Read Temerario I - El Dragón de Su Majestad Online

Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

Temerario I - El Dragón de Su Majestad (10 page)

BOOK: Temerario I - El Dragón de Su Majestad
5.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Dos aviadores le esperaban en el camarote de Croft: el capitán Portland, un hombre alto, enjuto, de facciones severas y nariz parecida a la de una tortuga «pico de halcón», lo que le hacía guardar cierta semejanza con un dragón, y el teniente Dayes, un joven de apenas veinte años, con una larga coleta pelirroja, cejas a juego y expresión poco amigable. La actitud distante estaba a la altura de la reputación de los aviadores y, a diferencia de Laurence, ninguno de los dos hizo ademán de saludarle con una inclinación.

—Bueno, Laurence, es un tipo muy afortunado —empezó Croft tan pronto como las forzadas presentaciones hubieron terminado—. Después de todo, vamos a tenerle de vuelta en el Reliant.

Laurence, que aún estaba evaluando a los aviadores, se detuvo al oír esto y dijo:

—¿Cómo dice?

Portland lanzó a Croft una mirada desdeñosa, ya que el comentario que terminaba de hacer había sido poco diplomático, si no ofensivo.

—Ha prestado un valioso servicio a la Fuerza Aérea, sin duda —dijo con fría formalidad mientras se volvía hacia Laurence—, pero espero no tener que pedirle que preste ese servicio por más tiempo. El teniente Dayes ha venido a relevarle.

Laurence miró confuso a Dayes, quien le devolvió la mirada con un punto de hostilidad en los ojos.

—Señor —dijo hablando con lentitud; pensaba con dificultad—. Tenía entendido que no se podía relevar al cuidador de un dragón; que debía estar presente desde el momento de la rotura del huevo. ¿Estoy equivocado?

—En circunstancias normales, tiene razón y es lo deseable —respondió Portland—. Sin embargo, en ocasiones el cuidador muere, por herida o enfermedad, y en más de la mitad de los casos somos capaces de convencer al dragón de que acepte a otro nuevo. En este caso, espero conseguirlo y que la juventud de Temerario —prosiguió, arrastrando el nombre con leve aire de disgusto—facilite el reemplazo.

—Ya veo —contestó Laurence.

No consiguió pronunciar ni una palabra más. Tres semanas atrás, la noticia le hubiera producido el mayor de los júbilos; ahora, por extraño que pareciera, le entristecía.

—Le estamos agradecidos, por supuesto —añadió Portland, tal vez sintiendo que necesitaba una respuesta más amable—, pero al dragón le irá mucho mejor en manos de un aviador adiestrado y estoy seguro de que la Armada no va a estar dispuesta a perder a un oficial tan abnegado.

—Es usted muy amable, señor —replicó Laurence ceremoniosamente con una inclinación de cabeza.

El cumplido no había sido espontáneo, pero vio que había hecho con sinceridad el resto de un comentario que tenía toda la sensatez del mundo. Sin duda, Temerario estaría mejor en manos de un aviador adiestrado, alguien que supiera manejarlo de forma adecuada, de igual modo que una nave estaría mejor en manos de un auténtico marino. Que Temerario hubiera acabado con él había sido un puro accidente y ahora que conocía la verdadera naturaleza del dragón, era aún más obvio que éste merecía un compañero con el mismo grado de destreza.

—Prefiere a un hombre entrenado en ese puesto, es lógico, claro, y me alegro de haberle sido de utilidad. ¿He de llevar al señor Dayes junto a Temerario ahora?

—¡No! —exclamó Dayes con acritud, sólo para enmudecer ante la mirada de Portland.

—No, gracias, capitán —respondió Portland con más amabilidad—. Al contrario, preferimos proceder exactamente como si el cuidador del dragón hubiera muerto para mantener el procedimiento lo más parecido a los métodos fijos que hemos aplicado para que la criatura se acostumbre al nuevo cuidador. Sería mejor que el dragón no volviera a verle nunca más.

Aquello supuso un revés. Laurence estuvo a punto de discutir, pero al final se calló y se limitó a hacer otra reverencia. Su único deber era retirarse si eso iba a facilitar el proceso de transición.

Aun así, era muy desagradable pensar que no iba a volver a ver a Temerario. Era su deber no despedirse ni pronunciar unas últimas palabras amables, sino limitarse a retirarse como un desertor. El pesar le abrumaba cuando abandonó el Commendable, y no se había disipado por la tarde. Se iba a reunir con Riley y Wells para cenar, que ya le esperaban en el salón del hotel cuando llegó. Hizo un esfuerzo por sonreír y dijo:

—Bueno, caballeros, después de todo, parece que no se van a librar de mí.

Parecían sorprendidos. Poco después, le felicitaron con entusiasmo y brindaron por su libertad.

—Son las mejores noticias que he oído en la última quincena —aseguró Riley al tiempo que alzaba la copa—. A su salud, señor.

Estaba claro que se comportaba con total sinceridad, a pesar de que lo más probable era que su regreso le costara el ascenso. A Laurence le afectó sumamente. Tomar conciencia de su sincera amistad alivió un poco el pesar y fue capaz de devolver el brindis con ademanes muy similares a los que acostumbraba.

—Parece que llevaron el asunto de forma más bien extraña —comentó Wells algo más tarde, frunciendo el ceño cuando Laurence contó el encuentro con una breve descripción—. Casi parece un insulto para usted, señor, y también para la Armada, como si un oficial de la Marina no fuera lo bastante bueno para ellos.

—No, no del todo —dijo Laurence, aunque en su fuero interno no se sentía muy convencido de su interpretación—. Estoy seguro de que tanto a ellos como a la Fuerza Aérea les preocupaba Temerario, y con toda razón. No se puede esperar que les entusiasme la idea de tener a un novato a lomos de una criatura tan valiosa. A nosotros también nos gusta ver a un oficial de la Armada impartir órdenes en un buque de primera.

Lo dijo tal y como lo creía, pero eso no le consolaba demasiado. A pesar de la excelente compañía y la buena comida, tomó conciencia del dolor de la separación a medida que avanzaba la velada; ya se había convertido en un hábito arraigado pasar las noches leyendo con Temerario, o hablando con él, o durmiendo a su lado, y aquella interrupción era dolorosa. Era consciente de que no estaba ocultando adecuadamente sus sentimientos. Riley y Wells le dirigían miradas ansiosas y hablaban más para cubrir sus silencios, pero no conseguía fingir el despliegue de júbilo que los hubiera tranquilizado.

Les habían servido el pudín y mientras Laurence se esforzaba por tomar un poco, un muchacho acudió a la carrera con una nota del capitán Portland para él en la que le pedía que acudiera a la casita a la mayor brevedad. Laurence se levantó de la mesa de un salto, se excusó con una explicación de pocas palabras y se precipitó a la calle sin esperarse a recoger el sobretodo. La noche de Madeira era cálida y no le importaba ir sin él, en especial después de haber caminado a buen paso durante unos minutos. Cuando, sofocado, llegó a la casita de las afueras, le hubiera gustado tener una excusa para quitarse el pañuelo de lazo que llevaba en el cuello.

Las luces interiores estaban encendidas. Le había ofrecido el uso de la casa al capitán Portland para comodidad suya, y la de Dayes al estar cerca del campo. Entró cuando Fernáo le abrió la puerta y encontró a Dayes sentado a la mesa con el rostro entre las manos, rodeado por varios jóvenes que lucían el uniforme de la Fuerza Aérea mientras Portland permanecía junto a la chimenea, contemplando el fuego con rígida expresión de reproche.

—¿Ha ocurrido algo? —inquirió Laurence—. ¿Está enfermo Temerario?

—No —replicó Portland con aspereza—. Se ha negado a aceptar el reemplazo.

De pronto, Dayes se levantó bruscamente de la mesa y avanzó un paso hacia Laurence.

—¡Es intolerable! Un Imperial en manos de un zoquete sin formación de la Armada, un auténtico bobo… —gritó.

Sus amigos le contuvieron antes de que dijera otra inconveniencia, pero la expresión seguía siendo terriblemente ofensiva, y de inmediato Laurence echó mano a la empuñadura de su sable.

—Señor, defiéndase —dijo airadamente—, esto es demasiado.

—Alto ahí. No hay duelos en la Fuerza Aérea —dijo Portland—. Andrews, por amor de Dios, llévale a la cama y adminístrale un poco de láudano.

El joven que aferraba el brazo izquierdo de Dayes asintió y en compañía de los otros tres arrastró fuera de la estancia al teniente, que no dejó de forcejear, y dejaron solos a Laurence y Portland, además de Fernáo, que permanecía con rostro inexpresivo en un rincón, sosteniendo una bandeja con una licorera de oporto.

Laurence giró sobre sus talones en dirección a Portland.

—No puede esperar que un caballero tolere un comentario como ése.

—La vida de un aviador no le pertenece del todo. No puede permitirse arriesgarla sin sentido —replicó con voz cansina—. No hay duelos en la Fuerza Aérea.

La repetida afirmación tenía el marchamo de ley, y Laurence se vio obligado a ver un sentido de justicia en ella. Su mano se relajó mínimamente, aunque el arrebol de la ira no abandonó su rostro.
I

—En ese caso, señor, él ha de disculparse ante mí y la Armada. Era un comentario indignante.

—Y supongo —repuso Portland—que usted jamás ha efectuado ni escuchado comentarios igualmente ultrajantes, pero referidos a los aviadores o la Fuerza Aérea.

Laurence enmudeció ante la manifiesta amargura de la voz de Portland. Jamás se le había ocurrido que seguramente los aviadores oían ese tipo de comentarios y les ofendían. Ahora caía en la cuenta de lo violento que debía de ser aquel resentimiento, dado que el código del Cuerpo ni siquiera les permitía responder.

—Capitán —dijo al fin, con más sosiego—, si esa clase de comentarios se han hecho en mi presencia, le aseguro que nunca he sido responsable de los mismos y me he manifestado contra ellos con la mayor contundencia posible. Jamás he oído de buen grado palabras despectivas contra ninguna división de las Fuerzas Armadas de Su Majestad, ni lo haré.

Ahora le tocó el turno de callar a Portland, que finalmente, aunque a regañadientes, dijo:

—Le he acusado de manera injusta. Me disculpo. Espero que también Dayes le presente sus disculpas cuando se encuentre menos consternado. No hubiera hablado de ese modo de no haber sufrido una decepción tan amarga.

—Deduzco de sus palabras que conocía el riesgo —aventuró Laurence—. No debería haber albergado unas expectativas tan elevadas. Seguramente esperaba tener éxito con un dragón recién salido del cascarón.

—Aceptó el riesgo —replicó Portland—. Ha empleado su derecho a un ascenso. No se le permitirá hacer otro intento a menos que se gane otra oportunidad bajo fuego enemigo, y eso es poco probable.

De modo que Dayes se encontraba en la misma posición que Riley había ocupado antes del último viaje, salvo que tal vez tuviera incluso menos oportunidad dado lo poco numerosos que eran los dragones en Inglaterra. Seguía sin poder perdonar el insulto, pero comprendía mejor la emoción y no podía sino compadecer al pobre diablo, que, al fin y al cabo, sólo era un muchacho.

—Entiendo. Estaré encantado de aceptar una disculpa —dijo; no se podía permitir llegar más lejos.

Portland parecía tranquilizado.

—Me alegro de oír eso —admitió—. Ahora creo que sería mejor que fuera a hablar con Temerario. Le ha echado de menos y creo que no le ha complacido que le pidieran que aceptara a un sustituto. Espero que mañana hablemos de nuevo. No hemos tocado su dormitorio, por lo que no necesita cambiar de habitación.

Laurence necesitaba algo de ánimo mientras, momentos después, se dirigía dando grandes zancadas hacia el campo. Pudo distinguir la mole de Temerario a la luz de la media luna conforme se acercaba. El dragón permanecía aovillado sobre sí mismo y casi inmóvil.

—Temerario —le llamó mientras cruzaba la puerta.

La orgullosa cabeza se levantó de inmediato.

—¿Laurence?

Era doloroso oír aquella nota de duda en su voz.

—Sí, aquí estoy —contestó Laurence, que cruzaba el campo en dirección al dragón a tanta velocidad que al final casi corría.

Temerario dobló las patas delanteras y le rodeó con las alas estrechándole con cuidado mientras entonaba un débil y profundo canturreo. Laurence le acarició el reluciente hocico.

—Dijo que no te gustaban los dragones y que querías volver a tu barco. —Temerario hablaba muy despacio—. Dijo que volabas conmigo sólo en cumplimiento del deber.

Laurence se quedó sin aliento de la rabia. La hubiera emprendido a puñetazo limpio con Dayes de haberlo tenido delante.

—Mentía, Temerario —aseguró con dificultad, medio ahogado por la rabia.

—Sí, eso pensé —dijo el dragón—, pero no era agradable de oír, e intentó tirar de mi cadena. Eso me enfureció. No se marchó hasta que le expulsé y entonces seguías sin venir. Pensé que él te impedía acercarte, pero no sabía dónde ir en tu busca.

Laurence se inclinó hacia delante y frotó la suave y cálida piel contra su mejilla.

—Lo siento mucho. Me persuadieron para que dejara de cuidarte y él tuviera la oportunidad de hacerlo por tu propio bien, pero debería haber adivinado la clase de tipo que era.

Temerario se mantuvo en silencio durante varios minutos mientras permanecían cómodamente juntos. Luego dijo:

—Laurence, supongo que ya soy demasiado grande para estar a bordo de una nave.

—Sí, mucho, salvo para un barco de transporte de dragones —contestó el marino ladeando el rostro, perplejo por la pregunta.

—Permitiré que alguien me monte si deseas volver a tu barco —aseguró Temerario—, pero a él no, por haberme mentido. No te obligaré a quedarte.

Laurence se quedó petrificado durante unos instantes con las manos aún en la cabeza de Temerario y el cálido aliento del dragón envolviéndole.

—No, compañero —repuso al fin en voz baja, consciente de que no decía más que la verdad—. Te prefiero a ti antes que a cualquier nave de la Armada.

Segunda Parte
Capítulo 4

—No, saca más el pecho, como yo.

Laetificat se puso en cuclillas e hizo una demostración. La enorme circunferencia de la panza de color rojo y oro aumentó cuando inspiró.

Temerario imitó el movimiento. Su dilatación fue visualmente menos espectacular al carecer de marcas tan vividas y, por supuesto, al pesar una quinta parte de lo que pesaba la hembra de Cobre Regio, pero esta vez consiguió proferir un rugido mucho más fuerte.

—Listo —dijo complacido mientras volvía a apoyarse sobre las cuatro patas.

Las vacas recorrían el redil despavoridas.

—Mucho mejor —concedió Laetificat, que rozó con suavidad el lomo de Temerario en señal de aprobación—. Practica a la hora de las comidas. Te ayudará a mejorar tu capacidad pulmonar.

BOOK: Temerario I - El Dragón de Su Majestad
5.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Snakes' Elbows by Deirdre Madden
The Sword of the Lady by Stirling, S. M.
Such Is Life by Tom Collins
The Warrior by Erin Trejo
The League of Sharks by David Logan
In the Empire of Ice by Gretel Ehrlich
The Countess by Catherine Coulter