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Authors: Endo Shusaku

El samurái (16 page)

BOOK: El samurái
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Salí de la celda del superior y fui a la que me habían destinado. Allí encendí una vela y me até las muñecas para evitar las tentaciones de la carne. Yo había previsto esas maquinaciones de mis enemigos. Nunca había supuesto que todo marchara perfectamente desde el comienzo. Es verdad, como dicen los jesuitas, que los cristianos del Japón sufren persecuciones y que el Shogun está disgustado con la obra de los misioneros, así como el Naifu. Pero eso no justifica que nos retiremos y abandonemos esa nación a Satán y a las religiones paganas. La obra misionera es como la diplomacia. Y se parece también a la conquista de un país extranjero. En la obra misionera, como en la diplomacia, es preciso recurrir a subterfugios y amenazar a veces, o negociar si dichas tácticas sirven para difundir la palabra de Dios. Yo no las considero repugnantes ni despreciables. A veces conviene cerrar los ojos a ciertas cosas para propagar el evangelio. El conquistador Cortés desembarcó en Nueva España en 1519 y con sólo un puñado de soldados capturó y mató a una multitud de indios. A la luz de las enseñanzas divinas, nadie podría decir que ésa fue una buena acción. Pero no debemos olvidar que, gracias a ese sacrificio, hoy son incontables los indígenas que han entrado en contacto con la palabra de nuestro Señor, se han liberado de su salvajismo y han iniciado el camino de la justicia. Nadie puede juzgar a la ligera si hubiera sido mejor abandonar los indios a sus costumbres diabólicas que cerrar los ojos a cierto grado de maldad para darles la palabra de Dios.

Si el virrey sospecha del contenido de mi petición y vacila en conceder audiencia a los emisarios japoneses, tendré que emplear cierta estratagema para tranquilizar su conciencia. Preparé a bordo mi baza de triunfo.

He desarrollado mi estrategia. Durante los últimos tres días he llevado a los emisarios a visitar a personas influyentes en Ciudad de México. Casi parecíamos mendigos en busca de limosnas. El arzobispo, un hombre muy grueso debido a su regalada vida, nos recibió amablemente al principio y miró con curiosidad a los cuatro emisarios, que lo contemplaban en silencio con la expresión severa característica de los japoneses. El arzobispo tenía el corazón débil, y apretó varias veces una mano regordeta contra el pecho mientras hacía algunas preguntas banales acerca del Japón. Era evidente su escaso interés por esa nación asiática.

Como si hubiera sido casi el portavoz de los japoneses, señalé lo ventajoso que sería para Nueva España el comercio con el Japón. Por ejemplo la pólvora, los clavos, los equipos náuticos, el cobre y el hierro que todos los años se transportan a Acapulco desde Sevilla, se podrían obtener a más bajo precio en el Japón, que está interesado en adquirir seda cruda, lana y terciopelo, bienes de menor coste en Nueva España. Observé también que el estaño necesario en Nueva España se podía comprar en grandes cantidades en las regiones japonesas de Nagasaki, Hirado y Satsuma, y advertí que si las negociaciones comerciales con el Japón fracasaban el perjuicio sería grande, porque el comercio con ese país oriental sería monopolizado por los ingleses o los holandeses.

Al arzobispo se le borró la sonrisa y apretó la mano contra su pecho.

—Pero el Japón empezó a perseguir a los cristianos hace diecisiete años. Creo que las persecuciones todavía persisten. ¿Es posible enviar misioneros españoles a un país semejante?

Yo no ignoraba que la noticia de la ejecución de veintiséis mártires en Nagasaki, en 1597, había llegado incluso a Nueva España.

—La situación está mejorando —expliqué—. Los nuevos gobernantes del Japón han comprendido que el comercio y las tareas de las misiones son inseparables y han ordenado al príncipe de estos emisarios que permita el cristianismo en sus dominios. Y si en esos dominios florece el comercio, estoy seguro de que los demás nobles seguirán su ejemplo y recibirán a los misioneros. Y en verdad los mercaderes japoneses que han viajado conmigo me han dicho por su propia cuenta que están dispuestos a oír la palabra del Señor.

Me detuve y esperé sin respirar la respuesta del arzobispo.

—¿Piensan bautizarse? —Interesado por vez primera ante el as de triunfo que yo acababa de poner ante sus ojos, el arzobispo se puso de pie.

—Creo que lo harán.

—¿Dónde? ¿Cuándo?

—Aquí, en Ciudad de México. Pronto.

Incapaces de comprender nuestra conversación, los cuatro emisarios se mantenían rígidos e inexpresivos. Era para mí un regalo de Dios que no comprendieran el español.

—Bendecid, por favor, a estos emisarios —agregué.

El arzobispo alzó su gruesa mano e impartió la bendición a los japoneses, que la recibieron sin darse cuenta de lo que era. Yo calculaba que ese sacerdote demasiado bien alimentado informaría inmediatamente a las personas principales de Ciudad de México que algunos de los japoneses pensaban bautizarse. Y sin duda, a medida que la noticia se difundiera, la mala reputación de los japoneses mejoraría.

Concluida la visita, regresamos al monasterio. Allí reuní a los mercaderes.

—La carga desembarcada en Acapulco llegará muy pronto a Ciudad de México.

Mientras se congratulaban, les dije en términos muy claros que tendrían grandes dificultades para vender sus mercancías. Les conté que había llegado hasta allí la noticia de la persecución japonesa de los cristianos y que, como consecuencia, las autoridades no se sentían bien predispuestas hacia ellos. Luego di la espalda al agitado grupo y volví a mi habitación.

Los mercaderes siguieron cambiando ideas. Yo sabía de qué hablarían. Rezando, sí, rezando esperé su respuesta. Poco más tarde el comerciante de dientes amarillos, el mismo que me había pedido en el barco privilegios especiales para comerciar en Nueva España, se acercó furtivamente a mi habitación con algunos de sus camaradas.

—Padre —el hombre de dientes amarillos sonrió de modo seductor—, todos dicen que desean convertirse al cristianismo.

—¿Por qué motivo? —pregunté con voz glacial.

—Porque todos hemos comprendido el valor de las enseñanzas cristianas.

Balbuceó tediosamente mientras explicaba cómo pensaban él y los demás. Todo había ocurrido como yo había calculado. Sé que muchos buenos cristianos criticarían mi táctica. Pero los métodos corrientes no sirven si se quiere hacer del Japón un país de Dios. Incluso si aquellos mercaderes se proponían utilizar el bautismo y al Señor mismo para obtener riquezas, Dios no los abandonaría una vez que fueran bautizados. El Señor no abandona a nadie que haya pronunciado Su nombre aunque sea una sola vez. Eso es lo que yo creo.

Como había anticipado —o mejor, planeado—, la noticia de que un grupo de japoneses se bautizaría pasó del arzobispo a los notables y de boca en boca hasta que la conoció toda la ciudad. Todas las personas que he visto en estos últimos días me han interrogado al respecto. Ahora espero, como una araña que acecha en su tela, que el rumor llegue a oídos del virrey. Y luego, entre la curiosidad y la satisfacción de los habitantes de Ciudad de México, los japoneses recibirán un glorioso bautismo. Y cuando eso ocurra todos admitirán que yo, después de mostrar al pueblo un éxito tan señalado, soy digno de ser obispo del Japón.

Oh, Señor, ¿han sido reprochables mis acciones? He pronunciado esas mentiras y he planeado estas estratagemas para que algún día se eleven en el Japón himnos alabando Tu nombre y para que allí crezcan en profusión las flores de la fe. El suelo del Japón es tan duro y estéril que no he tenido otra opción que emplear estos recursos para que Tu semilla germine. Alguien debía mancharse las manos. Como no había otra persona posible, no he vacilado en mancharme de barro por Ti. Pero ¿por qué me atraen a tal extremo ese país y su pueblo? Hay en el mundo muchas naciones donde es más fácil la labor del misionero. Ah, Japón. Cuanto más te resistes, más se inflama mi espíritu combativo. Y tanto me atraes que para mí ningún otro país parece existir.

«Buscad, por lo tanto, la virtud y el reino de Dios.» El día de san Miguel, en la capilla del monasterio de San Francisco de Ciudad de México, el padre superior Guadalcázar bautizó a treinta y ocho japoneses. A las diez en punto tañeron las campanas de la torre, los ecos resonaron en el cielo azul, y el pueblo se congregó para ver la ceremonia. Los japoneses formaban dos hileras; cada uno sostenía una vela en la mano. Cuando pasaban delante del superior, él preguntaba: «¿Crees en nuestro Señor, y en su Iglesia, y en la vida eterna?». Y ellos respondían: «Sí, creo».

La muchedumbre reunida en la capilla oyó estas palabras; algunos estaban de rodillas, otros lloraban y todos alababan al Señor y agradecían la caridad que Dios había derramado sobre esos extranjeros. La campana volvió a sonar. Mientras yo asistía al superior, un sentimiento de gratitud me invadió. Incluso si el único motivo de esos treinta y ocho comerciantes era la esperanza de la riqueza, ¿acaso el sacramento del bautismo no podía triunfar sobre la codicia? Uno por uno los japoneses se arrodillaron ante el superior. Él rociaba sobre sus frentes agua bendita y luego regresaban a su sitio con una extraña expresión. Yo recé fervientemente por ellos.

El padre superior Guadalcázar les dedicó un sermón. En Nueva España, dijo, muchos indios habían abandonado sus costumbres bárbaras y sus creencias religiosas y eran admitidos entre los virtuosos. Pidió a toda la congregación que rezara por que el Japón se convirtiera pronto en un país de Dios. Se persignó y todos guardaron silencio; se arrodillaron e inclinaron la cabeza.

Desde el altar espié a los emisarios, a quienes se había reservado sitio en la tercera fila. Nishi miraba la ceremonia con interés y curiosidad, en tanto que Tanaka y Hasekura permanecían sentados con los brazos cruzados y seguían con la vista mis movimientos. Sólo el sitio de Matsuki estaba desierto, lo que expresaba ostensiblemente su oposición.

Después de la misa hablé con Tanaka y Hasekura. Señalé a los mercaderes: la muchedumbre los rodeaba y les regalaba flores.

—Supongo que consideráis despreciables a esos mercaderes. Pero ahora la población de Ciudad de México los considera sus amigos. Sin duda sus negocios se desarrollarán sin el menor inconveniente.

Los dos hombres callaron.

—Eso no es todo. Sospecho que la ceremonia de hoy no dejará de ejercer alguna influencia sobre la decisión del virrey de permitir el comercio con el Japón.

Tanaka desvió la mirada ante la ironía. Hasekura parecía profundamente incómodo.

El bautismo de los japoneses entusiasmó al arzobispo, que interpuso sus buenos oficios para concertar una audiencia del virrey Acuña a los emisarios antes de lo que yo había imaginado. Recibieron la noticia con júbilo e incluso Tanaka consiguió mostrar una especie de sonrisa.

El día de la audiencia, un lunes, los emisarios entregaron sus lanzas a los miembros de su séquito y subieron al coche que el virrey les había enviado. Yo fui con ellos desde el monasterio hasta la residencia oficial del virrey. La noticia del bautismo había corrido por la ciudad y la gente nos aclamaba por las calles. Pero los emisarios sentían excesiva aprensión ante la audiencia y ni siquiera las voces amistosas de la muchedumbre suavizaban sus expresiones severas.

Su nerviosismo aumentó cuando entramos por el portal de la residencia del virrey, situada en el corazón de Ciudad de México; mientras pasábamos entre hileras de guardias solemnes y el coche se detenía en el pórtico advertí que al joven Nishi le temblaban levemente las rodillas. El virrey, un hombre alto de porte aristocrático, nos aguardaba con dos de sus secretarios en un salón decorado con brillantes armaduras y panoplias. Llevaba bigote y su rostro era delgado. Los emisarios se inclinaron al modo japonés, sin tomar la mano que él les ofrecía, y él se encogió de hombros, desconcertado.

El contraste entre la forma japonesa de saludar y el grandilocuente discurso de bienvenida del virrey, típicamente español, era un espectáculo divertido. Aunque en lo esencial ambas nacionalidades son muy diferentes, se parecen en su respeto por el formalismo y el exagerado ceremonial. El virrey expresó su gratitud al rey del Japón por la buena voluntad con que había protegido a los náufragos españoles y los había devuelto a su hogar. Luego felicitó a los emisarios por el feliz arribo de su barco a Nueva España y manifestó sus esperanzas de que el Japón y España prosperaran y florecieran juntas. Cuando terminó, Hasekura alzó respetuosamente la carta de Su Señoría y dio un paso hacia el virrey. Ambos hombres procedían con mortal seriedad, ignorando la absurda imagen que presentaban.

Sin embargo el virrey evitó responder a la pregunta principal y se limitó a decirme:

—Haremos todo lo posible para que los emisarios del Japón se sientan a gusto en Ciudad de México.

Los emisarios empezaban a dar muestras de exasperación cuando el agudo Matsuki me apremió para que pidiera una respuesta a la carta de Su Señoría.

—Yo, personalmente —dijo el virrey—, no tengo autoridad para responder a esta carta. Pero, por supuesto, prometo que transmitiré vuestra petición a Madrid...

Los emisarios me miraron con sorpresa. Sus rostros estaban llenos de preocupación y parecían niños buscando la ayuda de un adulto.

—Estoy seguro de que los japoneses desean saber cuándo pueden esperar una respuesta de Madrid —dije en su nombre.

—A causa de la complejidad del asunto, y considerando el tiempo necesario para la deliberación, supongo que transcurrirán unos seis meses —dijo el virrey, encogiéndose de hombros—. Y sin duda, padre, no ignoráis que, como el comercio español con el Lejano Oriente está indisolublemente vinculado con las misiones, será necesario tener en cuenta la opinión del Papa.

Yo lo sabía, por supuesto. Y también sabía que el virrey de Nueva España no tenía autoridad para conceder un permiso de comercio con el Japón. Precisamente por esa razón había venido con los emisarios. Pero fingí gran sorpresa, como si acabara de enterarme, y expliqué la situación a los japoneses. Mi intención era llevarlos a la confusión, hacer que se sintiesen indefensos y luego conseguir que hicieran exactamente lo que yo deseaba.

—El virrey dice que la respuesta de España tardará un año —mentí.

—¿Un año? ¿Y debemos esperar un año?

Parecía que hubiesen recibido un hachazo. Yo ignoré su reacción y me volví hacia el virrey como si no supiera qué decir.

—Los emisarios dicen que seis meses es demasiado tiempo. Si es así, preferirían ir a España y transmitir directamente los deseos del rey japonés al rey de España.

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