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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Aventuras, Biografía, Drama

Mal de altura (9 page)

BOOK: Mal de altura
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Cuando tenía dieciocho años y trabajaba en la NOLS, Fischer se enamoró de una compañera de curso llamada Jean Price. Se casaron siete años más tarde, se mudaron a Seattle y tuvieron dos hijos, Andy y Katie Rose (que contaban nueve y cinco años, respectivamente, cuando Scott subió al Everest en 1996). Jean Price obtuvo la licencia de piloto comercial y se convirtió en capitán de la compañía Alaska Airlines, un empleo de prestigio y bien remunerado que permitía a Fischer dedicar todo su tiempo a la escalada. Gracias a los ingresos de su mujer, Fischer pudo fundar en 1984 la agencia Mountain Madness (Locura Montañera).

Si el nombre de la empresa de Hall, Adventure Consultants, reflejaba su metódico y exigente enfoque del alpinismo, Mountain Madness traslucía con mayor exactitud si cabe el personal estilo de Fischer, quien, con poco más de veinte años, se había ganado a pulso fama de alpinista kamikaze. Durante su carrera de ascensiones, pero sobre todo en esos primeros años, sobrevivió a varios accidentes espantosos, cada uno de los cuales podría haberle costado la vida.

En dos ocasiones al menos, una en Wyoming y otra en Yosemite, se despeñó desde una altura de veinticinco metros. Trabajando como monitor de la NOLS, cayó una veintena de metros, sin ir atado, al fondo de una grieta del glaciar de Dinwoody, en la Wind River Range. Pero la caída posiblemente más escandalosa tuvo lugar cuando Fischer empezaba a escalar paredes de hielo a pesar de su inexperiencia, había decidido intentar la siempre codiciada primera ascensión de una difícil cascada de hielo, la Bridal Veil Falls, en el cañón de Provo (Utah). Compitiendo con dos expertos alpinistas, Fischer perdió pie y cayó a plomo unos treinta metros.

Para sorpresa de quienes presenciaron el suceso, Fischer se levantó como si tal cosa y se marchó con apenas unas lesiones sin importancia. Durante su larga caída, sin embargo, el pico tubular de un pitón le había atravesado la pantorrilla. Al sacarse el pico, arrancó también buena parte del tejido, de modo que ahora tenía un agujero por el que se podía introducir un lápiz. Fischer no vio motivos para malgastar su poco dinero en cuidados médicos, y durante los seis meses siguientes estuvo escalando con aquella herida abierta en la pierna. Quince años después me enseñaría con orgullo la cicatriz: dos marcas brillantes semejantes a corchetes junto al tendón de Aquiles.

«Scott superaba cualquier limitación física», recuerda Don Peterson, renombrado escalador estadounidense que conoció a Fischer poco después de su accidente en Bridal Veil. Peterson se convirtió en una especie de mentor de Fischer y compartió con él diversas escaladas en las dos décadas siguientes. «Su fuerza de voluntad era inmensa. No importaba el daño que hubiera sufrido, él hacía caso omiso y seguía adelante. Scott no era de los que dan marcha atrás porque le salgan ampollas en los pies.

»Su mayor ambición era ser un gran escalador, de los mejores del mundo. Recuerdo que en el local de la NOLS había un pequeño gimnasio. Scott se metía allí y no paraba hasta que tenía que vomitar. Una y otra vez. No es corriente encontrar personas con esa energía».

La gente se sentía atraída por el vigor y la generosidad de Fischer, por su falta de picardía, su entusiasmo casi pueril. Tosco y emotivo, poco proclive a la introspección, tenía una personalidad sociable y magnética que de inmediato le granjeaba amigos; centenares de personas —incluidas algunas a las que sólo había visto un par de veces— le consideraban un colega inseparable. Era, además, asombrosamente apuesto, tenía cuerpo de culturista y los rasgos cincelados de un actor de cine. Entre sus admiradores había no pocos del sexo opuesto, a cuyas atenciones Scott no era inmune.

Hombre de gustos desenfrenados, Fischer fumaba mucho cannabis (eso sí, nunca mientras trabajaba) y bebía más de lo recomendable. En la oficina de Mountain Madness había un cuarto secreto, una especie de club privado: después de acostar a los niños le gustaba retirarse allí con sus amigos para compartir una pipa de hachís y mirar diapositivas de sus escaladas.

Durante los años ochenta, Fischer realizó una serie de impresionantes ascensiones que le valieron cierto renombre local, pero la fama a nivel mundial todavía se le escapaba. Pese a sus esfuerzos coordinados, Fischer no logró conseguir un patrocinador comercial de la categoría de los de algunos de sus más famosos colegas. Le preocupaba enormemente el que esos grandes escaladores no llegaran a admirarlo.

«Para Scott era muy importante sentirse reconocido —afirma Jane Bromet, su confidente, publicista y compañera de escalada, que acompañó a la expedición de Mountain Madness para enviar crónicas vía Internet para Outside Online—. Tenía una faceta muy vulnerable que la gente no acertaba a ver; le molestaba de verdad que los círculos de entendidos no le tuvieran por un escalador de primera. Para él era un desaire, y eso le dolía».

Cuando Fischer viajó a Nepal en la primavera de 1996, ya había empezado a ganarse el respeto que tanto codiciaba. En gran medida se debió a su ascensión al Everest en 1994, realizada sin oxígeno. Bajo el nombre de Expedición Medioambiental Sagarmatha, el equipo de Fischer retiró de la montaña más de dos toneladas de basura, lo que benefició tanto al paisaje como a sus relaciones públicas. En enero de 1996 dirigió una ascensión de altos vuelos al Kilimanjaro, el pico más alto de África, a fin de reunir fondos para la organización benéfica CABE, con unas ganancias netas de medio millón de dólares. Gracias a estas dos últimas expediciones, cuando Fischer regresó al Himalaya en 1996 su imagen era ya habitual en los medios de comunicación de Seattle y su carrera de alpinista parecía imparable.

Los periodistas siempre le preguntaban sobre los riesgos que conllevaba su manera de escalar y cómo conciliaba ese tipo de vida con el hecho de ser marido y padre. Fischer respondía que ya no se exponía tanto como en su temeraria juventud, que se había vuelto un alpinista mucho más prudente y conservador. Poco antes de partir para el Everest, le dijo al escritor Bruce Barcott, de Seattle: «Yo estoy absolutamente convencido de que voy a volver. […] Mi mujer está absolutamente convencida de que voy a volver. Cuando guío una expedición no se preocupa por mí, porque sabe que voy a tomar las decisiones correctas. Entiendo que cuando hay un accidente es por un error humano. Y eso es lo que pretendo eliminar. De joven sufrí muchos accidentes en la montaña. Puedes encontrar un montón de explicaciones, pero en el fondo siempre hay un error humano».

Pese a la serenidad de Fischer, la trashumancia que le exigía su carrera como alpinista afectaba a la familia. Estaba loco por sus hijos, y cuando paraba en Seattle era un padre increíblemente atento y cariñoso, pero luego pasaba meses enteros lejos de casa. Había estado ausente en siete de los nueve cumpleaños de su hijo. De hecho, sus amistades comentaban que cuando Fischer partió para el Everest en 1996, su matrimonio ya estaba muy tocado, situación que la dependencia económica de Fischer respecto de su esposa empeoraba aún más.

Pero Jean Price no atribuye la mala racha por la que atravesó su relación a la afición de Scott por el montañismo. Dice, por el contrario, que todas las tensiones creadas en la casa de los Fischer-Price se debieron más bien a los problemas que ella tenía con su jefe: víctima de un supuesto acoso sexual, Price se vio envuelta durante 1995 en una desalentadora demanda judicial contra Alaska Airlines. Aunque la demanda acabó resolviéndose, fue una desagradable batalla legal que la privó de salario durante buena parte del año. Los ingresos que obtenía Fischer como guía no bastaron para compensar la pérdida del sustancial salario de Price como azafata de vuelo. «Por primera vez desde que nos mudamos a Seattle, tuvimos problemas financieros», se lamenta ella.

Como muchas de sus rivales, Mountain Madness era una empresa marginal a efectos fiscales y lo había sido desde sus inicios: en 1995 Fischer sólo ganó unos 12.000 dólares netos. Pero el horizonte empezaba a clarear gracias a la incipiente celebridad de Fischer y a los esfuerzos de su socia y gerente, Karen Dickinson, cuya sensatez y talento organizativo compensaban el estilo instintivo y despreocupado de Fischer. Tomando buena nota del éxito de Rob Hall con sus expediciones guiadas y las grandes sumas que, en consecuencia, exigía a sus clientes—, Fischer decidió que había llegado el momento de optar al mercado del Everest. Si lograba emular a Hall, Mountain Madness pasaría a ser una empresa muy rentable.

El dinero en sí no parecía importar demasiado a Fischer. Aunque los bienes materiales no llamaban su atención, ansiaba sentirse respetado —por su familia, sus colegas, la sociedad en general— y sabía que en nuestra cultura el dinero es el principal baremo del éxito.

En 1994, semanas después de que él volviera victorioso del Everest, me lo encontré en Seattle. Yo no lo conocía mucho, pero teníamos varios amigos en común y de vez en cuando coincidíamos escalando o en una fiesta de montañeros. Esta vez casi me obligó a escuchar los detalles de la expedición guiada al Everest que tenía en mente: quiso convencerme de que me apuntara para de ese modo escribir un artículo para
Outside
sobre la ascensión. Cuando objeté que sería una tontería que alguien con mi limitada experiencia en alta montaña intentara atacar el Everest, Fischer dijo: «Bah, no es para tanto. Lo que importa no es la altitud, tío, sino la actitud. Además, tú has subido picos muy jodidos, algunos bastante más que el Everest. Te aseguro que le tenemos tomada la medida a esa montaña, se podría escalar con los ojos vendados. Hoy en día, puede decirse que hay un camino de rosas hasta la cima».

Scott había despertado mi interés —probablemente más de lo que él pensaba— y no paró de insistir. Cada vez que nos veíamos me machacaba con el Everest, y lo mismo le hacía a Brad Wetzler, un periodista de
Outside
. En enero de 1996, gracias en no pequeña medida a los cabildeos de Fischer, la revista me propuso en firme ir al Everest (probablemente, según dijo Wetzler, como miembro de la expedición de Fischer). Para Scott, el trato estaba cerrado.

Un mes antes de la fecha prevista, Wetzler me telefoneó para decirme que había habido un cambio de planes: Rob Hall había ofrecido a la revista un trato más ventajoso, de modo que me proponían ir con la expedición de Adventure Consultants en lugar de hacerlo con la de Fischer. A mí me caía bien Scott, y por entonces apenas sabía nada de Hall, de modo que me mostré reacio, pero después de que un amigo de confianza me confirmara la gran reputación de éste, accedí entusiasmado a ir al Everest con él.

Una tarde, en el campamento base, le pregunté a Rob Hall por qué había insistido en contar conmigo. Me explicó ingenuamente que en realidad no le interesaba yo, ni siquiera la propaganda que mi artículo pudiera generar. La clave era la cantidad de publicidad que se derivaría del trato firmado con
Outside.

Según los términos del acuerdo, Hall cobraría solamente 10.000 dólares en efectivo de su tarifa habitual a cambio de un abundante espacio publicitario en la revista, cuyos lectores son gente aventurera, muy activa y de alto nivel adquisitivo: el núcleo de su propia clientela. Le importaba aún más, dijo Hall, que fuese «un público estadounidense. Probablemente el 80% o 90% del mercado potencial para expediciones guiadas al Everest y las otras Siete Cimas se encuentra en Estados Unidos. Después de esta temporada, en cuanto Scott se haya consolidado como guía de expediciones al Everest, va a tener una clara ventaja sobre Adventure Consultants, porque su empresa es estadounidense. Para competir con él tendremos que aumentar considerablemente nuestra cuota de publicidad en ese país».

Cuando Fischer se enteró de que Hall me había fichado para su equipo, le dio un ataque de rabia. Me telefoneó hecho una furia desde Colorado y me reiteró que no pensaba darse por vencido. (Al igual que Hall, le importó muy poco disimular el hecho de que no era yo lo que le interesaba, sino más bien las ventajas en publicidad que podían derivarse de mi artículo.) Pero al final Fischer no se decidió a igualar la oferta de Hall.

El día que llegué al campamento base con el grupo de Adventure Consultants en lugar de hacerlo con el de Mountain Madness, Scott ya no parecía estar resentido conmigo. Cuando me presenté en su tienda me sirvió un tazón de té y se mostró contento de volver a verme.

A pesar de sus numerosos detalles civilizados, nadie olvidaba que el campamento base estaba a más de cinco mil metros sobre el nivel del mar. Andar hasta la tienda comedor me dejaba resollando unos cuantos minutos. Si me incorporaba demasiado rápido, la cabeza me daba vueltas y tenía vértigo. La tos seca que me acompañaba desde Lobuje empeoraba día a día. Apenas podía dormir, lo cual es un síntoma leve del mal de altura. Muchas noches despertaba hasta tres y cuatro veces boqueando, con la sensación de que me asfixiaba. Los cortes y los rasguños no cicatrizaban ni a tiros. Perdí el apetito, y mi sistema digestivo, que necesitaba mucho oxígeno para metabolizar la comida, no conseguía sacar provecho de lo que me obligaba a ingerir; mi cuerpo empezaba a consumirse a sí mismo para subsistir, con lo que mis brazos y piernas fueron adquiriendo poco a poco proporciones ínfimas.

Algunos de mis compañeros sufrían más que yo a causa del aire enrarecido y el entorno antihigiénico. Andy, Mike, Caroline, Lou, Stuart y John pillaron una gastroenteritis, con las consabidas carreras a la letrina. Helen y Doug padecían de migraña. Según me explicó éste, «es como si alguien estuviese martilleándome un clavo entre los ojos».

Aquél era el segundo intento de Doug con Rob Hall. El año anterior, Hall lo había obligado, junto a otros tres clientes, a volverse atrás cuando sólo estaban a cien metros de la cumbre, porque era tarde y ésta se encontraba cubierta de un manto de nieve profundo e inestable. «La cima estaba tan cerca… —recordaba Doug, apenado—. Créeme, no pasa un solo día sin que piense en ello». Hall le había convencido de que volviera al año siguiente; le disgustaba que Hansen no hubiera tenido ocasión de hacer cumbre, incluso le había hecho una buena rebaja para animarlo a que lo intentase de nuevo.

De los clientes de nuestra expedición, Doug era el único que había escalado mucho sin la ayuda de un guía profesional; aunque no se trataba de un alpinista de élite, sus quince años de experiencia lo hacían perfectamente capaz de cuidar de sí mismo. Si alguno de los miembros de nuestra expedición podía llegar a la cima, nadie mejor que Doug Hansen: era fuerte, se sentía muy motivado y ya había estado cerca de conseguirlo.

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