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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

Temerario I - El Dragón de Su Majestad (12 page)

BOOK: Temerario I - El Dragón de Su Majestad
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Aquél era el lugar que Portland, mostrándose muy ansioso, le había mencionado.

—No podemos desperdiciar un instante en prepararles para el deber —prosiguió Powys—, y no me sorprendería que Temerario alcanzase el peso para un combate de verdad a finales del verano.

—Señor, disculpe. Nunca he oído hablar de ese lugar. ¿Me equivoco al pensar que está en Escocia? —preguntó Laurence con la esperanza de sonsacarle a Powys.

—Sí. Se encuentra en el condado de Inverness. Es uno de los centros secretos más grandes y no hay duda de que es el mejor para un entrenamiento intensivo —explicó Powys—. El teniente Greene le aguarda fuera: él le mostrará el camino y le señalará un refugio para pernoctar a lo largo de la ruta. Estoy seguro de que no va a tener ninguna dificultad en alcanzar el lugar.

Era una orden bastante clara de que se retirase y supo que no debía formular nuevas preguntas. En todo caso, tenía una petición más urgente, por lo que dijo:

—Hablaré con el teniente, señor, pero, si no tiene inconveniente, me gustaría detenerme a pasar la noche en la casa que mi familia tiene en el condado de Nottingham. Hay espacio de sobra para Temerario y podremos ofrecerle un ciervo como cena.

En aquella época del año, sus padres estarían allí, y los Galman se encontraban a menudo en el país, de modo que tendría una oportunidad de ver a Edith, aunque fuera por poco tiempo.

—Sin duda, ¡cómo no! —contestó Powys—. Lamento no poder concederle un permiso más largo; se lo merece, pero creo que no debemos perder tiempo. Una semana podría marcar una diferencia decisiva.

—Gracias, señor. Lo entiendo perfectamente —respondió Laurence, antes de saludar con una inclinación de cabeza y marcharse.

Inició los preparativos en cuanto el teniente Greene le proveyó de un excelente mapa en el que figuraba la ruta. Se había pasado bastante tiempo en Dover en busca de sombrereras livianas. Creía que la forma cilíndrica se ajustaría mejor al cuerpo de Temerario y ahora iba a transferir sus pertenencias a las mismas. Sabía que constituía una imagen poco habitual llevar una docena de cajas más adecuadas para los sombreros de las damas que para Temerario. No logró contener cierta sensación de suficiencia una vez que las hubo sujetado a la panza de Temerario y vio lo poco que alteraban su contorno.

—Resultan bastante cómodas y apenas las noto —aseguró el dragón, al tiempo que se alzaba sobre las patas traseras y aleteaba varias veces para cerciorarse de que estaban bien sujetas, tal y como había hecho Laetificat en Madeira—. ¿No podríamos conseguir uno de esos entoldados? Desviaría el viento y montar resultaría mucho más cómodo.

—No tengo ni idea de cómo armarlo —contestó Laurence, sonriendo ante su preocupación—, pero estaré bien. No tendré frío con este sobretodo de cuero que me han proporcionado.

—En cualquier caso, ha de esperar a disponer del arnés adecuado. Los entoldados requieren mosquetones de cierre. Ya está casi listo para partir, ¿no, Laurence? —Bowden se les había acercado y se incorporó a la conversación sin previo aviso. Se reunió con Laurence, que estaba de pie frente al pecho de Temerario, y se agachó levemente para examinar las sombrereras—. Mmm, ya veo que se inclina por subvertir todas nuestras costumbres a su conveniencia.

—No, señor, espero que no —repuso Laurence, refrenando el genio. No servía de mucho marcar las distancias con aquel hombre, ya que era uno de los comandantes de grado superior de la Fuerza Aérea y bien podría tener algo que decir sobre los futuros destinos de Temerario—, pero mi baúl de marino era difícil de llevar y me parecía que las sombrereras eran el mejor sustituto posible a tan corto plazo.

—Servirán —admitió Bowden, envarándose—. Espero que se libre de su forma de pensar de marino con la misma facilidad que del baúl, Laurence. Ahora, es usted un aviador.

—Lo soy, señor, y de buen grado, pero no puedo fingir que pretendo desprenderme de los hábitos y la forma de ser de toda una vida. Lo intente o no, dudo incluso que eso sea posible.

Por fortuna, Bowden no se enojó, aunque movió la cabeza.

—No, no lo es, y así lo dije… En fin. He venido a aclarar algo. Comprenderá que no debe comentar ningún aspecto de su adiestramiento con nadie que no forme parte de la Fuerza Aérea. Su Majestad considera apropiado que utilicemos el cerebro para lograr el mayor rendimiento posible en el servicio, pero nos disgusta tomar en consideración las opiniones de quienes no pertenecen al cuerpo. ¿Me he explicado con claridad?

—Completamente —contestó de manera forzada. La peculiar orden parecía confirmar sus peores sospechas, pero resultaba difícil formular alguna objeción si ninguno de ellos se abría y hablaba con claridad; era exasperante—. Señor —dijo mientras se devanaba los sesos para intentar sonsacarle de nuevo—, le quedaría muy agradecido si fuera tan amable de decirme qué hace del centro de Escocia un lugar tan apropiado para mi entrenamiento; de ese modo sabría qué esperar.

—Se le ha ordenado ir allí. Eso es lo que convierte al lugar en el único apropiado —contestó Bowden con acritud. Luego pareció sosegarse, ya que añadió con tono menos áspero—: El director de entrenamiento de Laguán está especialmente capacitado para adiestrar con rapidez a cuidadores novatos.

—¿Novatos? —repitió Laurence, mirándolo sin comprender—. Creía que un aviador se incorporaba al servicio a los siete años. No querrá decir que los niños empiezan a cuidar a los dragones a esa edad…

—No, por supuesto que no —dijo Bowden—, pero usted no es el primer cuidador que viene de fuera de nuestras filas o sin tanto entrenamiento como el que podríamos ofrecer. De vez en cuando un dragón recién salido del huevo sufre un ataque de mal humor y hemos de aceptar a cualquier voluntario. —Soltó una risotada—. Los dragones son criaturas extrañas, no hay forma de entenderlos. Algunos incluso les toman cariño a oficiales de la Marina.

Dio una palmada a la ijada de Temerario y se marchó tan inopinadamente como había aparecido, sin una palabra de despedida, pero en apariencia de mejor humor, y dejando a Laurence casi tan desconcertado como antes.

El vuelo al condado de Nottingham duró varias horas y le concedió el lujo de disfrutar de más tiempo libre del que esperaba disponer en Escocia. Prefería no imaginar qué era lo que Bowden, Powys y Portland esperaban que rechazara intensamente, y aún menos suponer, lo que tendría que hacer si descubría que la situación era insostenible.

Había tenido una única experiencia verdaderamente desagradable a lo largo de su carrera en la Armada, a los diecisiete años, cuando al poco de ser nombrado teniente, le habían asignado al Shorwise a las órdenes del capitán Barstowe, un hombre bastante mayor, una reliquia de los viejos tiempos de la Armada, cuando no se exigía que los oficiales fueran también caballeros. Barstowe era el hijo de un mercader de escasa riqueza y una mujer de menos reputación. Se había embarcado siendo niño en uno de los barcos de su padre y había perseverado hasta entrar en la Armada como gaviero. Hizo gala de un gran valor en la batalla y demostró tener buena cabeza para los números, lo cual le valió la primera promoción a sobrecargo y luego a teniente, y gracias a un golpe de suerte incluso llegó a capitán de fragata, pero jamás perdió la ordinariez de sus orígenes.

Y lo que era peor, Barstowe era consciente de no saber desenvolverse en sociedad y albergaba resentimiento hacia quienes, en su mente, le hacían sentir esa carencia. No era un resentimiento inmerecido, pues había muchos oficiales que le miraban con recelo y murmuraban de él, pero el trato fácil y desenvuelto de Laurence constituía un insulto intencionado y no tuvo misericordia a la hora de castigarle. El capitán murió de neumonía a los tres meses de viaje. Probablemente, eso había salvado la vida a Laurence, y al menos, le había liberado del continuo agotamiento, consecuencia de hacer dobles y triples guardias, una dieta a base de galleta y agua y el riesgo que entrañaba tener que dar órdenes a los encargados de los cañones, los peores tripulantes, los más torpes.

Laurence aún sentía un terror atávico cuando pensaba en la experiencia. No estaba preparado en lo más mínimo para obedecer a otro hombre de aquellas características y veía una indirecta en las ominosas palabras de Bowden sobre el hecho de que la Fuerza Aérea aceptaría a cualquiera que tomara un dragón recién salido del huevo, en el sentido de que su entrenador o tal vez sus compañeros de adiestramiento se parecieran a Barstowe. Era cierto que ya no tenía diecisiete años ni estaba indefenso, pero ahora debía tomar en consideración los intereses de Temerario y el deber que compartían.

De forma involuntaria, las manos sujetaron con más fuerza las riendas; Temerario le buscó con la vista y preguntó:

—¿Te encuentras bien, Laurence? Estás muy callado.

—Perdona, tenía la mente en otro sitio —contestó el jinete al tiempo que palmeaba el cuello del dragón—. No es nada. ¿No estás cansado? ¿Te apetece que nos detengamos a descansar un poco?

—No, no estoy cansado, pero me estás mintiendo. Tu voz suena muy desdichada —repuso Temerario con ansiedad—. ¿No es bueno que vayamos a empezar a entrenar o echas de menos tu nave?

—Veo que empiezo a ser transparente para ti —comentó Laurence arrepentido—. No, no añoro para nada mi nave, pero he de admitir que me preocupa un poco lo relativo a nuestro adiestramiento. Powys y Bowden se han comportado de forma muy extraña al respecto, y no estoy seguro de qué clase de recepción nos aguarda en Escocia ni si nos gustará.

—Si no queremos, siempre podemos volver a irnos, ¿no? —replicó Temerario.

—No es tan fácil. Ya sabes, no somos libres —respondió Laurence—. Soy un oficial del rey y tú eres un dragón del rey. No podemos hacer lo que nos plazca.

—No conozco al rey, y no le pertenezco como si fuera una oveja —contestó Temerario—. Si le pertenezco a alguien, es a ti, y tú a mí. No voy a quedarme en Escocia si eres desgraciado allí.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Laurence.

No era la primera vez que el dragón mostraba una inquietante tendencia a la independencia, que parecía ir en aumento a medida que crecía y empezaba a pasar despierto la mayor parte del tiempo. El propio Laurence no estaba muy interesado en filosofía política y descubría con tristeza que era desconcertante tener que idear explicaciones para lo que tan natural y obvio le resultaba.

—No es exactamente un tema de propiedad, pero le hemos prometido nuestra lealtad. Además —añadió—, lo íbamos a pasar mal para alimentarte si la Corona no paga la cuenta.

—Las vacas son muy sabrosas, pero no me importa comer pescado —dijo Temerario—. Tal vez debiéramos apoderarnos de un barco grande, como el del transporte, y regresar al mar.

Laurence se rió de la idea.

—¿Debo convertirme en un pirata del rey e ir saqueando las Antillas hasta llenar un refugio con el oro arrebatado para ti a las naves mercantes?

Acarició el cuello de Temerario.

—Parece emocionante —contestó el dragón; era obvio que la posibilidad había estimulado su imaginación—. ¿No podemos hacerlo?

—No. Hemos nacido demasiado tarde. Ya no hay piratas. Los españoles quemaron a la última banda de piratas fuera de la isla Tortuga el siglo pasado. Ahora solo hay unas pocas naves independientes o tripulaciones de dragones a lo sumo, y ésos siempre corren peligro de que los derriben. No te gustaría luchar por pura codicia, de veras. No es lo mismo que hacerlo cumpliendo tu deber con el rey y tu país, con el convencimiento de que estás protegiendo Inglaterra.

—¿Necesita que la protejan? —inquirió Temerario mirando hacia abajo—. Todo está en calma hasta donde alcanza la vista.

—Sí, porque es tarea nuestra y de la Armada hacer que sea así —contestó Laurence—. Los franceses cruzarían el canal de la Mancha si no hiciéramos nuestro trabajo. Están ahí, al este, no muy lejos, y Bonaparte dispone de un ejército de cien mil hombres a la espera de cruzarlo en cuanto se lo permitamos. De ahí que debamos cumplir nuestro deber. Ocurre lo mismo con los marineros del Reliant: el barco no navegaría si hicieran siempre su capricho.

En respuesta a esto, Temerario rumió para sus adentros al tiempo que emitía un sonido gutural desde lo más profundo. Laurence sintió la vibración a través de su propio cuerpo. El ritmo del dragón se aminoró ligeramente. Planeó sin batir alas durante un tiempo y luego volvió a aletear para recuperar altura, subiendo en espiral antes de estabilizarse otra vez. Aquella forma de volar se asemejaba bastante a alguien que pasea impaciente de un lado para otro. El dragón se volvió hacia él de nuevo.

—Laurence, he estado pensando… Si debemos dirigirnos a Loch Laggan, no hay que tomar ninguna decisión ahora, ya que no sabemos qué es lo que puede ir mal allí, y ahora no podemos pensar en nada. No deberías preocuparte hasta que hayamos llegado y veamos cómo están las cosas.

—Amigo, es un consejo excelente y lo tendré en cuenta —contestó Laurence, aunque luego añadió—: pero no estoy seguro de conseguirlo. Se me hace difícil no pensar en nada.

—Podrías volver a contarme historias de la Armada, sobre cómo sir Francis Drake y Conflagrada destruyeron a la flota española —sugirió Temerario.

—¿Otra vez? Bueno, pero a este paso empezaré a dudar de tu memoria.

—Recuerdo la historia perfectamente —replicó el dragón, indignado—, pero me gusta oírte contarla.

El resto del vuelo transcurrió sin que volviera a tener un momento libre para preocuparse. Temerario le obligaba a repetir sus fragmentos favoritos y le formulaba preguntas sobre dragones y naves a las que ni siquiera un erudito podría haber respondido, al menos a juicio de Laurence. Finalmente, se acercaron a la mansión familiar en Wollaton Hall a última hora de la tarde; el crepúsculo brillaba en los numerosos ventanales.

Con las pupilas muy dilatadas, Temerario sobrevoló en círculos la casa un par de veces, alejado de posibles curiosos. Laurence miró hacia abajo e hizo recuento de las ventanas iluminadas y comprendió que la casa no podía estar vacía. Había dado por hecho que sí lo estaría, pues la temporada aún estaba en su apogeo en Londres, pero ahora ya era demasiado tarde para buscar otro lugar para el dragón.

—Temerario, ha de haber un prado vacío ahí abajo, a la derecha, detrás de los establos.

—Sí, lo rodea una cerca —contestó el dragón después de mirar—. ¿Aterrizo ahí?

—Sí, te lo ruego. Me temo que debo pedirte que te quedes ahí. A los caballos les va a dar un ataque si te ven rondar cerca de los establos.

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