Read Temerario I - El Dragón de Su Majestad Online

Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

Temerario I - El Dragón de Su Majestad (7 page)

BOOK: Temerario I - El Dragón de Su Majestad
11.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El buque insignia del almirante Croft estaba en el puerto. El Reliant navegaba de forma nominal bajo sus órdenes. Riley y Laurence habían acordado en privado que los dos juntos le pondrían al comente de lo insólito de la situación. El Commendable envió un mensaje transmitido mediante banderas de señales: «Capitán, acuda a informar», casi al mismo tiempo que echaban el ancla. Laurence se detuvo sólo un instante para hablar con Temerario, a quien aleccionó con inquietud:

—Recuerda, debes permanecer a bordo hasta mi regreso.

Aunque Temerario jamás le iba a desobedecer de forma voluntaria, cualquier novedad interesante le podía distraer y Laurence no confiaba en que el dragón fuese a permanecer en la nave cuando le estaba esperando todo un nuevo mundo por explorar.

—Te prometo que sobrevolaremos toda la isla a mi vuelta. Mira todo lo que quieras. Entretanto, el señor Wells te va a traer una ternera fresca y algún cordero, que nunca los has probado.

Temerario suspiró levemente, pero inclinó la cabeza.

—De acuerdo, pero date prisa —replicó—. Me gustaría volar hasta esas montañas y comerme uno de ésos —agregó sin perder de vista a los caballos de tiro de un carruaje cercano.

Los corceles patearon el suelo nerviosamente como si hubieran oído y entendido a la perfección sus palabras.

—Ah, no, Temerario. No puedes comerte cualquier cosa que veas en las calles —dijo Laurence alarmado—. Wells te traerá algo enseguida.

Atrajo la atención del tercer teniente, a quien le transmitió la urgencia de la situación; después de una última mirada dubitativa, bajó por la plancha y se reunió con Riley.

El almirante Croft los aguardaba con impaciencia. Al parecer, había oído parte del revuelo. Era un hombre alto y llamativo, especialmente por la notoria cicatriz y la mano falsa sujeta al muñón del brazo izquierdo; los dedos de hierro se movían gracias a una serie de muelles y gatillos. Había perdido la extremidad poco antes de su promoción al Almirantazgo, y había ganado mucho peso desde aquel momento. No se levantó cuando entraron en el gran camarote, se limitó a fruncir el ceño e indicar que se sentaran en las sillas con un movimiento del brazo.

—Muy bien, Laurence, explíquese. Supongo que todo este alboroto guarda relación con ese dragón salvaje que tiene ahí abajo.

—Señor, ese dragón se llama Temerario, y no es salvaje —contestó Laurence—. Ayer hizo tres semanas desde que apresamos una nave francesa, el Amitié. Encontramos un huevo en su bodega. Nuestro cirujano tiene ciertas nociones de dracología, fue él quien nos avisó de que iba a eclosionar en breve, por lo que fuimos capaces de arreglarlo… Es decir, le puse el arnés.

Croft se levantó de un repentino salto y miró a Laurence con los ojos entrecerrados, y luego a Riley; sólo entonces se percató del cambio de uniforme.

—¿Qué? ¿Por su cuenta y riesgo? Y, por tanto, usted… Cielo santo, ¿por qué no encomendó esa tarea a uno de los guardiamarinas? —exigió saber—. Esto es llevar el deber muy lejos, Laurence. Que un oficial de la Armada elija pasar a la Fuerza Aérea es un asunto delicado.

—Señor, mis oficiales y yo lo echamos a suertes —continuó Laurence, conteniendo un estallido de indignación. No albergaba deseo alguno de que lo alabaran por su sacrificio, pero que le reprendieran por ello era pasarse de la raya—. Confío en que nadie cuestione mi dedicación al servicio. Sentí que sólo podría ser justo si también yo compartía el riesgo y no eludí esa posibilidad, aunque, llegado el momento, mi papeleta no salió elegida. El dragón estableció un vínculo conmigo, y no podíamos permitirnos el lujo de que rehusara el arnés de la mano de otro.

—¡Caray! —exclamó Croft, que se dejó caer sobre la silla con expresión huraña.

Golpeteó la palma de metal de la izquierda con los dedos de la derecha en un tic nervioso y permaneció sentado en un mutismo absoluto a excepción del débil tintineo de las uñas al entrechocar con el hierro. Transcurrieron largos minutos durante los que Laurence alternó entre imaginar el millar de desastres que Temerario podría ocasionar en su ausencia y la preocupación por lo que Croft pudiera hacer con el Reliant y Riley.

Al fin, el almirante dio un respingo, como si despertara, y agitó la mano buena.

—Bueno, de todos modos, debe de ser un buen botín. Difícilmente van a dar menos por una criatura domesticada que por una salvaje —concluyó—. En cuanto a la fragata francesa, supongo que será una nave de guerra, no un mercante, ¿verdad? En fin, parece tener muchas posibilidades. Estoy seguro de que la podremos aprovechar —agregó; al parecer había recuperado el buen humor.

Laurence se percató con una mezcla de alivio e irritación de que aquel hombre sólo había estado haciendo un cálculo mental de a cuánto ascendería su parte.

—Desde luego, señor. Es una nave en muy buen estado. Tiene treinta y seis cañones —apuntó con amabilidad mientras se callaba unas cuantas cosas que le podría haber dicho.

Nunca más iba a tener que informar a aquel hombre, pero el futuro de Riley seguía en el aire.

—¡Mmm! Ha cumplido con su deber, Laurence, estoy seguro, aunque perderle es una pena. Espero que le guste ser aviador —comentó Croft en un tono que daba a entender que suponía justo lo contrario—. No tenemos ninguna división de la Fuerza Aérea en la zona, y el buque correo sólo viene una vez por semana. Imagino que tendrá que llevarlo a Gibraltar.

—Sí, señor. Pero ese viaje deberá esperar hasta que sea adulto. Es capaz de permanecer en el aire alrededor de una hora, pero no me gustaría arriesgarlo a hacer un viaje largo, aún no —contestó Laurence con determinación—, y entretanto deberemos alimentarlo. Sólo hemos conseguido llegar tan lejos gracias a la pesca y, por supuesto, no puede cazar aquí.

—En fin, Laurence, eso no es problema de la Armada, seguro —replicó Croft; pero antes de que Laurence contestara, el almirante comprendió lo mal que sonaban sus palabras y lo arregló—. Sin embargo, hablaré con el gobernador. Estoy convencido de que se nos ocurrirá algo. Bueno, ahora debemos pensar qué hacer con el Reliant y, por supuesto, con el Amitié.

—Me gustaría señalar que el señor Riley ha estado al mando del Reliant desde que enjaecé al dragón y que lo ha gobernado excepcionalmente bien, trayéndolo sano y salvo a puerto a pesar de un vendaval de dos días —dijo Laurence—. Y también combatió con gran valor en la captura de la presa.

—Oh, sí, estoy seguro, estoy seguro —repuso Croft mientras volvía mover los dedos—. ¿A quién ha puesto al mando del Amitié?

—A mi teniente primero, Gibbs —respondió.

—Sí, por supuesto —repuso Croft—. Bueno, usted mismo debe comprender que sería excesivo por su parte pretender colocar en ese puesto a su teniente primero y a su alférez de navío. No hay tantas buenas fragatas disponibles.

Laurence se contuvo a duras penas. Su superior estaba buscando a todas luces algún pretexto para quedarse con un chollo y concederlo a alguno de sus propios favoritos.

—Señor —replicó con frialdad—, no entiendo sus palabras. Espero que no esté sugiriendo que asumí la tarea de poner el arnés con el fin de generar una vacante. Le aseguro que mi único motivo fue lograr para Inglaterra un dragón muy valioso. Esperaba que Sus Señorías lo vieran de esa forma.

Insistió tanto como le fue posible a la hora de poner de manifiesto su propio sacrificio, bastante más de lo que le hubiera apetecido de no estar en juego el bienestar de Riley. Pero surtió efecto. El recordatorio y la alusión al Almirantazgo hicieron mella en Croft; al menos, carraspeó, canturreó, dio marcha atrás y los despidió sin mencionar otra vez la idea de privar a Riley del mando.

—Señor, estoy en deuda con usted —dijo Riley mientras caminaban juntos de vuelta al barco—. Sólo espero que no vaya a tener dificultades por haberle presionado de esa forma. Supongo que debe de tener mucha influencia.

En aquel momento, Laurence apenas cabía en sí de alivio, ya que habían llegado a la dársena del Reliant y el dragón aún seguía sentado en la popa del barco; en ese instante, se parecía a un matarife ensangrentado y la zona circundante al morro era más roja que negra. El gentío de observadores se había dispersado en su totalidad.

—Si hay algo de bueno en todo este asunto, es que ya no voy a tener que preocuparme mucho de las influencias. Dudo que representen mucha diferencia para un aviador —contestó—. Haga el favor de no preocuparse por mí. ¿Le importaría que fuéramos un poco más deprisa? Creo que ya ha terminado de comer.

Volar ayudó mucho a atemperarle los nervios. Era imposible permanecer enojado mientras toda la isla de Madeira se extendía ante él, el viento le alborotaba los cabellos y Temerario señalaba con excitación nuevos objetos de interés: animales, casas, carretas, árboles, rocas y cualquier cosa a la que le pusiera la vista encima. Desde hacía poco, había desarrollado una postura para volar con la cabeza vuelta parcialmente hacia atrás para poder hablar con Laurence incluso mientras volaban. De mutuo acuerdo, aterrizó en un camino vacío que discurría a lo largo del borde de un profundo valle; un denso banco de nubes se deslizaba por las verdes laderas del sur, ciñéndose al suelo de un modo muy peculiar, y se sentó a contemplar fascinado aquel movimiento.

Laurence desmontó. Todavía se estaba habituando a volar y le alegraba poder estirar las piernas después de una hora en el aire. Caminó por los alrededores durante un buen rato, disfrutando del paisaje. Pensó que al día siguiente se llevaría algo para comer y beber durante el vuelo. Le hubiera gustado tener ahora un bocadillo y un vaso de vino.

—Me gustaría comerme otro de esos corderos —dijo Temerario como si se hiciera eco de los pensamientos del jinete—. Son muy apetitosos. ¿Me puedo comer esos de ahí? Parecen incluso más grandes.

Un magnífico rebaño de ovejas pacía plácidamente en el extremo opuesto del valle, unas manchas blancas recortadas contra el verde.

—No, Temerario. Son ovejas, añojos —le contradijo Laurence—. No son tan buenos, y creo que son propiedad de alguien, por lo que no podemos llevárnoslos. Pero si te apetece venir aquí mañana, veré si puedo llegar a un acuerdo con el pastor para que te aparte uno.

—Me resulta muy extraño que el océano esté lleno de criaturas que uno puede comer a voluntad mientras que en la tierra parece que siempre hay que hablar con alguien —repuso Temerario, decepcionado—. No parece justo. Después de todo, el dueño no se las está comiendo y yo tengo hambre.

—A este paso, me temo que cualquier día van a arrestarme por enseñarte ideas sediciosas —comentó Laurence, divertido—. Pareces un verdadero revolucionario. Sólo debes pensar que tal vez el propietario del rebaño es el mismo tipo a quien le vamos a pedir que nos dé un cordero para tu cena de esta noche. Difícilmente podrá hacerlo si le robamos sus ovejas.

—Me gustaría comerme un buen cordero ahora —murmuró Temerario, pero no fue por ningún animal del rebaño y en vez de eso volvió a examinar el cielo—. ¿Me dejas que subamos por encima de esas nubes? Me gustaría ver por qué se mueven de esa forma.

Laurence contempló la ladera envuelta en un velo de nubes con gesto dubitativo, pero le disgustaba decirle «no» al dragón cuando no resultaba necesario; hacerlo ya era imprescindible con demasiada frecuencia.

—Podemos intentarlo si te apetece —contestó—, pero parece un poco arriesgado. Podríamos chocar fácilmente con la ladera de la montaña.

—Vale, aterrizaré debajo de las nubes y luego podemos subir a pie —dijo Temerario mientras se acuclillaba y bajaba el cuello hasta la altura del suelo para que el piloto pudiera volver a subir—. En cualquier caso, va a ser muy interesante.

Resultaba un poco extraño avanzar a pie en compañía de un dragón, y más aún dejarlo atrás; un paso de Temerario equivalía a diez de Laurence, pero el animal avanzaba despacio, interesado en mirar a uno y otro lado para comparar el nivel de la capa de nubes que cubría el suelo. Al final, Laurence se adelantó un poco y se dejó caer sobre la ladera para esperarle. Estaba muy a gusto a pesar de la densa niebla gracias a las gruesas ropas y el sobretodo impermeable que había aprendido a llevar siempre que volaba.

El dragón prosiguió subiendo a rastras y muy despacio por la colina. Interrumpía el escrutinio de las nubes una y otra vez para mirar una flor o un guijarro. Para sorpresa del jinete, se detuvo en un punto y sacó del suelo una piedra pequeña que llevó a Laurence —empujándola con la punta de la garra, ya que era demasiado pequeña para que la pudiera atrapar—con aparente entusiasmo.

Laurence la sopesó. Tenía casi el tamaño de su puño. Sin duda, resultaba curiosa: era pirita incluida en cristal de roca.

—¿Cómo has podido verla? —preguntó con interés; le dio la vuelta con las manos y la frotó para quitarle la suciedad.

—Sobresalía un poco del suelo y era brillante —explicó Temerario—. ¿Es oro? Me gusta su aspecto.

—No, es sólo pirita, pero es muy hermosa, ¿verdad? Supongo que eres una de esas criaturas acaparadoras —comentó Laurence mientras alzaba los ojos para mirar con afecto a Temerario. Muchos dragones sentían una fascinación innata por las joyas y los metales preciosos—. Me temo que no soy lo bastante rico para ser tu compañero y que no voy a poder darte un montón de oro sobre el que dormir.

—Te prefiero a ti antes que al montón de oro, incluso aunque sea muy cómodo dormir encima —replicó Temerario—. No me importa dormir en la cubierta.

Lo dijo con absoluta normalidad, no había el más mínimo indicio de que pretendiera hacer un cumplido. A continuación, siguió mirando las nubes. Laurence permaneció mirando hacia atrás con una sensación de asombro y extraordinario placer. Apenas podía concebir un sentimiento similar. El único paralelismo imaginable de su vida anterior sería que el Reliant hablara y le dijera que le había encantado tenerle como capitán. Un orgullo y afecto de inconcebible intensidad le embargaron, así como una intensa determinación de demostrar ser merecedor del elogio.

—Me temo que no puedo ayudarle, señor —contestó el anciano mientras se rascaba detrás de la oreja y se enderezaba tras el pesado libro que tenía delante de él—. Poseo una docena de libros sobre razas dragontinas y no puedo encontrarlo en ninguno de ellos. ¿Es posible que cambie la pigmentación cuando sea adulto?

Laurence torció el gesto. Aquél era el tercer naturalista que había consultado en la semana siguiente a la llegada a Madeira y ninguno de ellos había sido capaz de darle la más mínima ayuda al determinar la raza de Temerario.

BOOK: Temerario I - El Dragón de Su Majestad
11.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Samurai by Jason Hightman
The Woman Who Wasn’t There by Robin Gaby Fisher, Angelo J. Guglielmo, Jr.
Seeking Nirvana by V. L. Brock
Sweet Stuff by Kauffman, Donna
Uncle Al Capone by Deirdre Marie Capone
Phantom of the Wind by Charlotte Boyett-Compo
Fractured by Lisa Amowitz
The Alpine Yeoman by Mary Daheim