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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Aventuras, Biografía, Drama

Mal de altura (8 page)

BOOK: Mal de altura
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Como 6.200 metros se consideró una altitud demasiado elevada para evacuar al sherpa mediante un helicóptero —el aire extremadamente ligero apenas si daba impulso a los rotores del aparato, lo que hacía que el aterrizaje, el despegue o el simple flotar al ralentí fuesen operaciones más que peligrosas—, era necesario transportarlo por un desnivel de casi mil metros hasta el campamento siguiendo la Cascada de Hielo, uno de los tramos más abruptos y traicioneros de la montaña. Bajar a Tenzing con vida iba a requerir grandes esfuerzos.

Rob siempre se preocupaba por el bienestar de los sherpas que trabajaban para él. Antes de que el grupo partiera de Katmandú, nos había hecho sentar a todos y nos había soltado un severísimo sermón sobre la necesidad de que nos mostrásemos respetuosos y agradecidos con nuestros sherpas. «Hemos contratado a los mejores —nos dijo—. Trabajan muy duro por lo que para nosotros es muy poco dinero. Quiero que todos recordéis que sin su ayuda no tendríamos ninguna posibilidad de llegar a la cima del Everest. Lo diré otra vez: sin el apoyo de nuestros sherpas ninguno de nosotros tiene la menor posibilidad de escalar esa montaña».

En una conversación posterior, Rob confesó que anteriormente había censurado a varios jefes de expedición por descuidar a sus sherpas. En 1995 un sherpa joven había muerto en el Everest; Hall sospechaba que el accidente se había producido porque alguien «permitió al sherpa escalar sin el debido entrenamiento. Yo creo que es responsabilidad de quienes dirigimos estos viajes el impedir que semejantes cosas ocurran».

El año anterior una expedición estadounidense había contratado como pinche a un sherpa llamado Kami Rita. Fuerte y ambicioso, el joven insistió para que le dejaran trabajar como escalador en los campos de altura. En consideración a su entusiasmo y diligencia, varias semanas después Rita vio cumplido su deseo, pese a que carecía de experiencia como escalador y no había recibido instrucción sobre las técnicas adecuadas.

Entre los 6.700 y los 7.600 metros, la vía clásica asciende por una traicionera pendiente de pura nieve helada que se conoce como la cara del Lhotse. Como medida de seguridad, todas las expediciones fijan una serie de cuerdas a dicha pared, de abajo arriba, y se supone que los alpinistas ascienden por ella afianzándose con mosquetones. Kami, engreído e inexperto a sus veintidós años, no pensó que fuera tan necesario sujetarse a la cuerda. Una tarde en que subía una carga por la cara del Lhotse, perdió pie y resbaló por el hielo sufriendo una caída de más de seiscientos metros.

Mi compañero Frank Fischbeck había presenciado el accidente. En 1995 participaba en su tercer intento al Everest como cliente de la empresa estadounidense que había contratado a Kami. Frank estaba ascendiendo por la cara del Lhotse, me decía con voz compungida, «cuando levanté la vista y vi que alguien venía cayendo de cabeza. Pasó gritando y dejó una estela de sangre».

Algunos escaladores bajaron hasta donde Kami había quedado tendido al pie de la pared, pero ya estaba muerto a causa de las heridas que había sufrido en la caída. Llevaron el cadáver al campamento base y allí, según la tradición budista, sus amigos le ofrecieron alimentos durante tres días. Luego lo bajaron a una aldea próxima a Tengboche y lo incineraron. Mientras las llamas consumían el cuerpo, la madre de Kami gemía desconsoladamente y se daba cabezazos contra una roca afilada.

Rob tenía en mente a Kami Rita cuando el 8 de abril, al despuntar el días, partió junto a Mike hacia el campamento base para intentar bajar a Tenzing con vida.

LOBUJE
- 8 de abril de 1996 -
4.940 metros

Cruzando las imponentes cúspides heladas del Paso del Fantasma penetramos en el rocoso lecho del valle al pie de un colosal anfiteatro […] Aquí [la Cascada de Hielo] giraba bruscamente para seguir hacia el sur convertida en el glaciar de Khumbu. Montamos nuestro campamento base a 5.440 metros sobre la morrena lateral que formaba el borde exterior de la curva. Unos enormes cantos rodados aportaban al lugar un aire de solidez, pero los cascotes que rodaban bajo nuestros pies contrastaban con esa impresión. Todo lo que uno asociaba a palabras como “cascada de hielo”, “alud”, “morrena” o “frío” era un mundo inhóspito, al menos para los humanos. No había agua corriente, allí no crecía nada, todo era destrucción y podredumbre. [… J Ése iba a ser nuestro hogar durante varios meses, hasta que iniciáramos el asalto a la cima.

Thomas E Hornbein

Everest: The West Ridge

Al atardecer del día 8 de abril la radio portátil de Andy empezó a crepitar en el exterior de nuestro refugio, en Lobuje. Era Rob, que llamaba desde el campo base. Tenía buenas noticias: habían necesitado todo el día y un equipo de treinta y cinco sherpas de diversas expediciones, pero Tenzing ya estaba abajo. Sujetándolo mediante correas a una escala de aluminio, lo habían bajado, arrastrado o cargado cascada abajo, y ahora descansaba en el campamento. Si el tiempo no empeoraba, al amanecer llegaría un helicóptero para llevarlo a un hospital de Katmandú. Con evidente alivio, Rob nos dio el visto bueno para abandonar Lobuje por la mañana y dirigirnos al campamento base.

Para todos los miembros de la expedición fue un consuelo saber que Tenzing estaba a salvo. Y no lo era menos poder abandonar Lobuje. John y Lou habían pillado una virulenta afección intestinal debido a la suciedad que nos rodeaba, Helen Wilton sufría una jaqueca terrible a causa de la altitud, y mi tos había empeorado considerablemente tras pernoctar por segunda vez en el refugio.

Decidí pasar la tercera de nuestras noches en la aldea lejos de aquel humo nocivo, en una tienda de campaña que Rob y Mike habían dejado libre al partir rumbo al campamento base. Andy se vino conmigo. A las dos de la mañana noté que se incorporaba a mi lado y empezaba a gemir.

—Oye, Harold —pregunté desde mi saco de dormir—, ¿te encuentras bien?

—No lo sé, la verdad. Parece que algo que comí anoche no me ha sentado bien.

Un momento después Andy abrió precipitadamente la cremallera de la puerta y consiguió sacar la cabeza y el torso justo antes de vomitar. Cuando las arcadas remitieron, permaneció varios minutos a gatas y sin moverse, con medio cuerpo fuera de la tienda. Luego se puso de pie, corrió unos cuantos metros, se bajó los pantalones y tuvo un sonoro ataque de diarrea. El resto de la noche lo pasó a la intemperie, evacuando violentamente todo cuanto le quedaba en el tracto intestinal.

Por la mañana Andy estaba débil, deshidratado, y temblaba de pies a cabeza. Helen sugirió que se quedara en Lobuje hasta que recuperara las fuerzas, pero él dijo que ni hablar. «Ni loco voy a pasar otra noche en este pozo de mierda —anunció con la cabeza metida entre las rodillas—. Aunque tenga que arrastrarme, me voy con vosotros al campo base».

A eso de las nueve habíamos recogido nuestras cosas y estábamos en camino. Mientras el resto del grupo enfilaba el sendero a paso vivo, Helen y yo nos rezagamos para ayudar a Andy, a quien le costaba un esfuerzo supremo poner un pie delante del otro. A cada momento tenía que parar, inclinarse un rato sobre sus bastones para reponerse y hacer acopio de fuerzas para seguir.

La ruta subía y bajaba por las inestables rocas de la morrena lateral del glaciar del Khumbu para luego descender hacia el glaciar propiamente dicho. Escoria, grava y cantos de granito cubrían buena parte del hielo, pero de vez en cuando el camino cruzaba un trecho de glaciar puro, cuya superficie translúcida y helada brillaba como el ónice. El agua de fusión corría con furia por innumerables canales, tanto exteriores como subterráneos, creando un rumor espectral que resonaba a lo largo de todo el glaciar.

A media tarde alcanzamos una extraña procesión de pináculos de hielo, el mayor de los cuales medía casi treinta metros de altura, conocido como el Paso del Fantasma. Esculpidas por los intensos rayos solares, que les inferían un intenso tono azul turquesa, las torres surgían de entre los cascotes como dientes de tiburón gigante hasta donde alcanzaba la vista. Helen —que había estado allí en numerosas ocasiones— afirmó que nos encontrábamos cerca de nuestro destino.

Unos tres kilómetros más allá, el glaciar giraba bruscamente hacia el este. Seguimos andando hasta la cresta de una larga pendiente y ante nuestros ojos apareció una abigarrada ciudad de cúpulas de nailon. Más de trescientas tiendas de campaña, que albergaban a otros tantos escaladores y sherpas de catorce expediciones, punteaban el paisaje de hielo y cantos rodados. Tardamos veinte minutos en localizar nuestro recinto en medio de aquel vasto poblado. Cuando remontábamos el último promontorio, Rob bajó a recibirnos. «Bienvenidos al campamento base del Everest», dijo con una sonrisa. El altímetro de mi reloj marcaba 5.370 metros.

El poblado que sería nuestra casa durante las seis semanas siguientes se alzaba en la cabecera de un anfiteatro natural delineado por formidables paredes de roca. Más arriba, las aristas aparecían cubiertas de glaciares colgantes que semejaban enormes y atronadores aludes de hielo que cayeran las veinticuatro horas del día. Unos quinientos metros más al este, apretada entre la pared del Nuptse y la espalda oeste del Everest, el glaciar caía por entre una angosta brecha en medio de un caos de cascos helados. El anfiteatro se abría hacia el suroeste, de modo que estaba inundado de sol; en las tardes despejadas y sin viento uno podía sentarse allí cómodamente en camiseta, pero en cuanto el sol se hundía tras la cumbre cónica del Pumori —un pico de 7.169 metros que se elevaba inmediatamente al oeste del campamento base— la temperatura caía en picado. Cuando me retiraba a mi tienda, ya de noche, una especie de serenata de crujidos percusivos me recordaba que estaba tumbado sobre un río de hielo en movimiento.

En contraste con la aridez de cuanto nos rodeaba, el campamento de Adventure Consultants era el confortable hogar de catorce occidentales y otros tantos sherpas, que nos llamaban colectivamente «miembros» o sharibs. Nuestra tienda comedor, una estructura cavernosa de lona, estaba provista de una enorme mesa de piedra, un equipo de música, una biblioteca y luces eléctricas que funcionaban mediante energía solar; en una tienda contigua, el centro de comunicaciones disponía de teléfono y fax vía satélite. Se había improvisado una ducha con una manguera de goma y un cubo lleno de agua que el personal de la cocina se encargaba de calentar. Cada varios días llegaban pan y verduras frescas a lomos de yaks. Siguiendo una tradición establecida por las primeras expediciones en la época del Imperio Británico, cada mañana Chhongba y su pinche, Tendi, pasaban por las tiendas de los clientes para servirnos humeantes tazones de té sherpa.

Había oído hablar repetidas veces sobre la degradación del Everest por parte de las crecientes hordas de escaladores, y las expediciones comerciales parecían ser las principales culpables de ello. Aunque en los años setenta y ochenta el campamento base era, en efecto, un gran basurero, últimamente había ganado mucho en pulcritud; sin duda, se trataba del asentamiento humano más limpio que había visto después de abandonar Namche Bazaar, y, de hecho, el mérito de ese esfuerzo cabía atribuirlo en gran medida a las expediciones comerciales.

El que trajesen clientes al Everest cada año hacía que los guías tuvieran en este asunto un interés especial que otros visitantes no manifestaban. Durante su expedición de 1990, Rob Hall y Gary Ball encabezaron una iniciativa para retirar cinco toneladas de basura del campamento base. Hall y algunos guías más empezaron también a colaborar con el gobierno de Katmandú para elaborar planes que animaran a los alpinistas a mantener limpia la montaña. En 1996, además de los permisos, cada expedición debía depositar una fianza de 4.000 dólares que sólo recuperaba si llevaba de regreso a Namche o Katmandú una determinada cantidad de desperdicios. Hasta los barriles donde se recogían los excrementos debían ser bajados de la montaña.

El campamento base parecía un hormiguero. El recinto de Adventure Consultants era como la sede del gobierno del campamento, porque nadie imponía más respeto en la montaña que Rob Hall. Siempre que surgía un problema —una disputa laboral con los sherpas, una urgencia médica, una decisión crítica sobre estrategia de escalada— la gente venía a nuestra tienda comedor para pedir consejo a Hall, que dispensaba conocimientos de experto incluso a sus competidores, entre ellos a Scott Fischer.

En 1995 Fischer había guiado con éxito una expedición a un ochomil: el Broad Peak (8.047) en el Karakorum, Pakistán. También había intentado escalar el Everest en cuatro ocasiones, y al fin lo había conseguido en 1994, pero no como guía. La primavera de 1996 marcaba su primera visita a la montaña al frente de una expedición comercial; al igual que Hall, Fischer llevaba un grupo de ocho clientes. Su campamento, visible por la enorme bandera promocional de Starbucks Coffee suspendida de un descomunal bloque de granito, distaba del nuestro cinco minutos glaciar abajo.

Las contadas personas que viven de escalar los picos más altos del mundo constituyen un club pequeño y exclusivo. Fischer y Hall eran rivales en el negocio, pero como miembros destacados de la hermandad de las grandes alturas sus caminos se cruzaban con frecuencia, y en cierta medida se tenían por amigos. Fischer y Hall se conocieron en los años ochenta subiendo al Pamir ruso, y posteriormente, en 1989 y 1994, pasaron mucho tiempo juntos en el Everest. Tenían planes para unir sus fuerzas e intentar el Manaslu tan pronto como hubieran guiado a sus respectivos clientes hasta el Everest.

El vínculo entre Hall y Fischer se había cimentado en 1992, al coincidir en la escalada al K2, la segunda montaña más alta del mundo. Hall estaba atacando la cima con su compañero y socio Gary Ball; Fischer iba acompañado por un escalador de élite, el estadounidense Ed Viesturs. Bajando de la cumbre en medio de una horrible tormenta, Fischer, Viesturs y un tercer compatriota, Charlie Mace, se encontraron a Hall bregando con un Ball semiinconsciente, enfermo de mal de altura y totalmente incapaz de moverse por sus propios medios. Fischer, Viesturs y Mace ayudaron a Ball a bajar de la montaña y salvarle así la vida. (Un año después Ball moriría de la misma afección en las faldas del Dhaulagiri).

Fischer era un hombre robusto y simpático, con una cabellera rubia recogida en una coleta y una energía ilimitada. Siendo un colegial de catorce años en Basking Ridge (Nueva Jersey), había visto casualmente un programa de televisión sobre montañismo que lo dejó extasiado. El verano siguiente viajó a Wyoming para participar en un cursillo sobre vida en la naturaleza organizado por la National Outdoor Leadership School (NOLS: Escuela Nacional de Guías al Aire Libre). Terminados los estudios de secundaria se fue a vivir al oeste, consiguió empleos de temporada como monitor de la NOLS y ya no pensó en otra cosa que en escalar montañas.

BOOK: Mal de altura
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