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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Aventuras, Biografía, Drama

Mal de altura (7 page)

BOOK: Mal de altura
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Un caminante curtido y debidamente aclimatado a la altitud podría cubrir la distancia entre el aeródromo de Lukla y el campamento base del Everest en dos o tres días. Sin embargo, como casi todos nosotros veníamos del nivel del mar, Hall tuvo cuidado de hacernos andar a un paso más lento para que nuestros cuerpos tuvieran tiempo de adaptarse al aire cada vez más enrarecido. Normalmente no andábamos más de tres o cuatro horas diarias. Algunos días, si el itinerario marcado por Hall precisaba de una mayor aclimatación, no nos movíamos de donde estábamos.

El 3 de abril, después de una jornada de aclimatación en Namche, reanudamos la marcha hacia el campamento base. A veinte minutos del pueblo doblé un recodo y divisé un panorama espectacular. Seiscientos metros más abajo, abriendo una profunda grieta en el lecho de roca, el Dudh Kosi parecía un retorcido hilo de plata que surgía de entre las sombras. Tres mil metros más arriba, la enorme aguja del Ama Dablam se cernía sobre la cabecera del valle como una aparición. Y dos mil cien metros aún más arriba, empequeñeciendo al Ama Dablam, se alzaba la cumbre helada del Everest, casi oculta por el Nuptse. Como parecía ser norma, un penacho horizontal de condensación surgía de la cima como humo congelado, delatando la presencia de fuertes corrientes atmosféricas.

Me quedé mirando el pico durante una media hora, tratando de asimilar qué se sentiría en aquel ápice barrido por el viento. Aunque había subido cientos de montañas, el Everest era tan diferente de cuanto había escalado hasta entonces que mi imaginación no pudo ponerse a la altura de las circunstancias. Aquella cima parecía tan fría, remota e inexpugnable que sentí como si participara en una expedición a la Luna. Mientras reanudaba la ascensión, mis emociones oscilaron entre la impaciencia y una casi insuperable sensación de terror.

Aquella tarde llegué a Tengboche
[11]
, el mayor y más importante monasterio budista del Khumbu. El sherpa Chhongba, un hombre irónico y pensativo que se había sumado a la expedición como cocinero, se brindó a concertar una entrevista con el
rimpoche
, «el jefe de todos los lamas de Nepal —nos explicó Chhongba—, un hombre muy santo. Justo ayer ha terminado un largo período de meditación. En los últimos tres meses no ha hablado una sola palabra. Nosotros seremos los primeros en visitarlo. Es un buen augurio». Doug, Lou y yo entregamos cada uno cien rupias (aproximadamente dos dólares) a Chhongba para que comprase unos katas —pañuelos ceremoniales de seda blanca—. Luego nos quitamos las botas y Chhongba nos condujo a una pequeña estancia situada detrás del templo.

Cruzado de piernas sobre un cojín de brocado y envuelto en un hábito color vino tinto, había un hombre pequeño y orondo con una calva reluciente. Parecía muy viejo y cansado. Chhongba hizo una reverencia, habló unos momentos con él en sherpa y nos indicó que nos acercáramos. El
rimpoche
nos bendijo a los tres, por turnos, y nos ciñó al cuello los pañuelos que habíamos comprado.

Después sonrió beatíficamente y nos ofreció té. «Este kata has de llevarlo hasta la cumbre del Everest
[12]
—me dijo Chhongba en tono muy solemne—. Eso agradará a Dios y ahuyentará los peligros».

Como no sabía de qué modo actuar delante de tan divina presencia, reencarnación viviente de un antiguo e ilustre lama, me daba pánico ofenderlo o dar involuntariamente un irremediable paso en falso. Mientras yo sorbía té dulce, su santidad se puso a buscar en un armario, sacó un libro grande y profusamente decorado y me lo entregó. Me limpié las manos en el pantalón y lo abrí con cierto nerviosismo. Era un álbum de fotos. Resultó que el
rimpoche
había viajado recientemente a Estados Unidos, y el álbum mostraba varias instantáneas de su periplo: su santidad en Washington delante del Lincoln Memorial y el Museo del Aire y el Espacio; su santidad en California, en el muelle de Santa Mónica. Más contento que unas pascuas, el hombre me señaló dos de sus fotografías favoritas: su santidad posando junto a Richard Gere, y otra en compañía de Steven Seagal.

Los seis primeros días transcurrieron en un mar de ambrosía. El camino nos llevaba por claros de enebro y abedules enanos, pinos azules y rododendros, atronadoras cascadas, seductores jardines de cantos rodados, arroyos cantarines… El cielo valquiriano estaba erizado de picos que yo conocía de pequeño por los libros. Como la mayor parte del equipaje viajaba a lomos de yaks o de porteadores, mi mochila contenía poco más que una chaqueta, algunas barritas energéticas y mi cámara fotográfica. Sin peso y sin prisas, gozaba sencillamente de caminar por un país exótico, lo cual me producía una especie de trance, pero la euforia no me duraba mucho. Tarde o temprano recordaba hacia dónde nos dirigíamos, y la sombra del Everest me devolvía rápidamente a la realidad.

Cada cual marchaba a su ritmo, parábamos para refrescarnos en las casas de té y a charlar con quienes nos cruzábamos.

Enseguida frecuenté la compañía de Doug Hansen, el empleado de Correos, y de Andy Harris, el guía más joven de Rob Hall. Andy —o Harold, como lo llamaban Hall y todos sus amigos neozelandeses— era un hombre alto y robusto con la complexión de un jugador de fútbol americano y esa especie de tosca gallardía de los tipos que salen en los anuncios de cigarrillos. En invierno tenía mucho trabajo como guía de esquí y piloto de helicóptero. Los veranos trabajaba para científicos que hacían investigaciones geológicas en la Antártida, o acompañaba escaladores a los Alpes neozelandeses.

De camino, Andy habló largo y tendido de la mujer con la que vivía, una doctora llamada Fiona McPherson. Mientras descansábamos sobre una roca, me enseñó una foto que llevaba en la mochila. La chica era alta, rubia y atlética. Andy me dijo que él y Fiona estaban construyéndose una casa en las montañas de Queenstown. Comentando con pasión los sencillos placeres de serrar cabrios y clavar clavos, Andy reconoció que cuando Rob le había ofrecido aquel empleo, él se mostró un tanto ambiguo: «La verdad es que me costó lo mío dejar a Fiona y la casa. Es que acabábamos de colocar el techo, ¿sabes? Pero ¿quién desaprovecha la ocasión de subir al Everest? Sobre todo cuando se tiene la oportunidad de trabajar con alguien como Rob Hall».

Aunque Andy nunca había estado en el Everest, ya conocía la cordillera del Himalaya. En 1985 había escalado un difícil pico de 6.688 metros, el Chobutse, unos cincuenta kilómetros al oeste del Everest. Y en el otoño de 1994 había estado cuatro meses ayudando a Fiona a llevar el hospital de Pheriche, un sombrío y desapacible villorrio a 4.200 metros sobre el nivel del mar, donde pernoctamos el 4 y el 5 de abril.

La clínica había sido fundada por la Himalayan Rescue Association, principalmente para tratar afecciones relativas al mal de altura (aunque también ofrecía tratamiento gratuito a los sherpas de la localidad) y educar a los senderistas sobre los insidiosos peligros de querer subir con demasiada rapidez. Había sido creada en 1973 después de que cuatro miembros de un grupo de senderismo japonés murieran en las cercanías del pueblo por culpa de la altitud. Antes de que existiera la clínica, uno o dos de cada quinientos montañeros que pasaban por Pheriche fallecían a causa de enfermedades graves producidas por la altura. Laura Ziemer —una impetuosa abogada estadounidense que a la sazón trabajaba en aquel minihospital con su marido, Jim Litch, y otro médico joven llamado Larry Silver— subrayaba que ese alarmante índice de mortalidad no se debía a los accidentes de alta montaña; las víctimas eran «senderistas corrientes que jamás se salían de los caminos ya establecidos».

Ahora, gracias a los seminarios y a los cuidados médicos de urgencia que proporcionaba el personal voluntario de la clínica, el índice de mortalidad se ha reducido a menos de una muerte por cada treinta mil senderistas. Aunque hay occidentales idealistas como Laura Zieiner que no perciben remuneración por trabajar en Pheriche e incluso pagan el viaje de ida y vuelta a Nepal de su propio bolsillo, el suyo es un puesto de prestigio que atrae a gente muy cualificada de todas partes del mundo. La doctora de la expedición de Hall, Caroline Mackenzie, había trabajado en la clínica de la HRA con Fiona McPherson y Andy en el otoño de 1994.

En 1990, el año en que Hall coronó por vez primera el Everest, dirigía la clínica una esforzada especialista neozelandesa llamada Jan Arnold. Hall la conoció al pasar por Pheriche e inmediatamente quedó prendado de ella. «Le pedí a Jan que saliera conmigo tan pronto como bajé del Everest —recordaba Hall durante nuestra primera noche en la aldea—. En nuestra primera cita le propuse ir a Alaska y escalar juntos el McKinley. Y ella aceptó». Se casaron dos años más tarde. En 1993 Arnold subió al Everest con Hall; en 1994 y 1995 viajó al campamento base para trabajar como médico. Arnold hubiera vuelto a la montaña para la expedición en que yo participaba, pero resultó que estaba embarazada de siete meses. El puesto fue para la doctora Mackenzie. El jueves, después de cenar en Pheriche, Laura Ziemer y Jim Litch invitaron a Hall, Harris y Helen Wilton, responsable de nuestro campamento, a tomar un trago en la clínica y ponerse un poco al día. Durante la velada, la conversación derivó hacia los riesgos inherentes a escalar el Everest. Jim Litch recuerda la discusión con gran claridad: Hall, Harris y Litch coincidían plenamente en que era «inevitable» que tarde o temprano se produjera una catástrofe con gran número de víctimas, pero según Litch —que la primavera anterior había atacado el Everest desde Tíbet—, «Rob no creía que pudiera pasarle a él; lo único que le preocupaba era “tener que resolverle la papeleta a otro equipo”, y estaba “convencido” de que esa ineludible calamidad “se produciría en la cara norte” del pico», esto es, la tibetana.

El sábado 6 de abril abandonamos Pheriche y al cabo de unas horas llegamos al extremo inferior del glaciar de Khumbu, una lengua de hielo de casi veinte kilómetros que baja del flanco sur del Everest y que debía servirnos de autopista hasta la cima. A 4.800 metros de altitud, habíamos dejado atrás todo rastro de vegetación. Veinte monumentos de piedra se levantaban en tétrica hilera a lo largo de la morrena frontal, mirando hacia el valle cubierto de niebla, en recuerdo de escaladores que habían muerto en el Everest, la mayoría de ellos sherpas. De allí en adelante nuestro mundo sería una árida extensión monocromática de rocas y hielo batido por el viento. Yo, a pesar de nuestro ritmo de marcha comedido, empezaba a sentir los efectos de la altitud: iba un poco mareado y me costaba horrores respirar.

En muchos sitios, el camino quedaba ahora sepultado bajo una capa de nieve de más de un metro de altura. Cuando el sol de primera hora de la tarde reblandecía la nieve, nuestros yaks perforaban la costra helada y se hundían hasta el vientre. Los sherpas los fustigaban para obligarlos a andar, y a punto estuvieron de dar media vuelta. Más tarde llegamos a una aldea llamada Lobuje, donde nos guarecimos del viento en un refugio pequeño que daba asco.

Lobuje, un grupo de destartalados edificios bajos que aguantaba el envite de los elementos al borde del glaciar, era un sitio tétrico repleto de sherpas y escaladores de una docena de expediciones distintas, senderistas alemanes, rebaños de yaks macilentos, todos con destino al campamento base del Everest, que aún quedaba a un día de camino valle arriba. El embotellamiento, nos explicó Rob, se debía a las tardías e intensas nevadas, que hasta un día antes habían impedido a los yaks alcanzar el campamento. La media docena de refugios estaban repletos. Los pocos trechos de tierra fangosa donde no había nieve estaban ocupados por tiendas de campaña pegadas las unas a las otras. Numerosos grupos de porteadores rai y tamang procedentes de las estribaciones del monte —vestían con harapos y chancletas, y trabajaban como mozos de carga— vivaqueaban en grutas o bajo algún peñasco de los repechos cercanos.

Los tres o cuatro retretes de piedra que había en la aldea rebosaban literalmente de excrementos. Tan repugnantes eran aquellas letrinas, que casi todo el mundo, nepaleses y occidentales por igual, defecaba al raso allí donde le pillaban las prisas. Grandes y pestilentes montones de heces humanas cubrían el suelo; era imposible no pisar alguno. El río de nieve fundida que serpenteaba por el centro del poblado era una cloaca al descubierto.

La habitación principal de nuestro alojamiento disponía de literas para unas treinta personas. Encontré una libre en el nivel superior, sacudí del mugriento colchón tantas pulgas y piojos como pude y extendí el saco de dormir. Adosada a la pared más próxima había una pequeña estufa de hierro que se alimentaba de bosta de yak seca. Al ponerse el sol la temperatura caía a bajo cero y los porteadores entraban por docenas para resguardarse del frío en torno a la estufa. Como los excrementos arden mal de por sí, y aún peor a una altura de 5.000 metros, donde la atmósfera es pobre en oxígeno, el refugio se llenó de un humo acre y denso, como si hubieran dirigido hacia dentro el tubo de escape de un autobús diesel. Hasta dos veces, durante la noche, tuve que salir a respirar aire fresco en medio de grandes espasmos. Por la mañana tenía los ojos inyectados en sangre y la nariz taponada de hollín; la tos seca y persistente ya no me abandonaría hasta el final de la expedición.

La intención de Rob había sido pasar únicamente un día de aclimatación en Lobuje antes de recorrer los nueve o diez kilómetros finales hasta el campamento base, al que nuestros sherpas habían llegado unos días antes a fin de disponerlo todo y empezar a marcar los primeros tramos de la ruta. Sin embargo, la tarde del 7 de abril un mensajero llegó jadeando a Lobuje con un inquietante mensaje del campamento base: Tenzing, un sherpa joven contratado por Rob, había caído en una grieta de 45 metros. Otros cuatro sherpas lo habían rescatado con vida, pero Tenzing estaba malherido y era posible que se hubiese roto un fémur. Pálido como la cera, Rob Hall anunció que al amanecer él y Mike Groom subirían al campamento base a fin de coordinar la evacuación del sherpa. «Lamento tener que comunicaros esto —dijo—, pero el resto de la expedición deberá quedarse un día más en Lobuje con Harold, hasta que hayamos controlado la situación».

Supimos después que Tenzing había estado explorando la ruta más arriba del campamento, escalando una sección relativamente suave del glaciar de Khumbu con otros cuatro sherpas. Caminaban los cinco en fila india, nada más sensato, pero no estaban utilizando cuerda, lo que constituía una grave violación del protocolo montañero. 'Tenzing cerraba la marcha, pisando allí donde los otros habían puesto el pie, cuando resbaló por una fina capa de nieve que cubría una grieta profunda. Sin tiempo para gritar siquiera, Tenzing cayó en las entrañas del glaciar.

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