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Authors: Endo Shusaku

El samurái (12 page)

BOOK: El samurái
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Poco después de que se retiraran, Matsuki Chusaku subió a cubierta y miró largamente el mar, como solía. Normalmente, cuando nos encontrábamos, se limitaba a saludar con un movimiento de cabeza; pero hoy me miró mientras yo recorría la cubierta recitando el breviario. El fuerte sol caía sobre nosotros; yo sentí en su mirada una profunda hostilidad.

—No podré descansar en paz hasta que la embajada esté segura en Nueva España —dije.

Matsuki permaneció inmóvil como una estatua, de modo que continué murmurando el breviario.

—Señor Velasco. —Su voz tenía un tono acusador—. Quisiera preguntaros algo. ¿Venís sólo para ser nuestro intérprete, o con otra finalidad?

—Sólo la de ayudar como intérprete —respondí, con sorpresa—. ¿Por qué me lo preguntáis?

—¿Es parte de vuestra tarea como intérprete contar historias cristianas a los comerciantes?

—Es para su bien. En Nueva España, se recibe como hermanos a personas de otros países si son cristianos. Pero si no lo son, poco avanzarán en sus negociaciones comerciales.

—Entonces —dijo desafiante Matsuki—, para vos no haría ninguna diferencia que los comerciantes japoneses se convirtieran al cristianismo con el único fin de facilitar sus negociaciones comerciales.

—Ninguna diferencia —asentí—. Muchos caminos llevan a la cumbre de una montaña. Hay caminos desde el este o el oeste, y senderos desde el norte y el sur. Por cualquiera de ellos se puede llegar a la cima. Sin duda hay igualmente muchos caminos que conducen a Dios.

—Sois un hombre inteligente, señor Velasco. Aprovecháis su codicia para convertirlos al cristianismo. Pienso que habéis aplicado idéntica estrategia con los magistrados del Consejo de Ancianos. Les ayudáis a iniciar el comercio con Nueva España a cambio del permiso para convertir a la gente al cristianismo.

Miré sus ojos. No estaban, como los de Nishi, llenos de curiosidad infantil. Y no se parecían a los ojos obstinados de Tanaka o los resignados de Hasekura. Comprendí que ese emisario japonés no era un tonto.

—Y si eso fuera verdad, señor Matsuki —respondí con calma—, ¿qué haríais? ¿Renunciaríais a vuestra misión?

—Por supuesto que no. Pero os diré una cosa. Si los comerciantes que nos acompañan ganan dinero en Nueva España, probablemente se harán cristianos. Si no lo ganan, abandonarán de inmediato esa religión. E igualmente, el Consejo de Ancianos sólo autorizará la prédica del cristianismo mientras dure el comercio con Nueva España. Si ese comercio no se establece o se interrumpe, el cristianismo será prohibido. ¿Tenéis conciencia de esto, señor Velasco?

—Naturalmente. El caso es que si todo marcha bien, los mercaderes prosperan y el comercio se mantiene, no habrá problemas, ¿verdad? —Traté de disipar la tensión con una broma—. Pero incluso si se corta la relación comercial con Nueva España, la semilla plantada continuará germinando. Los hombres no podemos imaginar los pensamientos de la mente de Dios.

—Señor Velasco. —Ahora Matsuki hablaba con mayor serenidad, y no como si me hiciera un interrogatorio policial—. No comprendo. Me parecéis un hábil intrigante que ha atravesado muchos océanos para venir al Japón y atraer el infortunio sobre su cabeza en honor de cierto Dios. ¿Creéis verdaderamente que hay un Dios, señor Velasco? ¿Por qué creéis que hay un Dios?

—No puedo explicar lógicamente la existencia de Dios. Porque Dios manifiesta Su existencia en las vidas de cada individuo. En la vida de cada hombre hay algo que da testimonio de que Dios existe. Si yo os parezco un hombre intrigante, quizás es que Dios se manifiesta incluso en la vida de un intrigante como yo.

Me asombré de las palabras que habían brotado de mis labios. Era como si una fuerza oculta me hubiese impulsado a decir que Dios da testimonio de Su existencia a través de las vidas de todos y cada uno de los individuos.

—¿Lo creéis así? —La expresión burlona reapareció en la cara de Matsuki—. Dios no podrá demostrar Su existencia a través de las vidas de esos mercaderes japoneses.

—¿Por qué no?

—A ellos les da igual que Dios exista o no. Y no son los únicos. Muchos japoneses sienten lo mismo.

—¿Y vos, señor Matsuki? —pregunté—. ¿Es una vida tibia lo que anheláis? Yo vine a Japón porque creía que estar vivo significa vivir con intensidad. Es como la relación entre un hombre y una mujer. Así como una mujer desea la intensa pasión de un hombre, Dios desea nuestra pasión. Un hombre no puede vivir dos veces. No ser frío ni caliente, sino tibio... ¿Eso es lo que queréis, señor Matsuki?

Por primera vez, Matsuki cedió ante mi voz aguda y mi expresión severa. Vaciló, como un hombre avergonzado por su propia consternación.

—¿Qué otra cosa puedo hacer? He nacido y crecido en el Japón... En el Japón no se piensa bien de los extremos. Vos y la gente como vos sois muy extraños para mí.

Durante un instante creí ver una expresión de indecible exasperación en el rostro de Matsuki. No me parecía que estuviera resentido conmigo porque yo, olvidando que era un mero intérprete, discutiera obstinadamente con él, sino más bien consigo mismo. Quizá, aunque me odiaba, algo que había en mí de algún modo le atraía.

Una tarde tranquila se avistó un grupo de ballenas. Todos los japoneses dormían. Sólo el crujido del aparejo y el tañer de la campana del barco anunciando la hora interrumpían el lánguido silencio.

—¡He visto ballenas! —gritó un marino que estaba de guardia en el mástil. Algunos que oyeron débilmente el aviso despertaron a los demás. Toda la gente del barco salió a la cubierta.

Varias ballenas afloraban y se sumergían entre las olas oscuras, nadando siempre hacia el mar abierto. Desaparecían por un instante cuando se zambullían en un valle entre dos olas pero muy pronto sus cuerpos negros, que parecían brillantes de aceite, reaparecían y lanzaban al aire altos chorros de agua. Cuando una se sumergía, brotaba el lomo de otra con su geiser de vapor. Jugueteaban con absoluto desdén por el barco. Cada vez que aparecían, los espectadores japoneses y españoles lanzaban gritos de asombro.

Nishi, al lado del samurái, sonrió jubiloso.

—Todo lo que vemos es nuevo y diferente.

El samurái permaneció inmóvil, mirando, hasta que finalmente las ballenas desaparecieron en el horizonte. Como un haz de flechas, los rayos solares se filtraban entre las nubes y teñían de plata el límite del océano ahora desierto. El samurái nunca había pensado que pudieran experimentarse tantas cosas nuevas y diferentes. No imaginaba que el mundo fuera tan vasto. Los dominios de Su Señoría eran el único mundo que podía imaginar. Pero ahora se desarrollaba en su corazón una sutil transformación acompañada por una vaga incomodidad y un miedo sin forma. Estaba poniendo el pie en un nuevo mundo. Y temía que el muro que hasta ese momento había sostenido su corazón se resquebrajara y cayera hecho polvo.

Cuando el grupo de ballenas desapareció de la vista, los japoneses que se habían congregado en la cubierta empezaron a regresar al sollado. Sonó la campana del barco. Ya había pasado la hora de la siesta y les aguardaban horas de inquieta inactividad antes de la noche.

—¿No queréis bajar al sollado —dijo Nishi al samurái mientras bajaban las escaleras— y aprender un poco de español?

Velasco entró al ruidoso salón con su habitual sonrisa confiada, la sonrisa de un adulto que mira a unos niños incapaces de hacer nada por sí mismos.


Más barato, por favor
. —Mientras Velasco pronunciaba estas palabras, apoyado en un bulto de carga, los mercaderes las registraban fielmente en hojas de papel con sus pinceles.


No quiero comprarlo.

La lección, extraña pero seria, duró una hora. Luego Velasco empezó a recitar escenas de la vida de Cristo.

—Había una vez una mujer. Durante largos años había padecido una enfermedad de la sangre. Había gastado todo lo que poseía y visitado a muchos médicos, pero sin ningún resultado; cada vez estaba peor. En aquella época Jesús recorría el lago en una barca y muchas personas se reunían en la orilla. Cuando la mujer oyó hablar de Jesús, se le acercó y vacilando le tocó las ropas con el dedo. Pensó: «Si tan sólo le toco las ropas, curaré». Jesús se volvió y dijo: «Consuélate, mujer». Y la mujer curó.

El samurái apenas escuchó las palabras de Velasco. Las enseñanzas cristianas siempre le habían parecido remotas, y no creía que tuviera sentido escucharlas ahora.

Y entonces, bruscamente, la mujer de la historia de Velasco le recordó a las mujeres de la llanura. Los atestados pueblecitos de la llanura, donde vivían cientos de personas más desventuradas y patéticas que aquella mujer enferma. Su padre le había hablado muchas veces de niñas y ancianas abandonadas junto a los caminos en las épocas de hambre.

Los mercaderes hicieron lo posible por no sonreír ante el relato de Velasco. Miraban con asombro al sacerdote, pero el samurái sabía que no escuchaban con verdadero interés. Como había dicho Matsuki Chusaku, los mercaderes simplemente consideraban que saber algo acerca del cristianismo sería útil para sus futuros negocios en Nueva España.

Velasco cerró la Biblia y con su acostumbrada sonrisa miró a los mercaderes para determinar el efecto de sus palabras. Entre las caras dubitativas descubrió una que lo miraba con lo que parecía una expresión de furia. Era el criado del samurái, Yozo.

Cuando salió del gran salón, los comerciantes guardaron los pinceles en sus cajas, bostezaron y se golpearon con los puños los hombros fatigados. Las expresiones de concentrada aplicación se habían desvanecido por completo y llenaba el gran recinto la atmósfera relajada que suele seguir al cumplimiento de un deber. Algunos empezaron a jugar a los dados junto a las pilas de carga, en el mismo sitio en que había estado Velasco.

Mientras salía con el samurái, Nishi expresó uno de sus sueños juveniles.

—Cuando las naves extranjeras empiecen a venir a los puertos de nuestro dominio. Su Señoría y los ancianos magistrados necesitarán sin duda intérpretes. Me gustaría hacer esa clase de trabajo; espero aprender suficiente español durante nuestro viaje.

El samurái sintió leves celos y envidia del joven. El mismo era demasiado viejo y obtuso para aprender una lengua extranjera.

Mientras los emisarios tomaban el desayuno que sus criados les habían llevado al camarote, Tanaka Tarozaemon volvió a reprender a Nishi Kyusuke. Nishi había narrado con entusiasmo que, con la ayuda de Velasco, había aprendido del primer oficial a utilizar una brújula, cuando Tanaka le dijo vivamente:

—¿No podéis ser un poco más serio? Mostrarnos frívolos ante los extranjeros perjudicará nuestra reputación.

Durante un instante Nishi se quedó sin habla. Luego replicó:

—¿Por qué? Aunque sean extranjeros, podemos aprender de ellos muchas cosas. Fueron extranjeros quienes nos trajeron la pólvora y las armas de fuego cuando todavía usábamos arcos y flechas. Y como emisarios, ¿qué mal nos puede hacer conocer las cosas buenas de su país y adquirir de ellos conocimientos útiles?

—No digo que eso tenga nada de malo. —El desconcierto de Tanaka hacía evidente que no había esperado tal respuesta de un hombre más joven—. Lo que digo es que os conducís con frivolidad cuando vagáis por el barco mirando boquiabierto todos los aparatos extranjeros.

—Por supuesto, me asombran las cosas nuevas que veo. Y pienso qué útiles serían esos objetos si los lleváramos a nuestro dominio.

—Adoptar o no nuevos útiles le corresponde al gobierno. Quien decide es el Consejo de Ancianos. ¿Desde cuándo un jovenzuelo como vos le dice al gobierno lo que debe hacer? Es sólo porque sois joven por lo que las cosas os parecen buenas siempre que sean nuevas.

Mirando el pálido perfil de Tanaka, el samurái recordó a su tío. Era típico de los samuráis rurales de su dominio valorar el honor por encima de todas las cosas, considerar que un insulto era la deshonra definitiva, desdeñar lo nuevo y no tratar de revisar los antiguos hábitos. Tanto Tanaka como su tío poseían esas características en gran medida. El samurái mismo compartía su actitud. Sin embargo, a bordo de ese barco había sentido a veces disgusto por la parte rústica de su personalidad y envidia de Nishi por su incesante curiosidad.

—Nishi. —Matsuki, sentado enfrente del samurái, tapó la caja de la comida y dijo bruscamente: — ¿Habéis estado en los camarotes de los extranjeros?

—Sí.

—¿Qué pensáis de su olor?

—¿De su olor?

—Desde que subimos a este barco que no puedo soportar ese hedor. Cada vez que Velasco entra aquí, trae consigo ese repugnante olor extraño.

Desde que tuvo aquella conversación con él en la cubierta, al samurái le inquietaba la suficiencia de Matsuki. Personalmente no le interesaban la cristiandad ni los misioneros cristianos, pero sentía una oleada de vergüenza cuando recordaba que Velasco había prestado a Yozo sus modestas ropas. Para él Yozo era a fin de cuentas un criado, un servidor. Pero no parecía que Velasco hiciese tales distinciones.

—¿Por qué pensáis mal de todo? —dijo el samurái—. A mí tampoco me gusta, pero...

—Velasco huele a vehemencia extranjera —continuó Matsuki—. Es a causa de ese olor de su cuerpo por lo que ha hecho el largo viaje a Japón. Y no sólo Velasco. Por esa misma pasión los extranjeros han construido grandes naves y vagado por todas las naciones de la Tierra. Nishi, robar las cosas creadas por los extranjeros, sin tener en cuenta esa pasión, es pura imitación ciega. Y recordad que esa pasión es un veneno para nosotros.

—Pero... —murmuró Nishi, consternado—. El señor Velasco parece una persona muy amable...

—Velasco finge amabilidad para ocultar las pasiones que hierven en su alma. Yo tengo la vivida impresión de que incluso su fe en el cristianismo es un intento de contener sus ambiciones. Cuando lo veo andar solo de un lado a otro, al sol, todo el día, veo en él algo que me asusta.

Matsuki comprendió que estaba hablando en voz muy alta y sonrió amargamente.

—Velasco no viene con nosotros como intérprete sólo por consideración al Consejo de Ancianos. Está en este barco para gratificar su apasionado corazón.

—¿Qué sugerís que planea? —preguntó Tanaka.

—Todavía no lo sé. Con el tiempo se tornará claro. Pero suceda lo que suceda, debemos tener cuidado de no enredarnos en sus intrigas.

—Si hace algo que interfiera con nuestra misión —dijo Tanaka, mirando rápidamente su espada—, lo mataré aunque sea nuestro intérprete.

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