaje se habían tornado inútiles y sin sentido.

El largo viaje. El ancho océano. Las planicies abrasadas de Nueva España. El disco blanco del sol. Los desiertos donde sólo crecían los cactos y el agave. Los pueblos barridos por el viento. Cada escena flotaba ante sus ojos y desaparecía. ¿Para qué? ¿Para qué? ¿Para qué? Las palabras resonaban en sus oídos con el mismo ritmo, como los golpes de un tambor.

Nishi Kyusuke sollozaba. El remordimiento y la amargura eran insoportables y sus hombros temblaban penosamente.

—¿Hay que abandonar todas las esperanzas? —preguntó Tanaka.

Velasco no respondió. Se debatía contra su tormento personal.

—¿Creéis que las cosas escritas en esa carta son verdad?

—Creo que sí. Ningún sacerdote enviaría un informe falso.

—Podía estar mal informado.

—También yo lo he pensado. Pero aquí en Madrid, tan lejos del Japón, no hay forma de saber cuál es la verdad. Podría ser que otro informe hubiese llegado al Papa, en Roma, pero...

—Entonces iré a Roma o al fin del mundo —exclamó Tanaka. Velasco se quitó las manos de la cara.

—¿Iríais a Roma?

—No sé qué piensan Hasekura o Nishi. Pero yo..., yo no puedo volver al Japón con las manos vacías. Si hubiese querido regresar, podía haberme embarcado con Matsuki en Nueva España. —La voz de Tanaka era casi un gemido—. Acepté venir a España... sólo por el sincero deseo de concluir nuestra misión. No puedo volver así al Japón. Iré hasta donde sea.

El samurái estaba asombrado. Sabía cómo deseaba ese hombre recuperar sus antiguas tierras y también que había tomado a su cargo las expectativas de toda su familia al aceptar esa misión. Pero ahora comprendía por primera vez qué apasionadas y exigentes eran aquellas esperanzas y aquellas expectativas familiares. Tanaka había declarado que iría hasta el fin del mundo. Pero, ¿qué ocurriría si no se alcanzaba el éxito por lejos que fueran? Un desagradable presentimiento pasó por la mente del samurái como una gran ave que atraviesa una hondonada. Si no lograban el éxito, sólo una cosa podía hacer Tanaka para no verse deshonrado ante su familia. Su integridad no le permitiría considerar otra alternativa. Expiaría la insuficiencia de sus esfuerzos cometiendo suicidio. Se abriría el vientre. El samurái miró el perfil de Tanaka y trató de alejar esa oscura visión.

—¿Qué haréis, señor Hasekura?

—Si el señor Tanaka va a Roma —respondió el samurái—, iré con él.

Por primera vez, Velasco logró sonreír débilmente.

—Es muy extraño. Durante todo el viaje sentí que yo iba por un camino diferente del vuestro. Me parecía, en verdad, que nunca nos habíamos entendido. Pero esta noche siento por primera vez que de algún modo estamos todos unidos. De ahora en adelante, vosotros y yo padeceremos las mismas lluvias y los mismos vientos y caminaremos juntos por el mismo sendero.

La llama de la vela vaciló y una campana marcó el fin del día. El samurái cerró los ojos preguntándose cómo diría a sus servidores que debían continuar el viaje. No pensaba tanto en Yozo como en los otros dos jóvenes; no podía soportar la forma en que miraban sombríamente el suelo. Las imágenes de la llanura, el olor del hogar, los rostros de su esposa y de sus hijos se alejaban de él como el reflujo de la marea.

—Mañana se lo contaré. Esta noche olvidaré todo y dormiré. Estoy cansado.

El samurái volvió a soñar con la llanura. Vio en el sueño dos cisnes blancos que volaban en el encapotado cielo del invierno. Los cisnes seguían las corrientes de aire y se elevaban deslizándose lentamente hacia la llanura. De pronto, Yozo apuntaba el mosquete. El samurái no tenía tiempo para detenerlo. La detonación era ensordecedora y retumbaba en el bosque marchito. De pronto las aves cayeron como piedras describiendo negras espirales. El samurái miró a Yozo a través de la acre nube de pólvora y por alguna razón sintió enfado. Una matanza inútil, empezó a decir, pero se contuvo. ¿Por qué los has matado? Esas aves deben regresar a un país lejano. Como nosotros...

Los japoneses y yo éramos nómadas que vagan en busca de un puerto pacífico. Después de salir de Madrid, pensé todas las noches en las palabras del Señor: «El Hijo del hombre no tenía donde apoyar la cabeza».

Apenas el Consejo de Obispos anunció su nueva decisión, la gente empezó a tratarnos fríamente. No recibimos más invitaciones y nadie venía a visitarnos. El prior de nuestro monasterio escribió una carta a su diócesis donde se quejaba de que, si se permitía a los japoneses permanecer más tiempo en uno de sus edificios, perturbarían la vida de los demás monjes.

Sólo nos apoyaban mi tío y su familia. Y, sorprendentemente, un duque que se había mostrado antes indiferente se había convertido en nuestro aliado. Le indignaba que los cristianos españoles, fuera por el motivo que fuese, maltrataran a unos japoneses que se habían convertido a la misma fe, y requirió para nosotros la ayuda del influyente cardenal Borghese, de Roma. Como consecuencia, mi tío dispuso que un falucho nos llevara de Barcelona a Italia y nos entregó dos mil ducados para gastos de viaje. Puso la condición, sin embargo, de que si el Vaticano no atendía la petición de los japoneses, yo abandonaría el asunto y viviría luego dócilmente en un monasterio de Nueva España o de las Filipinas.

Salimos del Madrid invernal, atravesamos la desolada meseta de Guadalajara y pasamos por Zaragoza y Cervera en camino a Barcelona.

El viento era fuerte y glacial. Mientras veía a los japoneses avanzar en silencio, una mezcla de remordimiento y de culpa me hirió en el corazón. La ausencia de emoción en los rostros de los japoneses sólo intensificaba mi angustia. Empecé a pensar que yo era uno de los falsos profetas de Israel que conducían a su pueblo a un viaje tortuoso y sin sentido. Aunque fuéramos a Roma, no podía estar seguro de que el Vaticano nos recibiera bien o concediera lo que pedíamos. Seguíamos adelante esperando solamente un milagro.

Estábamos todos desanimados. Éramos una tribu que vaga por el desierto día tras día en busca de una ilusoria fuente de agua fresca. Aunque no lo decían con palabras, los japoneses sufrieron al comprender que habían sido traicionados por su amo y por el Consejo de Ancianos en quienes habían confiado. También yo sufría cuando pensaba que el Señor me había abandonado. Era como si finalmente se hubiese forjado una amistad entre los traicionados y el abandonado, una mutua simpatía, una mutua capacidad de lamerse las heridas. Sentía con aquellos japoneses una afinidad que no podría describir. Parecía que se hubiese creado un firme lazo de solidaridad que jamás había sentido antes. A decir verdad, yo había empleado hasta ese momento diversas estratagemas, los había arrastrado para lograr mis propios fines y me había aprovechado de sus debilidades, tanto de su incapacidad de hablar nuestra lengua como de su ignorancia acerca de nuestro destino. Por su parte, ellos también habían intentado astutamente utilizarme para cumplir su misión. La fría distancia que antes nos separaba ya no parecía existir.

Y sin embargo, ¿realmente me había abandonado Nuestro Señor? Mientras contemplaba el cielo plomizo, recordé la soledad que sintió el Señor cuando Dios Padre lo abandonó. No, la vida de Jesús no contenía sólo gloria y bendiciones. El Señor había atravesado el Jordán y vagado a Tiro y a Sidón como un proscrito, entre la incomprensión y la burla de la gente. «De todos modos, debo andar —había dicho afligido el Señor—, hoy y mañana y el día siguiente.» Nunca me habían impresionado antes estas dolorosas palabras del Señor. Pero ahora, mientras caminaba con los japoneses hacia Barcelona, pensé en la angustia que debía de estar grabada en el rostro del Señor al pronunciar esas palabras.

De todos modos, debo andar hoy, mañana y el día siguiente. ¿Cómo pueden soportar los japoneses esta desesperación? Con su fugaz alegría hecha añicos, deben continuar su largo viaje y visitar todavía otro país desconocido. No me habría sorprendido que los japoneses estuvieran desilusionados de mí y tampoco que me odiaran y despreciaran. Pero jamás lo han dicho en voz alta. Hablan poco y sus sonrisas han desaparecido. Cuántas veces, al verlos avanzar en silencio, me he reprendido a mí mismo. Estos eran mis sentimientos cuando subimos a bordo de un pequeño bergantín en el puerto de Barcelona. Caía una fina lluvia.

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