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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

La Sombra Del KASHA (6 page)

BOOK: La Sombra Del KASHA
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Honma levantó el auricular de nuevo. Ishii & Company. Shoko apenas había trabajado un año para ellos, pero aun así merecía le pena intentarlo.

—No hay constancia de que haya una compañía que corresponda a esa dirección —informó otra voz femenina.

Honma estaba a punto de preguntar por nombres similares, pero se echó atrás. Guardó silencio durante un momento y se aclaró la garganta.

—¿Señor? —dijo la operadora.

—Si me lo permite, quisiera preguntar por otro número: Sanko Equipment Leasing. Supongo que tampoco habrá constancia de la existencia de tal compañía. —Una corazonada…

—No señor, no la hay —confirmó la operadora.

Para cuando Honma se sentó a la mesa, el café ya estaba tibio. Se quedó mirando el currículum, sintiéndose algo estúpido. ¡Ese Imai!

¡Qué confiado con la gente! Había contratado a Shoko de inmediato, sin molestarse en contactar con las empresas para las que había trabajado ni comprobar sus referencias. Seguro que ella contaba con que Imai actuara así, de otro modo habría tomado más precauciones utilizando, al menos, nombres de compañías reales. No, la cuestión de la credibilidad no le había supuesto el más mínimo problema. Había inventado unas pocas referencias antes de hacer circular su currículum, limitándose a empresas de poco calado y evitando las grandes firmas donde los departamentos de Recursos Humanos solían ser mucho más meticulosos. Así y todo, existía la posibilidad de que alguien hubieran acabado pillándola. Pero, al parecer, era un riesgo que había estado dispuesta a correr. Si el plan estaba destinado a venirse abajo, cuanto antes, mejor.

Por supuesto, había tenido que mentir en su currículum para ocultar el estado de bancarrota en el que se encontraba. Aunque, en mayo del 87, cuando su abogado mandó aquella carta, Shoko debía de haber estado trabajando en algún lugar. Eso era obvio. Y seguro que, estando en su oficina, se vio obligada a atender alguna que otra llamada urgente o avisos procedentes de sus acreedores y demás prestamistas. Puede que incluso hubiera recibido alguna «visita de cortesía». Un asunto poco agradable para la compañía. Honma había oído algo acerca de aquellos usureros que operaban por su cuenta, fuera del circuito bancario; sus pandillas de recaudadores no destacaban precisamente por sus buenos modales. Incluso cuando, en noviembre de 1983, la Ley de Regulación de Prestamos prohibió el uso de la violencia o de amenazas abiertas, estas organizaciones se las ingeniaron para valerse de otros métodos. Como por ejemplo, mandar un fax directamente a tu oficina: «Urgente: Contacte con la compañía de crédito Ichiban. Último aviso». ¿Qué otra opción te quedaba?

Shoko no tuvo otra alternativa que ocultar su trayectoria profesional. Una sola llamada y su plan se iba al traste. «¿Sekine? Bueno, la verdad es que su situación crediticia fue algo desagradable…»

«Qué calor hace aquí», pensó Honma que aún llevaba puesto el abrigo. No soportaba tener que quitárselo y ponérselo, así que optó por dejárselo. Tomó un sorbo de agua y reflexionó sobre la historia de aquella chica. Sólo Dios sabía qué la habría llevado a la quiebra. Él no deseaba juzgarla como seguramente hubiese hecho cualquier jefe de personal o empresario, pero no podía evitar sentir que Jun estaría mejor sin ella. Plausible o no, la chica había sido muy exhaustiva pues no era fácil inventarse tantos nombres y direcciones.

Aquello le dio que pensar. Cualquier otro trabajo que hubiera realizado antes de incorporarse a Imai Office Machines estaría registrado en el Servicio Público de Empleo. Allí tendrían archivado todo su historial de los últimos diez años e incluso antes. Actualizaban la información de cada empleado mediante un número de registro. No importaba si cambiabas de trabajo o te jubilabas, todo quedaba reflejado en el archivo. Bastaba con pasar por allí para que te diesen una tarjeta de identificación. Shoko Sekine debía de haber tenido una. Para trabajar en Imai Office Machines, tuvo que haber presentado dicha tarjeta. Y después, Imai, o probablemente la misma Shoko, habría tenido que regresar a la oficina de Empleo Público en Shinjuku para darse de alta.

Honma se levantó de nuevo, regresó junto al teléfono y marcó el número. Mitchie respondió. Honma explicó la situación, poniéndola nerviosa otra vez. La chica tuvo algún que otro intercambio rápido y ahogado con su jefe, antes de contestar.

—Oiga. Sí, he encontrado su impreso de registro.

—¿Y?

—Registro en el Servicio Público de Empleo —leyó Mitchie—. Sekine, Shoko (Srta.). Fecha de expedición: 20 de abril de 1990. —El currículum que Shoko había dado a Imai databa del 15 de abril del mismo año—. Dijo que era la primera vez que rellenaba el impreso.

—¿En serio? ¿Nunca antes había estado registrada?

—Eso fue lo que aseguró. Cuando me contrataron, no sabía muy bien cómo hacer el papeleo, y temía que el hombre de la oficina de Empleo Público me dejara como una estúpida, así que le pedí a Shoko que me ayudara. Fue entonces cuando me dijo que sólo lo había hecho una vez.

Hubo unas cuantas interferencias, y entonces, Imai se puso al teléfono.

—Mitchie tiene razón. Pero ¿cómo es posible que los datos de su currículum sean falsos?

—Ya sé que suena ridículo.

—En fin, en cuanto al asunto del Empleo Público… Shoko me explicó que hasta entonces siempre había trabajado a media jornada y que por eso no se había registrado nunca.

—¿Y comentó algo acerca de por qué nunca había tenido trabajos a jornada completa?

Hubo otro breve intercambio y entonces:

—Creo que dijo que era más rentable trabajar a media jornada.

—Sí, si trabajas en un club de alterne.

—Hum. Bueno, no estaba al corriente de eso —confesó Imai—. No puedes sacar conclusiones precipitadas en los tiempos que corren. De todas formas, la señorita Sekine no parecía ser el tipo de chica que se dedica a esas cosas.

Honma veía un matiz ahí: no podías sacar según
qué
conclusiones en los tiempos que corrían. Precisamente en aquellos días, era muy común que una estudiante normal y corriente por el día, se dedicara a la prostitución por la noche. Es más, la belleza de Shoko era algo fuera de lo común. No le había costado mucho echarle el lazo a un tipo como Jun. Habría logrado hacer mucho dinero poniendo ese mismo encanto a disposición de algún ricachón en un club de renombre. Quizás fuera esa la razón por la que no necesitaba cobrar el paro… Aun así, se había declarado en bancarrota.

Honma se acercó a su mesa y tomó asiento de nuevo, ignorando la mirada que le echaba el camarero. ¿Cinco años? Es tiempo más que suficiente para que la vida de una persona tome un rumbo tan drástico. Y a juzgar por la descripción que Jun había hecho sobre el trabajo que Shoko desempeñaba en Imai Office Machines, la vida de su prometida había dado un giro espectacular.

Dejó escapar un suspiro mientras sacaba algo de dinero del bolsillo y meditaba acerca del siguiente paso que debería dar.

¿Qué tipo de vida habría llevado Shoko Sekine cuando su abogado envió esa carta a sus acreedores? Parecía un comienzo demasiado difícil, pero puede que el más rápido. Los episodios de su pasado que tanto se empeñaba en ocultar eran claramente los momentos en los que se había sentido más vulnerable; si lograba averiguar algo sobre ello, puede que todo encajara entonces. La chica que Jun había conocido era una persona que ella misma había inventado, que había construido pieza a pieza. Una persona surgida de la nada.

Shoko desapareció en el instante en que Jun empezó a hacer preguntas. Una vez que su pasado salió a la luz, lo dejó todo y escapó. Daba la impresión de que aquella chica siempre había estado preparada para la huida. Honma tenía la sensación de que alguien la había ayudado a escapar, pero no alguien de su vida actual. Ella no pediría ayuda a ningún amigo o conocido porque probablemente no aprobarían sus actos. Naturalmente, esto acortaba su lista de posibles cómplices.

Honma no tenía mucha elección. La mejor opción era llamar a ese abogado, Mizoguchi, aquel que Shoko había contratado para encargarse de los trámites correspondientes a la declaración de quiebra. La oficina estaba situada en Ginza. La línea Marunouchi conducía hacia allí sin necesidad de haber trasbordo.

Capítulo 5

«Es muy complicado… Ahora mismo no puedo explicártelo… Necesito algo de tiempo», las palabras de despedida que Shoko pronunció a Jun resonaban en la mente de Honma. Estaba en el vestíbulo del octavo piso. Era un pequeño inmueble que quedaba a dos bloques de la estación central de Ginza, justo detrás de la esquina de un edificio de oficinas. En la puerta podía leerse MIZOGUCHI & TARADA, ABOGADOS, escrito en negrita.

El cristal esmerilado no ofrecía una vista muy clara del interior. «Nadie se acercaría hasta aquí a no ser que estuviera metido en un buen lío», pensó Honma. Y eso que las puertas de cristal habían sido diseñadas para no ofrecer un aspecto demasiado inhóspito.

La puerta se abrió inmediatamente después de que Honma llamara por primera vez.

—Un segundito, por favor —dijo un joven entre jadeos antes de precipitarse hacia el teléfono. Una caótica formación de cuatro mesas flanqueaba la entrada. Encima de un armario, un reloj digital que marcaba las 3:27. Luego las 3:28.

Eso sí que era una oficina en condiciones. Ni rastro de la agitación nerviosa de Mitchie ni de la frivolidad de Imai. La acción sucedía en tiempo real. Todo estaba en movimiento; voces emergían desde cada rincón de la oficina. El espacio tenía forma de L, la zona de empleados quedaba perpendicular al área destinada a las consultas, pero en lugar de la típica sala de espera provista de sofá y mesa, aquel rincón estaba dividido en tres pequeños locutorios separados por mamparas, como si se tratara de la consulta de una clínica. Dos de los bancos estaban reservados a los clientes y el tercero a nuevos casos. Los tres estaban ocupados.

El joven colgó el teléfono y se encaminó hacia Honma. Antes de alcanzarlo, golpeó una impresora cuya bandeja acabó estrellándose contra el suelo.

—Ay, lo siento —dijo, dirigiéndose más a la máquina que a Honma—. Por favor, tome asiento. Las citas del señor Mizoguchi se están alargando.

—No se preocupe. No tengo prisa —repuso Honma sin pensárselo dos veces. De hecho, cuando Honma había llamado, Mizoguchi había dejado bien claro que sólo disponía de media hora para atender consultas sin cita previa. De las tres y media a las cuatro.

—Puede sentarse aquí. —El joven señaló con una mano una silla giratoria libre mientras que con la otra garabateaba algo en un papel. Honma aceptó agradecido la oferta.

En la mesa contigua, había otra empleada, también al teléfono. Tendría unos veintisiete o veintiocho años. Su interlocutor estaba o bien muy nervioso o totalmente desesperado… Puede que en el mismo estado en el que, quizás, Shoko Sekine acudió por primera vez a la oficina. Podía imaginársela perfectamente: un manojo de nervios y desesperación.

El joven alzó la vista del cuaderno en el que estaba centrado. Honma vio la oportunidad perfecta para preguntar.

—¿Sabe si últimamente ha venido por aquí una mujer llamada Shoko Sekine?

El joven hizo una mueca, con la mirada perdida en el techo, como si estuviera pensando: «Oh, oh. Vaya marrón».

—¿Sekine?

—Sí. Shoko.

La mujer ya había terminado con su llamada.

—¿Shoko, como la hija de Fujiwara no Michinaga? —intervino de repente—. ¿Una de las dos emperatrices consortes del Emperador Ichigo?

—Me he perdido —dijo su colega, sonriendo nervioso.

—¿No era la soberana de la que Murasaki Shikibu fue dama de compañía? —preguntó Honma.

—Pues sí. Creo que lleva usted razón —dijo la mujer, sonriendo de oreja a oreja.

Honma no era un erudito de los clásicos, pero cuando Chizuko hizo uno de esos cursos de formación para adultos, «
El cuento del Genji
[4]
para lectores avanzados», recibió todo una clase magistral sobre dicha epopeya.

—Y quien servía a la emperatriz Teishi, es decir, la rival de Shoko, era Sei Shonagon
[5]
—añadió—. Las dos escritoras más emblemáticas de su época convivieron en la misma corte, cada una al servicio de una de las esposas del mismo emperador. —¿Cómo podía acordarse de todo aquello? Los pasajes que Chizuko solía leerle siempre le entraban por una oreja y le salían por la otra.

—Así es —coincidió la mujer.

—Mire, tengo una foto de ella —dijo él, forzando una brusca vuelta al tema de la única Shoko que le interesaba. Sacó el currículum del bolsillo del pantalón y lo plegó de tal manera que sólo quedara visible la foto de identidad; luego la enseñó esperando respuesta.

Demostrando un renovado interés, el joven se acercó a Honma para verla.

—No me resulta familiar. Y suelo tener muy buena memoria para recordar a la gente que viene por aquí.

—¿Puedo echar un vistazo? —preguntó la mujer antes de que su compañero le extendiera el papel—. No, no la recuerdo. ¿Ha dicho que es cliente nuestra?

—Hace cinco años, el señor Mizoguchi se encargó de llevar a cabo todos los trámites para que esta mujer pudiera declararse en quiebra.

—¿Hace cinco años? Yo ni siquiera estaba aquí —explicó el joven, devolviéndole el currículum y regresando a su silla con un aire que dejaba el asunto zanjado, y una expresión que decía: «Lo siento, al menos lo he intentado».

La mujer, sin embargo, plantó los codos sobre la mesa.

—El noventa por ciento de los casos que llevamos son temas de quiebra, pero el nombre me suena…

Con tanta gente pasando por aquí, no era de extrañar que la mujer no pudiera recordarla. Era obvio que Shoko no formaba parte de la historia reciente de aquella oficina. Honma guardó el currículum en el bolsillo.

—Espere… Shoko. Ese nombre me dice algo —exclamó, contorsionando el cuello—. ¿Tenía los dientes torcidos? Entonces alguien pronunció su nombre.

—¿Señor Honma? Siento la espera.

Honma se dio la vuelta y se encontró cara a cara con un hombre de su misma estatura, aunque algo más mayor.

Estaba claro que Mizoguchi rondaba los setenta años. Como muchos otros ejecutivos que alcanzaban la edad de jubilarse, había optado por quedarse unos cuantos años más en la empresa, como asesor. Aun así, seguía desprendiendo un raudal de energía. El único signo de vejez que mostraba era el cuello ligeramente hundido, una pequeña mancha en la mejilla izquierda y las bifocales que le colgaban sobre el puente de la nariz.

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