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Authors: Endo Shusaku

El samurái (25 page)

BOOK: El samurái
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En sueños, el samurái vio escenas del día de su partida. Los caballos relinchaban; los ancianos del pueblo estaban alineados ante la puerta de su casa; Yozo le traía su espada; Seihachi, Ichisuke y Daisuke sostenían de las riendas a los tres caballos cargados con el equipaje. El samurái montó y saludó a su tío. Riku estaba detrás de él, tratando de contener las lágrimas. El samurái sonrió a su hijo mayor, Kanzaburo, y al menor, Gonshiro, que una joven criada sostenía en sus brazos. Por alguna razón, el señor Ishida esperaba, a caballo, fuera del portal. El samurái no podía comprender por qué el señor Ishida había acudido a su encuentro en la llanura.

—Oíd —decía el señor Ishida, sonriendo—. Os daremos una nueva oportunidad de desempeñar vuestra misión. La próxima vez me ocuparé de que recuperéis vuestras tierras de Kurokawa.

Entonces, ¿debo repetir este viaje? Ese pensamiento casi sofocaba al samurái. Pero comprendía que era su destino y que no tenía otra opción que obedecer. Paciencia y sumisión: a lo largo de los años estos rasgos habían pasado a formar parte de él, como de los demás campesinos de la llanura.

Cuando abrió los ojos, le llevó un momento comprender que no estaba en el Japón, sino en un monasterio, en un país lejano. La lluvia azotaba la ventana de un edificio desconocido en una ciudad extranjera. Reinaba el silencio. El samurái se sintió tan solo que podría haberse echado a llorar.

Rápidamente, para no despertar a Nishi, se vistió y salió al pasillo. Se asomó a la habitación de sus servidores. Yozo estaba sentado al borde de la cama. A su lado, Ichisuke y Daisuke estaban profundamente dormidos.

—¿Estás despierto? —susurró el samurái—. He soñado con la llanura.

—En esta época deben de haber empezado a cortar leña.

—Así es.

Había pasado casi un año y medio desde su partida. El samurái evocó los días que había pasado esta misma estación, dos años antes, derribando árboles con los campesinos para hacer leña. El ruido seco de los hachazos resonaba en el bosque silencioso; las hojas acababan de empezar a caer. Kanzaburo solía recoger setas entre los árboles.

—Debemos aguantar un poco más —murmuró el samurái, mirando la ventana empañada por la lluvia—. Una vez cumplida nuestra misión aquí, en la capital..., podremos regresar a la llanura.

Yozo asintió, con las manos en las rodillas.

—Pero eso ocurrirá si todo marcha bien... El señor Velasco dice que para eso debemos convertirnos al cristianismo.

Yozo alzó la vista sorprendido. El samurái preguntó:

—¿Qué harás?

—Desde que Seihachi murió... —empezó a decir Yozo, pero se interrumpió y agregó—: Haré lo que Su Señoría me ordene.

—¿Lo que yo te ordene? —El samurái sonrió—. Nunca ha ocurrido nada parecido en la familia Hasekura. Mi tío jamás lo habría permitido.

El samurái meditó en su sueño. La llanura y las granjas que parecían apretadas unas contra otras. Todo el mundo compartía allí la vida de los demás, y la familia del samurái era el núcleo. Sus vidas, sus formas de vivir eran armónicas. Cada familia cuidaba la tierra, plantaba las semillas y celebraba las fiestas de la misma manera. Cuando alguien moría, todos participaban en los ritos funerales. El samurái recordó el himno de alabanza a Amida Buda que su tío solía cantar mientras se masajeaba la pierna herida junto al hogar.

Han pasado diez eones

desde que Amida entró en el nirvana.

El halo que emana del cuerpo sublime de Buda

ilumina cada rincón de estas tinieblas.

Cuando terminaba de cantar el himno, su tío repetía siempre: «Alabado sea Amida Buda. Alabado sea Amida Buda» una y otra vez, en voz baja y una expresión de serenidad aparecía en su rostro. El samurái casi podía oír su voz. Sí, en la llanura todos eran como uno solo. El samurái no cantaba esos himnos, pero no podía abandonar la fe de su padre y de su tío. Eso hubiera sido como traicionar su propia carne y sangre, como traicionar a la llanura.

Fui en coche a casa de mi primo don Luis. Su padre, don Diego Caballero Molina, que se encuentra con él, fue alcalde de Sevilla e incluso hoy tiene considerable influencia en la iglesia y en la corte. Don Luis es el presidente del Tribunal de la Inquisición.

Cuando llegué a casa de mi primo, era evidente que se conocía mi visita, porque gran cantidad de hombres, mujeres y niños descendieron las escaleras para recibirme. Los niños saltaron a mi encuentro. Las mujeres me abrazaron a su modo típicamente exagerado y los hombres me estrecharon las manos tanto como su dignidad se lo permitía. Rodearon al pariente que regresaba de un extraño país asiático, deseosos de escuchar el relato de mis experiencias. En el salón y luego en el comedor pendían de mis palabras como si escucharan la historia de nuestros antepasados los conquistadores cuando invadían continentes y archipiélagos de islas desconocidas.

Después de la cena y de la sobremesa, mi tío Molina me dirigió una mirada significativa. Seguramente los demás estaban informados de la conversación que debíamos celebrar, porque se despidieron enseguida.

Hablamos durante algún tiempo de nuestra estrategia para el cercano debate. Mi tío, alto y delgado, iba de un lado a otro de la habitación mientras hablaba de las sombrías perspectivas del Consejo de Obispos. Luis escuchaba, adusto como un centinela.

—Dices que la labor evangelizadora es como una batalla; en una batalla hay momentos en que es aconsejable la retirada. Actualmente los obispos quieren retirarse del Japón. Si el Consejo de Obispos no resuelve las cosas en tu favor, nuestra familia podrá conseguirte un cargo de prior..., pero no en Japón, sino en Manila.

Mi tío explicó que pensaban agotar todos los recursos para que yo fuera el superior del monasterio franciscano de Manila.

—Tus posibilidades parecen muy buenas. Dudo que los cardenales o los obispos se opongan.

Cesó el ruido de sus pasos; mi tío se sentó y unió las manos, mirándome fijamente para ver cómo reaccionaba ante sus palabras.

—No sé si comprendo bien lo que quieres decir...

—Nadie quiere que te expongas a peligros, aunque sea por la causa del Señor. Estoy seguro de que tendrás oportunidades todavía mayores de cultivar tu talento como prior del monasterio de Manila.

Cerré los ojos y pensé en la sórdida cabaña de Edo donde habíamos vivido Diego y yo. El hospital donde atendíamos a los leprosos tenía sólo tres habitaciones. Había ratas y cucarachas en todos los rincones y una inmunda cloaca desaguaba junto a nuestra puerta. En el monasterio de Manila habría pájaros cantando en los árboles del jardín y no nos veríamos obligados a comer arroz maloliente ni pescado podrido.

—Soy un misionero —murmuré sonriendo—. Estoy seguro de que nací para eso. Mi tarea no consiste en orar en catedrales seguras y resplandecientes. Mi tarea consiste en predicar la palabra del Señor en las tierras donde la persecución continúa.

Mi tío se encogió de hombros y suspiró. Era el mismo gesto que había hecho el obispo de Sevilla cuando oyó mi respuesta.

—Has sido así desde que eras un niño. Ya entonces te fascinaban los marinos como Colón.

—Si mi madre no me hubiera metido en el seminario, estoy seguro de que habría sido marino o soldado —reí.

—Tu madre pensó que el seminario encauzaría tu fervor.

—Después de todo, fluye por mis venas la sangre de mis antepasados conquistadores.

Mi primo y mi tío jamás habían visto el Japón y nada sabían de ese país; era difícil hacerles comprender cómo pensaba yo. Y mi primo, de pie como un centinela, me miraba lleno de aprensión. Temía que mi familia y él mismo sufrieran el desdén de la nobleza y el clero de Madrid si se dejaban enredar en mis planes.

—Me gustaría ver al arzobispo. Si Su Majestad el rey concediera una audiencia a los emisarios...

—Ya nos hemos puesto en contacto con el secretario del arzobispo. —Mi tío meneó la cabeza consternado—. La respuesta fue que todo dependerá del resultado del Consejo de Obispos. El arzobispo no puede disponer una audiencia para los japoneses sin tener en cuenta las opiniones de los obispos. No es una cuestión comercial... Este es un problema vinculado con la obra misionera en Asia. Pero haremos todo lo que podamos por ti.

Vi tras las palabras de mi tío que el arzobispo trataba de eludir el fastidioso problema que yo creaba. Estreché las manos de mis parientes. Me escoltaron hasta la galería, donde subí a mi coche.

Caía una fría lluvia. Regresé al monasterio por la calle empedrada. La luz de las farolas callejeras iluminaba las imágenes de Nuestra Señora colocadas en los muros; la ciudad estaba tranquila y oscura. Escuché el ruido de los cascos, cerré los ojos y volví a evocar el rostro del padre Valente, a quien todavía no conocía. Traté de imaginar cómo rebatiría mis argumentos. Oí en alguna ventana la fuerte risa de una mujer.

Abrí la puerta y encendí una vela en el vestíbulo. Mientras caminaba por el largo pasillo hacia el dormitorio, vi algunos japoneses delante de mi puerta.

—¿Quién es?

La llama de la vela iluminó los rostros y las vestiduras de los tres emisarios. Advertí gotas de agua en mis ropas.

—¿No os habéis acostado aún?

—Señor Velasco —dijo Hasekura con voz tensa—. ¿Cuándo sabréis algo acerca de nuestra audiencia con el rey?

—¿Por qué me preguntáis eso? Estoy haciendo todo lo posible. Dentro de un mes...

El Consejo de Obispos debía reunirse a mediados de enero. En esa reunión me enfrentaría con los jesuitas. Con el candelabro en la mano, expliqué esto a los emisarios. Sus servidores ya estaban dormidos y en el edificio hacía frío. Hablé a los tres emisarios, que escuchaban con expresiones duras, de la enorme influencia que tenían las decisiones del clero sobre la política extranjera de la corte.

—Entonces, si todo marcha bien en ese debate...

—Espero que así sea. De eso depende vuestra audiencia con el rey.

—¿Ganaréis?

—Eso no lo sé —sonreí—. Vosotros, como samuráis, iríais a la batalla aunque no hubiera esperanza de victoria. También yo soy así.

—Señor Velasco. —Nishi dio un paso adelante—. Si os ayuda..., yo estoy dispuesto a convertirme al cristianismo.

A la luz de mi vela vi que Tanaka había perdido su confianza habitual.

—¿También piensan así el señor Tanaka y el señor Hasekura? —pregunté.

Ni Tanaka ni Hasekura respondieron. Pero me parecieron menos obstinados que cuando habíamos hablado de ese asunto en Sevilla.

El día de la reunión del Consejo de Obispos volvió a llover. El agua caía por los tejados del Tribunal de la Inquisición y formaba negras charcas en el patio. Los coches entraban uno tras otro salpicando agua y barro. Los guardias abrían las puertas de los coches; los obispos con sus mantos ondulantes se ponían al amparo de los paraguas que los criados sostenían y desaparecían en el interior del edificio.

Dos hombres de uniforme negro, frente a la pesada puerta, indicaban su sitio a cada obispo. Velasco estaba frente al estrado de los obispos y al lado del padre Valente.

«De modo que éste es el padre Valente.» Con cierta sorpresa, Velasco miró al pequeño anciano; sentado a poca distancia, con las manos unidas sobre el regazo. Ese hombre de ropas pobres, con los ojos cerrados y expresión de cansancio, era el padre Valente.

Desde que recibiera la carta de su tío en Veracruz, Velasco había pasado casi todo el tiempo tratando de imaginar el aspecto de su opositor. En sus ensueños diurnos, el padre Valente poseía una penetrante inteligencia y de vez en cuando dejaba escapar una sonrisa sardónica. En nada se parecía a ese anciano de hombros caídos como si los hubiera desgastado la vida. En lugar de sentir alivio ante la apariencia de su adversario, Velasco se sintió abochornado. Le parecía inexcusable haberse atormentado tanto tiempo por un hombre tan viejo y tan débil.

Como si hubiera sentido la mirada de Velasco, el padre Valente abrió los ojos y lo miró. Luego lo saludó moviendo levemente la cabeza, con una sonrisa llena de simpatía.

Un hombre uniformado hizo sonar una campanilla. Los obispos, que recordaban a Velasco una bandada de buitres, se sentaron en fila frente a Velasco y al padre Valente e intercambiaron algunas palabras entre ellos con aire solemne.

El obispo que presidía el Consejo se puso de pie y empezó a leer un papel. El Consejo Episcopal de Madrid estudiaría la discordia entre los jesuitas y los franciscanos acerca de los métodos de evangelización en el Japón y trataría de establecer las calificaciones de los emisarios japoneses que habían venido a Madrid.

Su voz suave llegaba a todos los rincones de la habitación silenciosa; los demás obispos permanecían inmóviles y miraban a Velasco y al padre Valente con los ojos fríos de los muertos.

—Resumiremos el problema. —El obispo presidente, después de leer su declaración, se dirigió a sus colegas—. Hace quince años, Su Santidad el Papa Clemente VIII concedió, mediante la bula Onerosa Pastoralis, a varias órdenes el derecho de evangelizar el Japón, anteriormente restringido a la Compañía de Jesús. Los franciscanos enviaron de inmediato once misioneros al Japón. El padre Velasco, que se encuentra aquí, formaba parte de ese grupo. Él considera que el deterioro del esfuerzo misionero en el Japón, desde la llegada de Francisco Javier en 1549, se debe a errores cometidos por los jesuitas; desea que mejore esta situación y sostiene que hay motivos suficientes para el optimismo. Los jesuitas, por otra parte, afirman que un brusco cambio en el gobierno del Japón ha obstaculizado la obra misionera e insisten en que los problemas actuales no se deben a errores en los métodos de evangelización sino a otras causas. Por esta razón propongo que escuchemos el informe detallado de las dos partes en discordia acerca de la situación.

Los obispos conversaron en voz baja con sus colegas más cercanos y luego aceptaron la propuesta. Mientras deliberaban, Velasco los miró con su habitual seguridad. El padre Valente de la Compañía de Jesús se mantenía inmóvil, con las manos unidas.

Velasco se puso de pie cuando pronunciaron su nombre. Desplegó una deliberada sonrisa. Respetuosamente expresó su gratitud por el honroso encargo de describir sus sentimientos y experiencias en relación a la obra misionera en el Japón.

—Durante medio siglo la evangelización en el Japón avanzó sin dificultad, indudablemente a causa de la dedicación de nuestros hermanos de la Compañía de Jesús. Siento el más profundo respeto por la obra y por los sacrificios de la Compañía de Jesús.

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