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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Sólo los muertos (6 page)

BOOK: Sólo los muertos
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La vivienda, un adosado idéntico a otras decenas de adosados de la zona, tenía alarma de seguridad conectada con la central de CEYS (que maldita era la casualidad) dad) y Monroy, tras estudiar el asunto un rato, determinó que allí no había manera de entrar sin alertar al individuo, a CEYS, al vecindario o a todos al mismo tiempo, de su presencia.

En fin, las cosas debían ser de esta manera: a él le tocaba amedrentar al pescadito para que dejase en paz a la hija de Paco Nieves. Y no se le ocurría otra forma que dándole una paliza o amenazándolo con dársela. No obstante, el pescadito era más joven y fuerte que él. Monroy no había llegado a la edad que tenía confiando en el azar, sino pisando en firme. Ahí estaba el asunto de la alarma. En un principio, se había planteado entrar en la casa y esperarlo allí para pillarlo desprevenido. Ahora esa posibilidad quedaba descartada. Existía, eso sí, un tramo de carretera comarcal que separaba la casa del pescadito de la autovía que conducía a la ciudad. Flanqueado a un lado por una gavias de terreno sin edificar y, al otro, por unos cultivos poco frecuentados junto a las ruinas de una vivienda, constituía un sitio ideal para una emboscada.

Sí, pero a ver cómo consigo yo que este cabrón se pare por ahí, pensó mientras dejaba sobre la mesa de la entrada la cartera, las llaves, el móvil y el bolígrafo metálico de resorte que siempre llevaba encima por si acaso.

Puso la televisión para ver qué daban, diciéndose que tendría que recurrir a un plan algo más elaborado de lo que había imaginado en un principio y se preguntó, por enésima vez, quién coño lo mandaba a él a meterse en esos embolados.

Recordó el mensaje que Gloria le había enviado sobre las ocho y media: ACABO D CERRAR. NADA SOBRE HECTOR. BSOS. Y lamentó haberlo recordado, porque eso lo obligaba ahora a encender el ordenador y rastrear la ciberpresencia de Ícaro77 en el foro de marras.

Prendió el artefacto y fue a la cocina para hacerse un sándwich de mortadela y sacar de la nevera una lata de tropical. Se apostó, con los víveres, ante el ordenador y tardó poco en comprobar que sí, Ícaro77 había salido de librerías pero no había encontrado nada más de Espinosa.

He salido de librerías, pero no he encontrado nada de Espinosa, decía, efectivamente, la intervención de Héctor.

Monroy se dijo que ya estaba, que ya era suyo.

Si estás en Las Palmas, busca en Ei2, en la zona de Triana, respondió Athanasiuspernath.

Ya que estaba, aprovechó para consultar su correo electrónico. En la bandeja de entrada, había un correo en cadena proveniente de algún incauto, que solicitaba reenvío a, por lo menos, tres personas, para salvar la vida de una niña con un supuesto tumor cerebral, operable gracias a la ayuda que un no menos supuesto grupo de servidores telemáticos aportarían a la presunta familia de la nena si el número de destinatarios de los reenvíos llegaba a cien. Monroy observó por unos instantes la foto de la criatura, que en ese mismo instante debía de estar jugando, desnutrida pero sana, en algún patio común de algún país latino, ajena al pastón que algún desaprensivo estaba ganando gracias a su imagen. Sin embargo, y aun a sabiendas de que se trataba, con toda seguridad, de un fraude, lo reenvió a Gloria, a Hanif Viram y a Déniz. No lo hizo, como cabría imaginar, por tranquilizar su conciencia, por un por si acaso o un ya se verá. Lo hizo por aquello por lo cual hacía la mayoría de las cosas arbitrarias que llevaba a cabo. Esto es, lo hizo, más que nada, por joder.

Además de aquel intento (consumado) de fraude había un correo de Molina. El texto se limitaba a una pregunta: ¿Qué hay de nuestro amigo?, y a una despedida burocrática: Cordialmente: M.

También por joder, Monroy respondió: Ni rastro, pero estamos en ello. Aburrido: M.

Apagó el ordenador y marcó un número de teléfono. Casi pudo oír, tres pisos más arriba, el grillo anfetaminoadicto del móvil de Gloria. Tardó en contestar, mostrando en su voz el sueño, la alarma y el cabreo por recibir una llamada a esas horas, mitigados en el último instante, al reconocer el número de Monroy en la pantalla.

—¿Qué fue, mi rey?

Monroy odiaba que le respondiesen sabiendo de antemano quién era el que llamaba. Cosas de las nuevas tecnologías.

—¿Estabas dormida?

—No. Bueno, me estaba quedando ¿Qué pasa? ¿Estás bien?

—¿Y por qué no lo iba a estar?

—No sería la primera vez que.

—No, no te preocupes. Estoy bien. Sólo te quería comentar una cosa.

—Dime.

—Es sobre el tal Héctor. Es muy posible que se pase mañana por allí.

—Joder, Eladio.

—¿Qué?

—Que tienes los huevos de piedra. Me despiertas a medianoche para una chorrada que me puedes contar mañana por la mañana. Mira que.

—Vaya, lo siento. Tienes razón.

—Ahora no voy a poder coger el sueño otra vez. ¿Cómo me piensas recompensar?

—Bueno, encanto, pide por esa boquita.

—¿Ya cenaste?

—Sí. Un sándwich.

—¿Y de postre?

—Nada.

—Pues, entonces, sube.

Colgó sin permitirle decir nada más. Él se quedó con el auricular en la mano y se supo sonriente unos segundos. Luego colgó a su vez. Fue al cuarto de baño a lavarse los dientes y a refrescarse un poco. Cogió las llaves, apagó la tele y las luces y salió de casa. Llamó al ascensor diciéndose que no le molestaba hacer frente a ese tipo de deudas.

8

Desde que se había cerciorado de que no lo seguían, había comenzado sus paseos diarios. Aunque no hiciese ninguna falta, la costumbre es la costumbre, y se había pasado más de media vida levantándose a las seis. El hecho de disfrutar justamente de esas horas que antes empleaba para ir al trabajo, amplificaba el placer que le producían las caminatas. Le gustaba levantarse temprano, darse una ducha y desayunar viendo los primeros telediarios. Después se vestía con pantalones sueltos, tenis y algún polo o sudadera y salía a la avenida de Las Canteras, respirando el aire húmedo y salobre del mar. Las primeras mañanas se había dedicado, como cualquier turista o jubilado disconforme, a recorrer la playa que, según pasaban los días, se le hacía más y más pequeña.

Luego fue descubriendo las zonas portuarias, el parque de Santa Catalina (verdadero centro neurálgico de la ciudad en ciertas épocas del año, según le contaron) y, finalmente, la avenida Marítima, flanqueando una autovía que los taxistas y la gente de edad denominaban, sencillamente, «la pista». Paseando por aquella avenida, siguiendo el camino hacia el sur, fue descubriendo, poco a poco, la otra ciudad, aquella otra ciudad que, Nico le explicó, era más exacta a sí misma. Son dos ciudades distintas, que se dan la espalda, que se ignoran mutuamente, le había dicho Nico unos días atrás, hablando del tema, en una de esas tardes en que sacó un rato para acompañarlo de paseo por lo que llaman Vegueta.

El caso es que él, después de este tiempo, aún no había decidido cuál de aquellas dos ciudades le gustaba más, y era alternativamente infiel a una y a otra, aunque sentía debilidad por la zona antigua. Para él presentaba el atractivo de ciertos comercios: las tiendas de decoración de interiores, de antigüedades, de arte se situaban indefectiblemente allí. Así como las librerías, las bibliotecas, las galerías de arte, la mayoría de los museos y teatros. Si el tiempo no era excesivamente bueno, y dejar de ir a la playa no se convertía, por tanto, en un pecado, procuraba llegar en sus paseos a la calle de Triana, cuyo ajetreo le gustaba especialmente por las mañanas. Luego se demoraba en la zona, hasta pasado el mediodía, escaparateando o haciendo compras, y almorzaba leyendo en alguna terraza o tasca de más allá del barranco de Guiniguada. A eso de las tres o las cuatro, cogía una guagua o un taxi y regresaba. No le apetecía llegar al piso antes de esa hora, porque no le gustaba estar solo en aquella vivienda que aún no sentía como suya. Prefería regresar con el tiempo justo para darse una ducha antes de que Nico llegara del trabajo.

En algunas ocasiones, se había arriesgado a esperarlo en la terraza que había frente al restaurante donde trabajaba. A veces, por el ventanuco de la cocina, veía asomar la cabeza de Nico, cubierta con aquel sombrero de papel tan ridículo. No obstante, nunca había entrado. En primer lugar, porque a Nico no le hubiera hecho gracia. Pero también, y sobre todo, porque nunca podía estar del todo seguro de que le habían perdido el rastro y por nada del mundo hubiese puesto a Nico en peligro.

Seguía atormentándose por lo que había ocurrido con Esther. Oficialmente, había sido un accidente. Una mujer sola, que ha bebido tequila y conduce a las tres de la madrugada por una carretera secundaria, con exceso de velocidad y, además, con el teléfono móvil en la mano. Pero él sabía que no era así. Esther lo había telefoneado diez minutos antes. De hecho, si no hubiera recibido esa llamada, posiblemente no hubiese estado aquí, en Las Palmas, a las diez y media de aquel martes lluvioso.

Se había adentrado hacía rato en el bullicio matinal de la calle de Triana, que tanto le recordaba a otras tantas calles de otras tantas ciudades amadas. La lluvia había concedido una tregua y los paseantes, como caracoles, habían surgido para adueñarse otra vez del pavimento. Todas las ciudades hermosas tienen una calle así, donde se mezclan lo nuevo y lo antiguo, y las viejitas de pelo teñido de colores discretos se cruzan con jovencitas de pelo teñido de colores extravagantes; donde siempre los mismos yonquis piden a las mismas amas de casa, que les tienen ya reservadas sus limosnas de unos céntimos y los saludan por el nombre y les aconsejan que cambien de vida; donde los vendedores ambulantes y los músicos callejeros se alternan en las bocacalles mientras la gente entra y sale de los comercios saludándose con indiferencia o ignorándose con familiaridad. Calles así era lo que buscaba cuando perdió un poco el miedo y comenzó a adentrarse en la ciudad.

Caminó a paso regular, parándose aquí y allá, según iban llamando su atención el precio de un perfume, un sombrero que le podría quedar bien a Nico, unos zapatos o una reedición de
Transformer
de Lou Reed. Pero, de pronto, justo un poco después de dejar atrás la tienda de discos, le asaltó una de aquellas corazonadas suyas, normalmente equivocadas, que el instinto de conservación le obligaba, no obstante, a obedecer. Se detuvo ante el escaparate de un todo a un euro y fingió observar una horrenda fuente de plástico que representaba a unas ranas tumbadas en sus hamacas, tomando el sol con biquinis de colores chillones y gafas de sol. Intentaba descubrir, reflejadas en el todavía húmedo cristal, una o dos figuras acechantes, tal y como había visto que ocurría en tantas películas de los años cincuenta.

Durante los momentos en que se mantuvo alerta, no vio nada que pudiera inquietarlo. Lo que sí advirtió fue que su izquierda se había cerrado sobre su colgante, aquel trozo de cerámica que representaba un dedo. El mismo que llevaba siempre salvo en la ducha o en el mar y que Nico había aprendido a odiar desde su llegada a Las Palmas.

Tenía que dejar de hacer aquel gesto. Sacudiendo la cabeza, para alejar así de ella el miedo, continuó camino hasta la calle Travieso, donde, según Nico le había indicado, estaba situada la librería.

* * *

—Lo que hay que hacer, es apoderarse de una vez por todas del Tercer Estado. Telépolis deberá ser del pueblo o finalmente no será —sentenció Manolo en su jerga habitual, mientras bajaba las escaleras desde la plataforma de madera que hacía de segunda planta del establecimiento. Llevaba en las manos una nueva traducción de
El hombre unidimensional
. Pese a las preferencias de Gloria, quien la había relegado al triste rincón de Filosofía, se proponía ponerla en un lugar destacado de la mesa de Novedades.

—No vamos a vender ni uno, ya verás —le dijo Gloria por lo bajinis a Monroy mientras su socio se empeñaba en poner en pie el volumen, apoyándolo en el lomo de una edición de lujo de
Baudolino
.

Aunque empezó siendo poco más que un local rectangular con algunas colecciones de las surgidas en la Transición y un par de anaqueles dedicados a textos políticos, Ei2 había acabado convirtiéndose, tras sucesivas ampliaciones, reorientaciones y modernizaciones en una de las principales librerías de la ciudad, gracias, sobre todo, a los beneficios ingresados en concepto de venta de libros de autoayuda. Para Manolo, el sesentón barbudo, marxista y gordinflón que había fundado el negocio, esta circunstancia era motivo de vergüenza, pero también posibilitadora de echar garbanzos a un puchero que antes solía aparecer bastante tristón.

Manolo se consolaba pensando que también disponía de un interesante stock de textos importantes. Y no se equivocaba del todo. Profesores de filosofía, historiadores y politólogos frecuentaban el negocio.

Después del pequeño rifirrafe, provocado, como de costumbre, por Monroy, Manolo se volvió a su ordenador, donde estaban abiertas, simultáneamente, las páginas de
Rebelión
y de
Le Monde Diplomatique
, mascullando un Como tengamos una oportunidad, ya verás, que sonaba a preparación de mochila bomba de juguete o a tartazo en la jeta del presidente del FMI.

Manolo soñaba últimamente con democracias asamblearias telemáticas, con Portoalegres, Oaxacas y Bolivias que le proporcionaban ejemplos de nuevos modelos de lucha por la democracia social. Monroy pensaba, en realidad, que a veces tenía razón en ilusionarse, aunque si algo le gustaba, era tomarle el pelo a Manolo. Por eso no dejaba pasar la oportunidad de meterle el dedo en el ojo.

—Sí, sí, claro, vamos a aprovechar la oportunidad. Seguro que sí. No hemos podido ni evitar que aquí nos colaran a los Borbones, que encima nos salen por una pasta porque paren como conejos, y ahora vamos a organizar una democracia social y directa en el mundo entero. Venga ya, Manolo Todo eso se acabó.

—Estás muy, pero que muy equivocado, Eladio. Ahora es mejor momento que nunca.

—Sí. Si eres facha o liberalucho. Si no, vas arreglado.

—Contigo no se puede contar.

—Pues, para botón, una muestra. Si ni siquiera me dejo convencer yo, ¿cómo coño te vas a poner de acuerdo con todos los demás?

Las dos ancianas que examinaban libros de Ruth Rendell al fondo de la librería seguían el hilo de la conversación desde que habían oído hablar de los Borbones y menearon desaprobatoria y escandalizadamente sus cabecitas cuando escucharon el No me toques la polla que Manolo escupió como respuesta.

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