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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

La Sombra Del KASHA (3 page)

BOOK: La Sombra Del KASHA
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La oscuridad inundó los ojos de Jun. Solían llamarlos «el espejo del alma», y en aquel momento era como echar un vistazo dentro de un almacén en el que no había ni una sola luz encendida.

—Entonces, ¿tienes alguna idea de por qué ha podido desaparecer?

Jun se negó a hablar durante un buen rato. Makoto, con una toalla al hombro, apareció en el salón. Honma le lanzó una mirada que decía bien claro: «A tu cuarto». El niño asintió y desapareció tras la esquina.

—Oiga… ¡no estamos discutiendo sobre el argumento de una novela barata! —exclamó Jun, a la defensiva.

—Bien. Repito, ¿algún motivo en concreto? ¿Te mandó alguna carta?

Jun negó con la cabeza.

—No, no dejó nada. Sólo sé lo que he llegado a averiguar tras encajar algunas piezas. Y por cierto, no las de una historia completa, ni mucho menos.

—¿Qué tienes, entonces? —Las palabras de Honma fueron más un suspiro que una pregunta.

Jun empezó a soltarlo todo. La historia salía precipitadamente de sus labios.

—El día de Año Nuevo, nos fuimos de compras. La compañía había puesto a nuestra disposición una casita modesta, y decidimos mudarnos. Salimos a comprar muebles, cortinas y demás.

—Continúa.

—En fin, hecho esto, aprovechamos para ir a ver algo de ropa y ella se compró un jersey. Estaba a punto de pagar en efectivo, cuando se dio cuenta de que no tenía suficiente dinero. —Jun hizo una pausa y se quedó mirando el techo—. Al final fui yo quien pagó el jersey, tal y como había pretendido desde el principio. Fue así como descubrí que Shoko no era titular de ninguna tarjeta de crédito, lo que me dejó algo atónito. Resulta que el banco para el que trabajo acaba de abrir un servicio crediticio y, por supuesto, nos exige cumplir una cuota de clientes nuevos. Pero no me gusta mezclar el negocio con cuestiones privadas, así que no le iba a vender la moto para que se abriera una cuenta de crédito. Ni a ella, ni a ninguno de mis amigos, de hecho.

Y a pesar de sus principios, su jefe lo había dejado al mando de esa sección de cuentas nuevas. Debía de tener un don para conseguir clientes.

—Ese mismo día, nos sentamos a hablar. Íbamos a tener que hacer muchas compras para los preparativos de la boda. Pero no podíamos estar todo el tiempo juntos, y era peligroso que Shoko fuera paseándose con mucho dinero en efectivo. Así que le dije: «vamos a conseguirte una tarjeta de crédito, ¿vale?». De todas formas, una vez que nos casáramos y ella cambiara de apellido, pensábamos mantener su cuenta personal para los gastos de la casa, y otra a mi nombre, para mis propios gastos.

¿Así es como organizaban sus asuntos domésticos las parejas de hoy en día? Tradicionalmente, la mujer se encargaba de gestionar el presupuesto familiar. Al parecer, Jun quería ser el que sustentara su hogar, pero no tenía intención de soltar su paga así como así.

—Shoko estuvo de acuerdo. Así que quedamos al día siguiente y le traje la solicitud para que la rellenara y firmara allí mismo. Tras hacerlo, remití la solicitud al banco para que la tramitaran. Normalmente tarda un mes, pero conozco a alguien que trabaja en este servicio… Ya sabe, las filiales emisoras de tarjetas de crédito son un poco las antesalas de la muerte profesional: el banco manda ahí a los administrativos a punto de jubilarse, a incompetentes que llevan demasiado tiempo en la empresa como para ser despedidos, o a miembros del personal que, por una razón u otra, quieren quitarse de en medio. Pues bien, uno de ellos, un tipo llamado Tanaka, entró en el banco al mismo tiempo que yo. —Jun frunció el ceño, incómodo—. Es muy inteligente pero, en un momento dado, se pasó de la raya. Quizás fuera demasiado listo. En fin, perdió un poco los papeles y lo trasladaron temporalmente al servicio de tarjetas de crédito.

—¿Y… ? —preguntó Honma, asintiendo con la cabeza.

—Le pedí el favor de que agilizara los trámites para la tarjeta de crédito de Shoko. Dijo que no había problema. Pero el lunes pasado recibí una llamada…

Honma lanzó una mirada de soslayo al calendario que colgaba en la esquina. El lunes pasado, día trece.

—Era él. Me dijo: «Lo siento, pero lo de la tarjeta de Shoko es inviable». Y por lo visto eso no era todo: «Escucha, Kurisaka, quizá deberías informarte un poco más sobre esa chica».

—¿Te dio alguna razón?

Jun dejó escapar un suspiro. Se columpió hacia delante y hacia atrás antes de contestar.

—El nombre de Shoko Sekine figuraba en la lista negra de todos los organismos encargados de evaluar la solvencia de los consumidores, tanto aquellos que asesoran a los bancos como los que consultan las compañías de tarjetas de crédito.

Cuando alguien solicita una tarjeta de crédito o quiere realizar una compra a plazos, dichas entidades llevan a cabo un minucioso control para verificar que la persona en cuestión no tiene antecedentes de morosidad. Honma comprendía todo aquello pero había un detalle que escapaba a su entendimiento.

—Has mencionado algo sobre diferentes agencias de calificación, ¿quieres decir que no hay una sola?

—Desde luego que no. Hay unas cuantas. Relacionadas con bancos, compañías de tarjetas de crédito o empresas de financiación al consumidor. Es más, Tokio y Osaka tienen diferentes organizaciones. Los datos se difunden, desde luego, y es muy fácil rastrear a un consumidor y ver si cumple con sus pagos. Basta con que haya utilizado su tarjeta o haya pedido un solo préstamo.

—De ahí que esta misma información pueda servir para la identificación personal.

—Exacto. Bueno, me quedé mudo de asombro porque Shoko me había dicho que no había tenido una tarjeta de crédito en la vida. ¿Cómo era posible entonces que su nombre estuviera en una lista de morosos?

—¿No puede ser que se equivocaran de persona?

—Eso fue exactamente lo que pensé al principio. De hecho, me temo que perdí la paciencia con Tanaka, incluso puede que fuera maleducado. No tardamos en discutir y acabó gritándome: «¡No cometemos ese tipo de fallos!»

Jun estaba respirando con fuerza. Al parecer, el mero hecho de contar la historia lo sacaba de quicio.

—«No, no», me dijo Tanaka. «No es un error». ¿Acaso crees que no lo he comprobado varias veces?

Tanaka sugirió con poco tacto que Jun se lo preguntara a ella.

—Yo estaba convencido de que se trataba de un error de identidad. Es decir, lo único que aparece en el expediente de la agencia de calificación es el nombre, la fecha de nacimiento, la profesión y, a lo sumo, una dirección. No tienen constancia de todos los actos que están reflejados en el registro familiar
[3]
. ¿Qué pasa si te mudas? ¿O si te trasladan y, por ende, tu lugar de trabajo cambia? Sólo aparece un nombre y una fecha de nacimiento, con lo cual puede darse el caso de coincidencias en el fichero.

No podía rebatirle aquello. Honma recordó aquella vez en la que un compañero del cuerpo recibió una llamada de una compañía de crédito de la que no había oído hablar nunca. Cuando explicó que se habían equivocado y les instó a realizar una búsqueda exhaustiva, se dieron cuenta de que estaban buscando a otra persona, con el mismo nombre y cuyo número de teléfono era prácticamente idéntico, excepto por el prefijo de la zona.

—Te sigo. ¿Qué paso, entonces?

—Bueno, no me apetecía que este follón salpicara a Shoko, sobre todo porque pensaba que era un error. Así que volví a llamar a Tanaka y le pedí disculpas, antes de rogarle que ahondara un poco más en el asunto. ¿De dónde había salido aquella información? ¿Había pruebas? Si lograba que Tanaka lo comprobara todo de nuevo estaba seguro de que acabaría dando con el error.

—¿Es así de sencillo? —preguntó Honma con expresión ceñuda.

—Por supuesto. Es bastante… —Jun dejó su frase a medias—. Bueno, en realidad, no lo es. Cuando suceden este tipo de casos, el único que puede presentar una reclamación es la persona afectada. En una situación normal, Shoko hubiera tenido que pedir que la organización de calificación accediera a sus datos, la cual procedería a llevar a cabo el proceso habitual para comprobar su identidad.

—Pero tú tenías prisa, por lo que decidiste saltarte el procedimiento.

Se encogió de hombros.

—Pensé que tenía derecho a interponer una queja de parte de Shoko. Y dada su posición, Tanaka ya tenía acceso a ese tipo de información. —Pero la búsqueda no resultó tal y como Jun había esperado—. No le llevó mucho tiempo. Tanaka aseguró que no había ninguna duda. No era un error de identidad, había pruebas.

—¿Qué pruebas?

Jun metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una hoja de fax doblada.

—Esto. Según me contó, fue enviado al Departamento de Atención al Cliente de una importante cooperativa de crédito, no creo que haga falta decir el nombre. Tanaka accedió a este documento a través de la agencia de solvencia crediticia y después me lo envió por fax.

Honma desplegó el papel. Era un documento legal con interlineado sencillo, redactado con un procesador de textos.

MIZOGUCHI & TARADA, ABOGADOS

Sanwa Bldg 8F Ginza 9-2-6

Distrito de Chuo, Tokio

20 de mayo de 198 7

A quien corresponda.

Por la presente, se remite esta declaración con el pleno consentimiento de la señora Shoko Sekine, con domicilio en Castle Mansión, en Kinshicho, Apartamento 405, Kotobashi 4-2-2, distrito de Sumida, Tokio.

La señora Sekine solicitó por primera vez una tarjeta de crédito en septiembre de 1983, fecha en la que procedió a su uso para realizar compras diarias y retirar dinero. Sin embargo, a partir del verano de 1984, un uso imprudente de la tarjeta de crédito, agravado por un escaso conocimiento del funcionamiento del sistema crediticio, derivó en un aumento considerable de los pagos mensuales que habría de afrontar la interesada. En consecuencia, en un esfuerzo por subsanar esta situación, la señora Sekine, además del empleo a jornada completa que ya tenía, realizó trabajos a tiempo parcial. Pero esta sobrecarga laboral resultó perjudicial para su salud, lo que a su vez incrementó la presión sobre su situación económica, obligándola a incurrir en deudas incluso mayores. A fin de cubrir sus pagos mensuales, empezó a solicitar nuevos préstamos cuyo reembolso garantizaba con futuros sueldos, y acabó contrayendo deudas significativas para cubrir a su vez los pagos correspondientes a préstamos anteriores, lo que supuso un importante aumento de su pasivo hasta el punto de que, a día de hoy, el cómputo de la deuda contraída alcanza una cantidad de diez millones de yenes, repartida entre una treintena de acreedores distintos. El valor de los activos de la señora Sekine sigue siendo nulo, la deudora no tiene otra alternativa que declararse en bancarrota, a día de hoy, ante el Tribunal regional de Tokio.

Considerando lo anteriormente expuesto, me veo en la difícil situación de tener que solicitar humildemente que los acreedores de la señora Sekine cooperen y accedan sin reservas a dicho proceso de quiebra. Consta que ciertas entidades han llegado a emplear métodos sumamente irregulares para apremiar el cobro de las sumas que les corresponden. En caso de que resulte probada cualquier forma de acoso, la señora Sekine no dudará en ampararse en las leyes previstas tanto por el Código Civil como por el Código Penal contra las partes involucradas.

Atentamente,

Goro Mizoguchi,

Abogado.

Honma miró a Jun.

—Quiebra personal —dijo Jun.

—¿Y cuál fue tu reacción? —Preguntar a Shoko —masculló.

—¿Cuándo?

—El día quince.

—¿Aún cabía la posibilidad de que se tratase de un error?

—Eso pensé. Eso esperaba —repuso Jun, negando con la cabeza—. Así que se lo pregunté sin rodeos.

Honma volvía a mirar la hoja.

—Fue entonces cuando desapareció, ¿verdad?

Jun asintió.

—Cuando le enseñaste el fax, ¿no lo negó todo?

—Al principio no dijo nada. Se puso pálida como si hubiera visto un fantasma. —Su voz empezaba a temblar, así que continuó en un tono más bajo—. Tiene que encontrarla, no tengo alternativa. Si voy a una agencia de detectives, mis padres pueden enterarse, porque aún sigo viviendo en su casa. Y tampoco me resulta fácil atender llamadas privadas desde mi puesto de trabajo.

Pero, al parecer, un pariente ya era una cosa distinta. Y si resultaba que el pariente en cuestión era detective y además estaba de baja, mejor que mejor.

—Quiero aclarar las cosas con ella. Cuando le enseñé el fax, dijo que había un enredo de circunstancias complicadas detrás de todo este asunto… Que no podía explicármelo en aquel instante… Que necesitaba tiempo. Yo accedí, desde luego, porque confiaba en ella. Al día siguiente se había ido. No estaba en casa y tampoco apareció en el trabajo. —Jun negaba con la cabeza tras cada acusación, como si estuviera hablando directamente con la chica—. No dijo ni una palabra en su defensa. Me habría resultado más creíble si por lo menos hubiera intentado hacerlo. Tenía que escuchar la verdad de su propia boca. Si me hubiera dado algún tipo de explicación, habríamos encontrado el modo de solucionarlo. No quiero culparla. Es lo último que quiero hacer. Pero para eso necesito su ayuda, tío. Shoko no dejó ninguna agenda, ninguna dirección, y no sé casi nada de sus amistades. No encontraré el modo de dar con ella solo. ¿Qué me dice… ? Se lo pido de rodillas.

Incluso bastante después de que aquella oleada de emoción hubiera pasado, a Jun seguía temblándole la barbilla, cual cochecito de juguete cuyas ruedas siguen girando en el vacío cuando vuelca.

Honma lo miró fijamente pero no dijo nada. Dos impulsos opuestos colisionaban en su mente. Uno era la más simple curiosidad, gajes del oficio. La desaparición de Shoko Sekine no era un hecho extraordinario en sí. Aunque sí lo era escuchar aquello de «quiebra personal» como pista en un caso de desaparición de una joven. Menos extraño resultaría que una familia entera se desvaneciera en mitad de la noche sin dejar el menor rastro. ¿Pero una mujer sola? ¿Una mujer que no huye de un hombre sino de sus acreedores? «Poco probable», pensó. Shoko Sekine se había declarado en quiebra, lo que significaba que se había librado de sus deudas. ¿O acaso pueden sobrevivir las deudas, intactas, a una bancarrota?

El segundo impulso fue una reacción ante la súplica de Jun, una reacción de indiferencia. Había tenido la poca vergüenza de no dejarse ver, ni de lejos, en el funeral de Chizuko, sin mencionar que no había mandado sus condolencias ni tampoco llamado una sola vez en más de tres años. Había estado demasiado ocupado. Y sin embargo, cuando se trataba de pedir favores, no dudaba en enfrentarse a la ventisca. ¿Quién se creía que era?

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