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Authors: Endo Shusaku

El samurái (18 page)

BOOK: El samurái
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—Ese inteligente bastardo... —Tanaka siguió insultando a Matsuki. Sin embargo, parecía incapaz de decidirse cuando se dejó caer en una silla—. Hasekura, diga Matsuki lo que diga, no podemos esperar ninguna mejora si no completamos nuestra misión. Yo..., yo no conozco las intrigas del Consejo de Ancianos... Pero pertenezco al grado de los cabos y no tengo otra opción que continuar este viaje si deseo recobrar mis antiguas tierras.

La angustia nublaba el rostro de Tanaka. Le temblaba la voz como si estuviera llorando.

Esa noche el samurái visitó a Yozo y a sus demás servidores. En lugar de habitaciones, los mercaderes y los servidores sólo disponían de colchones de paja en los pasillos del monasterio.

Los tres hombres se pusieron de pie cuando vieron al samurái. Percibieron su expresión sombría y esperaron, tranquilamente, como perros, a que su amo hablara.

—Debemos continuar nuestro viaje. —El samurái parpadeó—. Volveremos a cruzar el mar y a viajar a otro país distante.

Observó que Ichisuke y Daisuke temblaban.

—Se ha resuelto que el señor Matsuki y los mercaderes permanezcan aquí; a fin de año embarcarán en la gran nave y volverán a Tsukinoura. —Sin respirar, el samurái pronunció las palabras que, sabía, serían más dolorosas para sus servidores—. Nosotros y los otros dos emisarios partiremos hacia España.

Aunque Yozo se limitó a mirarlo en silencio, el samurái sabía que, cualquiera que fuese la actitud de Ichisuke y de Daisuke, Yozo jamás lo abandonaría. Sabía que, como él, Yozo no había desafiado jamás el curso de su destino.

Capítulo 5

He hecho todo lo que se debía hacer. Me marcho complacido de Ciudad de México. El prior de mi orden y el bondadoso arzobispo han escrito cartas a Madrid acerca de mis tareas misioneras, informando de que muchos mercaderes japoneses se han bautizado bajo mi tutela. Y el virrey Acuña ha informado a los consejeros de la corte de que el comercio con el Japón sería útil para contener las incursiones de las naciones protestantes. Estos dos informes, mejor que cualquier carta de recomendación, servirán para anular las maniobras de los jesuitas. Puedo decir que en Ciudad de México he conseguido un triunfo.

Se acerca el día de la partida; el tiempo es todavía bueno. He dicho misa en el monasterio y dado la comunión a los mercaderes japoneses recientemente bautizados. Sin duda alguna se han hecho cristianos por afán de lucro, pero sea cual fuere el motivo, han entrado en contacto con Dios. Quienes han encontrado a Dios no pueden huir de su presencia. Gracias al bautismo, los mercaderes han podido vender sus mercancías a los comerciantes locales y comprar a su vez grandes cantidades de lana y telas. Dentro de cuatro meses cargarán sus mercancías en el galeón y volverán al Japón, donde obtendrán grandes beneficios.

«Cuando vengáis a nuestra plaza fuerte, padre —anunciaron con gratitud los satisfechos mercaderes—, os estará esperando allí la iglesia que construiremos.»

¡He recibido una propuesta espléndida! Me la susurró al oído, furtivamente, el mercader de dientes amarillos. Me dijo que, si conseguía darle la exclusividad del mercado de lanas de Nueva España, de buena gana donaría a mi orden la décima parte de sus ganancias. Mi proyecto avanza. Me encanta imaginar esa plaza fuerte transformada en una capital cristiana más resplandeciente que Nagasaki.

Sin embargo no todo marcha como estaba planeado. Según esperaba, los emisarios japoneses han dicho que me seguirán hasta la lejana España, pero Matsuki se quedará en Ciudad de México y volverá al Japón con los mercaderes. Supongo que me habrá calumniado ante los demás emisarios, pero me cuesta creer que se separe de sus camaradas y abandone su misión a mitad de camino. Debe tener alguna razón para atreverse a regresar a su país, lo que sin duda parecerá censurable al Consejo de Ancianos. Me pregunto a veces si Matsuki habrá venido como un verdadero emisario o con la orden de observar mis movimientos para informar de ellos al Consejo. Semejante astucia sería típicamente japonesa.

Pero desde otro punto de vista la retirada de Matsuki será conveniente. Me será más fácil hacer las cosas a mi manera durante el viaje si sólo tengo que ocuparme de Hasekura, que es la personificación misma de la lealtad, de Tanaka, jactancioso como un gallito pero carente de la inteligencia de Matsuki, y de Nishi, que es todavía un muchacho. Por esa razón, cuando veo que Tanaka se enfurece con Matsuki, hago lo posible para aplacarlo.

No es éste mi principal motivo de preocupación. Me inquieta la insurrección de la tribu huaxteca que nos corta el paso a Veracruz. Encomenderos estúpidos son los culpables de esta insurrección. Desde un principio el rey permitió que los encomenderos españoles que emigraban a Nueva España tuvieran la propiedad privada de las praderas y las tierras de cultivo, como si se tratase de aristócratas. Pero ellos aprovecharon este privilegio para obligar a los indios a trabajar despiadadamente en los campos. Incluso les quitaron las pequeñas tierras que se les habían entregado. Nuestra orden se ha opuesto siempre a los encomenderos, y este nuevo levantamiento se debe a su tiranía. Los huaxtecas eran originariamente una tribu dócil y no tenían casi otras armas que piedras. Ahora me han dicho que poseen armas de fuego.

Se encuentran tontos como esos en todas las tierras sojuzgadas. Los propietarios no han tenido la sabiduría de asegurar sus propias ganancias otorgando a los indios el incentivo adecuado. Quizá no sea ir demasiado lejos decir que la situación aquí se parece mucho al fracaso de nuestro ministerio en el Japón. Los fallos de nuestra obra misionera —pensar sólo en los fines propios, ignorando la posición y los sentimientos de los japoneses— aparecen de otro modo aquí, en Nueva España, bajo la forma de un conflicto entre indios y encomenderos.

Para mi pesar, debemos atravesar la zona en que se desarrolla la insurrección. No he informado de esto a los emisarios del Japón y he pedido a los hermanos del monasterio que guarden silencio. Si los emisarios vacilaran a causa del levantamiento, mis planes sufrirían trastornos.

Durante los últimos días he leído las epístolas a los corintios y meditado acerca de las tribulaciones de san Pablo en sus viajes misioneros. «En caminos muchas veces, peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar», escribe el apóstol. Todo para llevar las enseñanzas de Dios a los pueblos paganos. Tampoco a mí, como a Pablo, no me importan «muchas vigilias, hambre y sed, muchos ayunos, frío y desnudez». Porque para mí está el Japón. Esas pequeñas islas con la forma de unicornio son las tierras que el Señor me ha dado para conquistar, el campo de batalla donde debo combatir. Esta seguridad se ha fortalecido cada vez que he rezado desde que llegamos a Nueva España.

Dos noches antes de la partida, el buen superior invitó a los japoneses a un banquete de despedida. Como durante las bodas de Caná, los mercaderes bebieron vino y cantaron canciones. Las melodías japonesas suenan monótonas y tediosas a nuestros oídos, pero los hermanos que compartían nuestra mesa observaron que se parecían a las canciones indias. En ese banquete los japoneses, levemente ebrios, confesaron por fin riendo que la tenue atmósfera y la altura de Ciudad de México les habían resultado sofocantes, y que les repugnaba el olor de las comidas que se les habían servido y del aceite de oliva. Entre los emisarios, quien más bebió fue Tanaka, aunque de modo no exagerado. Los emisarios observaban los modales al comer, para gran admiración de los hermanos.

El banquete concluyó. Cuando salía del comedor con los monjes y me dirigía hacia la capilla, con las manos unidas para las plegarias de la noche, Matsuki me llamó aparte. Sin permitir que nuestros rostros traicionaran nuestros sentimientos, puesto que ambos tratábamos de leer en la mente del otro, cambiamos palabras de despedida.

—Padre —dijo suavemente—, no volveremos a vernos.

—¿Por qué no? Cuando concluya esta misión, regresaré...

—No... No volváis al Japón.

—¿Por qué no? —dije con firmeza.

—Padre —Matsuki alzó la vista con curiosidad—, ¿por qué deseáis trastornar nuestros dominios?

—¿Trastornar vuestros dominios? No comprendo.

—Nosotros... No, no se trata sólo de nosotros. Todo el Japón ha vivido en paz hasta ahora. ¿Por qué habéis venido a turbar nuestra paz?

—No hemos ido con esa intención. Hemos ido a compartir con vosotros la verdadera felicidad.

—¿La verdadera felicidad? —Los labios de Matsuki se curvaron en una sonrisa atormentada—. Vuestra idea de verdadera felicidad es demasiado intensa para el Japón. Una medicina demasiado poderosa se convierte en veneno en los cuerpos de algunas personas. La felicidad que vosotros los sacerdotes predicáis es un veneno para el Japón. Esto lo he visto bien claro desde que llegamos a Nueva España. Este país habría vivido en paz si las naves españolas no lo hubieran visitado. Vuestra idea de la felicidad ha trastornado este país.

—Este país... —comprendí lo que trataba de decir Matsuki—. No niego que se ha vertido aquí demasiada sangre. Pero la hemos expiado. Los indios han aprendido muchas cosas... Y lo más importante es que han aprendido el camino que conduce a la felicidad.

—Entonces, ¿os proponéis tratar al Japón como habéis tratado a Nueva España?

—¿Yo? No soy tan loco. Simplemente deseo proporcionar algunas ventajas al Japón y recibir a cambio el permiso de difundir las enseñanzas de Cristo.

—Los japoneses aprenderán de buena gana los conocimientos superiores y las habilidades de vuestros países. Pero no necesitamos nada más.

—¿Qué bien os haría copiar simplemente nuestras habilidades? ¿En qué os aprovechará obtener meros conocimientos? Esas habilidades y conocimientos han sido creados para corazones humanos que buscaban la felicidad que procede del Señor.

—La felicidad de que habláis —repitió Matsuki—, es un estorbo para nuestras pequeñas islas.

Ninguno de nosotros estaba dispuesto a ceder. Finalmente Matsuki calló, me miró con repugnancia, se volvió y se alejó. Sentí en ese momento que, tal como él había dicho, no volveríamos a vernos.

El día de la partida el cielo estaba claro.

Los mercaderes se congregaron ante las puertas del monasterio para despedirse del grupo y desearles un feliz viaje. Los tres emisarios les entregaron cartas y regalos para sus familias. La noche anterior el samurái había escrito a su tío y a su hijo mayor.

«Te escribo muy brevemente —le decía a Kanzaburo—. Aquí las cosas marchan tolerablemente bien. Yozo, Ichisuke y Daisuke están bien. Por desgracia, Seihachi ha muerto a bordo. Sé obediente y cortés con tu madre. Debería contarte muchos más detalles, pero en esta apresurada carta sólo puedo escribirte lo esencial.»

El samurái estaba avergonzado de esas palabras que no comunicaban siquiera la milésima parte de lo que su corazón sentía. Evocó el rostro apenado de Riku mientras las leía una y otra vez.

Los emisarios y Velasco iban a caballo y los servidores guiaban a los asnos cargados de equipaje. El superior y los sacerdotes, rodeados por los mercaderes, hacían gestos de despedida. Brillaba un sol violento. Cuando el samurái puso el pie en el estribo, Matsuki se acercó inesperadamente a su lado.

—Cuidaos. —Aferró el pantalón del samurái—. Cuidad de vuestra salud. —El samurái se asombró, pero Matsuki continuó—. El Consejo de Ancianos no protegerá ni defenderá a un cabo. Desde el momento en que aceptamos ser emisarios, hemos sido absorbidos por el remolino de la política. Cuando se cae en un remolino semejante, sólo se puede confiar en uno mismo.

El samurái vaciló. Pensó en responder: «Creo en el Consejo de Ancianos», pero contuvo su lengua.

Desde la silla el samurái saludó con la cabeza a los sacerdotes y a los mercaderes. Matsuki estaba entre ellos con los brazos cruzados. La envidia mordió el corazón del samurái cuando pensó que ellos regresarían antes que él al Japón. Pero en la llanura el samurái siempre había sido obediente y también en este momento estaba preparado para aceptar el destino que se le había asignado. Yozo, Ichisuke y Daisuke le seguían en silencio, conduciendo sus asnos.

Una vez más, como en el camino desde Acapulco hasta Ciudad de México, un desierto punteado de cactos y agaves se abría ante los viajeros. Al descender hacia las llanuras, el calor se tornó intenso. Los indios que trabajaban en los campos abandonaban sus tareas y los niños que pastoreaban cabras y ovejas se detenían para contemplar largamente esa procesión tan peculiar.

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