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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia-ficción

El aprendiz de guerrero (9 page)

BOOK: El aprendiz de guerrero
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Dio otra vuelta por el cuarto, hundiéndose en sí mismo, frío y desesperadamente somnoliento. Un desorden de migajas, una botella de vino vacía, otra llena. Silencio.

—Hablando otra vez contigo mismo en el cuarto —susurró—. Una muy mala señal, ya sabes.

Las piernas le dolían. Agarró la segunda botella y se la llevó a la cama.

5

—Bueno, bueno, bueno —dijo el artero agente de aduana betano, simulando sarcásticamente alegría—, pero si es el sargento Bothari de Barrayar. ¿Y qué me trae esta vez, sargento? ¿Algunas minas nucleares antipersonales, olvidadas en el bolsillo trasero? ¿Uno o dos cañones máser, mezclados por accidente en sus enseres de afeitarse? ¿Un implosivo gravitatorio, metido por error en una bota?

El sargento respondió a la broma con algo que estaba entre un gruñido y un bufido.

Miles sonrió, al tiempo que escarbaba en su memoria para recordar el nombre del agente.

—Buenas tardes, agente Timmons. ¿Todavía en el frente? Estaba seguro de que, a estas alturas, estaría en la administración.

El agente saludó a Miles un poco más cortésmente.

—Buenas tardes, lord Vorkosigan. Bueno, el servicio civil, usted sabe… —Revisó los documentos y conectó un disco de datos en el visor—. Los permisos de sus inmovilizadores están en orden. Ahora, si son tan amables de pasar por el detector…

El sargento Bothari frunció el ceño a la máquina y resopló con desdén. Miles trató de seguirle la mirada, pero Bothari trataba estudiadamente de hallar algo de interés en el ambiente. Ante la vacilación, Miles dijo:

—Elena y yo primero, me parece.

Elena pasó tiesa, con una sonrisa insegura, como alguien que espera demasiado de una fotografía y, después, siguió mirando ansiosamente a su alrededor. Aun cuando fuera solamente un yermo puerto subterráneo de entrada, era otro planeta. Miles esperaba que Colonia Beta pudiera compensar el decepcionante fracaso de la parada en Escobar.

Dos días de buscar registros y de caminar bajo la lluvia por olvidados cementerios militares, simulando ante Bothari una pasión por los detalles históricos, no habían revelado ninguna tumba o monumento materno. Elena parecía más aliviada que decepcionada por el fracaso de aquella investigación encubierta.

—¿Ves? —le había susurrado a Miles—. Mi padre no me mintió. Tú tienes una superimaginación.

La misma reacción desganada del sargento ante la visita reforzaba aquel argumento. Miles lo reconoció. Y, sin embargo…

Era su superimaginación, quizá. Cuanto menos encontraban, más fastidioso se ponía Miles. ¿Estarían buscando en el cementerio equivocado? La propia madre de Miles había intercambiado alianzas al volver a Barrayar con su padre; quizás el romance de Bothari no había tenido un resultado tan próspero. Pero, si fuera así, ¿acaso deberían estar investigando en los cementerios? Tal vez debiera buscar a la madre de Elena en la guía telefónica… Ni siquiera se animó a sugerirlo.

Deseó no haber estado tan intimidado por la conspiración en torno al nacimiento de Elena, lo cual le abstuvo de sonsacarle información a la condesa Vorkosigan. Bien, cuando volvieran a casa, juntaría coraje y le preguntaría a ella la verdad y dejaría que su prudencia le guiase en lo referente a qué cosas contarle a la hija de Bothari.

De momento, Miles pasaba por el dispositivo detrás de Elena, disfrutando de verla maravillada y esperando, como un mago, sacar a Colonia Beta de un sombrero para deleite de ella.

El sargento pasó por la máquina. Sonó una brusca alarma.

El agente Timmons sacudió la cabeza y suspiró.

—Nunca se rinde, ¿no, sargento?

—Eh… ¿puedo interrumpir? —dijo Miles—. La señorita y yo estamos libres, ¿no? —Recibió un gesto afirmativo y recuperó la documentación—. Le mostraré a Elena los alrededores del puerto de lanzamiento, entonces, mientras ustedes dos discuten sus… diferencias. Puede traer el equipaje cuando lo hayan revisado, sargento. Le veré en el vestíbulo principal.

—Tú no vas a… —comenzó a decir Bothari.

—Estaremos perfectamente bien —le aseguró Miles con aire ligero. Tomó a Elena del brazo y se la llevó, antes de que su guardaespaldas pudiera hacer más objeciones.

Elena miró atrás por encima de su hombro.

—¿Realmente mi padre está tratando de pasar de contrabando un arma ilegal?

—Armas. Supongo que sí —dijo Miles en tono de excusa—. Yo no autorizo eso, y nunca funciona, pero imagino que se siente desnudo sin armamento mortal. Si los betanos son tan buenos para revisar los enseres de los demás como los son para revisar los nuestros, no tenemos nada de qué preocuparnos, realmente.

La miró, de costado, cuando entraron en el vestíbulo principal, y tuvo la satisfacción de verla contener el aliento. Una luz dorada, brillante y confortable al mismo tiempo, bajaba de una enorme bóveda sobre un gran jardín tropical, sombreado de follaje, rico en pájaros y flores, y ornamentado con el murmullo de fuentes.

—Es como entrar en un terrario gigante —dijo ella—. Me siento como un pequeño saltamontes.

—Exactamente —respondió Miles—. El Zoo de Sílica lo mantiene. Uno de sus hábitats ampliados.

Caminaron hasta un área concedida a pequeños negocios. Guiaba a Elena con sumo cuidado, tratando de escoger las cosas que podrían gustarle y evitando choques culturales catastróficos. El sex-shop, por ejemplo; probablemente fuera demasiado para su primera hora en el planeta, no importa lo atractivo que le quedaba el rosa cuando se sonrojaba. En cambio, pasaron unos minutos muy agradables en una tienda de animales de lo más extraordinaria. Su buen sentido por poco no alcanzó para evitar regalarle un incómodo obsequio: un enorme lagarto Tau Cetano, moteado y de cuello plegado, brillante como una joya, que le llamó la atención. Tenía requerimientos alimenticios bastante estrictos y, además, Miles no estaba muy seguro de que la bestia de cincuenta kilos pudiera ser educada para vivir en una casa. Pasearon por un balcón con vistas al inmenso jardín y, en su lugar, Miles compró helados para ambos. Se sentaron a tomarlos en un banco junto a la baranda.

—Todo parece tan libre aquí —dijo Elena, mientras se chupaba los dedos y miraba alrededor con ojos brillantes—. No se ven soldados ni guardias por todas partes. Una mujer… una mujer podría ser cualquier cosa aquí.

—Depende de lo que se entienda por libre —respondió Miles—. Ellos soportan reglas que nosotros jamás toleraríamos en casa. Deberías ver a todo el mundo en fila durante un ejercicio de adiestramiento forzoso o en una alarma de tormenta de arena. No tienen margen para… no sé cómo decirlo, ¿fracasos sociales?

Elena le devolvió una sonrisa desconcertada, sin comprender.

—Pero todo el mundo decide su propio matrimonio.

—Pero, ¿sabías que tienes que pedir un permiso para tener un hijo aquí? El primero es a voluntad, pero después…

—Eso es absurdo —observó ella con aire absorto—. ¿Cómo harían para imponer eso? —Evidentemente sintió que su pregunta era bastante audaz, porque miró rápidamente a su alrededor para asegurarse de que el sargento no estuviera cerca.

Miles imitó su gesto.

—Injertos anticonceptivos permanentes, para las mujeres y los hermafroditas. Necesitas el permiso para que te lo quiten. Es la costumbre; en la pubertad… a una chica le hacen su injerto y le perforan las orejas y su… —Miles descubrió que tampoco él era inmune al rubor; continuó apresurado—, su himen, también su himen, todo en una misma visita al doctor. Generalmente hay una fiesta familiar, una especie de rito de iniciación. Así es como se puede saber si una chica está disponible, las orejas…

Tenía ahora toda la atención de Elena. La joven llevó furtivamente las manos hasta sus aros y no sólo se puso rosa, sino colorada.

—¡Miles!, ¿van a pensar que yo estoy…?

—Bueno, es sólo que…, si alguien te molesta, quiero decir, si ni tu padre ni yo estamos cerca, no temas decirle que se vaya; lo hará, no lo toman como un insulto aquí. Pero me pareció mejor avisarte. —Se mordió un nudillo y entornó los ojos—. Ya sabes, si intentas ir las próximas seis semanas con las manos en las orejas…

Elena se puso rápidamente las manos en su regazo otra vez y le miró enardecida.

—Puede parecer terriblemente peculiar, lo sé —dijo Miles en tono de disculpa. Un abrasador recuerdo de cuán peculiar le turbó un momento.

Tenía quince años cuando hizo su visita escolar de un año a la Colonia Beta, y se encontraba por primera vez en su vida ante lo que parecían ilimitadas posibilidades para la intimidad sexual. Esta ilusión se cortó y se extinguió pronto, al ver que las jóvenes más fascinantes ya estaban comprometidas. El resto parecía dividirse, a partes iguales, entre buenas samaritanas, caprichosas/curiosas, hermafroditas y muchachos.

No le importaba ser objeto de caridad, y encontraba que era demasiado barrayarano para las dos últimas categorías, aunque suficientemente betano para no incomodarse por las otras. Una breve aventura con una chica de la categoría caprichosas/curiosas resultó ser suficiente. La fascinación de la chica por las peculiaridades de su cuerpo le hizo, finalmente, avergonzarse más que ante la más abierta repulsión que hubiera experimentado en Barrayar, donde había un feroz prejuicio contra la deformidad. De todas maneras, después de descubrir que sus órganos sexuales eran decepcionantemente normales, la chica se había largado.

La aventura había terminado, para Miles, en una terrible depresión que se ahondó durante semanas, culminando al fin en una noche en la tercera y sumamente secreta vez que el sargento Bothari le había salvado la vida. Había cortados dos veces a Bothari en su muda lucha por el cuchillo, ejerciendo una histérica fuerza contra la asustada preocupación del sargento por no romperle los huesos. El hombre logró finalmente sujetarle, y le sujetó hasta que Miles se rindió por fin, llorando su odio hacia sí mismo contra el pecho ensangrentado del sargento hasta que el agotamiento le calmó. El hombre que le había llevado en brazos de pequeño, antes de que él caminara a los cuatro años por primera vez, le alzó entonces como a un niño y le llevó a la cama. Bothari se curó sus propias heridas y jamás volvió a mencionar el incidente.

Los quince no fueron un buen año, Miles estaba decidido a no repetirlo. Sus manos se aferraron a la baranda del balcón, en un estado de resolución sin objeto. Sin objeto, como él mismo; por lo tanto, inútil. Se enfrascó en el pozo en el pozo ciego de sus pensamientos y, por un momento, incluso el resplandor de la Colonia Beta le pareció gris y opaco.

Cerca de ellos, cuatro betanos discutían acaloradamente en voz baja. Miles se volvió para ver mejor a los hombres. Elena empezó a decir algo sobre lo abstraído que estaba Miles, quien alzó una mano pidiéndole silencio. Ella obedeció, mirándole con curiosidad.

—Maldita sea —estaba diciendo un hombre corpulento, vestido con un sarong verde—, no me importa cómo lo haga, pero quiero que saquen a ese lunático de mi nave. ¿No pueden atacar y sacarle a la fuerza?

La mujer con uniforme de Seguridad de Beta movió la cabeza.

—Mire, Calhoun, ¿por qué debería arriesgar la vida de mi gente por una nave que ya, de todas maneras, es prácticamente chatarra? No es como si él tuviera rehenes o algo así.

—Tengo reunido un equipo de recuperación esperando, que cobra jornada y media por el tiempo extra. El hombre ha estado ahí tres días; tiene que dormir alguna vez, o mear, o hacer algo —dijo el civil.

—Si está tan loco como usted afirma, probablemente no haya nada mejor que atacarle para que vuele la nave. Espere a que salga. —La mujer de Seguridad se dirigió a un hombre con el uniforme gris y negro de una de las principales líneas espaciales comerciales. El pelo plateado en los laterales hacía juego con los triples círculos plateados de la frente y de las sienes, por los injertos neurológicos de piloto—. O háblele usted para que salga. Usted le conoce, es miembro de su sindicato, ¿no puede hacer algo con él?

—Oh, no —objetó el oficial piloto—, no me va a encajar esto a mí. Además, no quiere hablar conmigo, lo dejó bien claro.

—Está usted en la Junta este año, debe de tener alguna autoridad sobre él… Amenácele con revocarle la licencia de piloto, o algo así.

—Arde Mayhew todavía puede estar en la Hermandad, pero está atrasado dos años con sus cuotas, su licencia está en un terreno inestable ya y, francamente, creo que este episodio va a terminar de cocinarle. Todo el tema de este lío es que, en primer lugar, una vez que la última nave RG vaya para la chatarra —el oficial miró al voluminoso civil—, él no volverá a pilotar. Fue rechazado médicamente para otro injerto…, no le haría ningún bien aunque tuviese el dinero, y sé muy bien que no lo tiene. Trató de pedirme prestado el importe del alquiler la semana pasada. Al menos, dijo que era para el alquiler; más probable es que fuera para esa basura que bebe.

—¿Se lo dio? —preguntó la mujer con uniforme azul de la administración del aeropuerto.

—Bueno… sí —contestó de mal humor el oficial—. Pero le dije que era la última vez, definitivamente. De todos modos… —miró sus botas como enojado y entonces estalló—, ¡preferiría verle morir en un resplandor de gloria que verle morir por estar encallado! Sé lo que yo sentiría si supiera que no voy a pilotar un viaje otra vez… —Apretó los labios, a la defensiva y agresivo, mirando a la administradora.

—Todos los pilotos están locos —murmuró la mujer de Seguridad—, porque les perforan el cerebro.

Miles escuchó todo con disimulo, desvergonzadamente fascinado. El hombre del que hablaban era un tipo raro, al parecer, un perdedor con problemas. Un piloto de saltos por túneles de agujeros de gusano, con un sistema de conexiones obsoleto en su cerebro, muy cercano a estar tecnológicamente desempleado, atrincherado en su vieja nave, resistiéndose al naufragio… ¿Cómo?, se preguntaba Miles.

—Un resplandor de obstáculos para el tráfico, querrá decir —se quejó la administradora—. Si cumple sus amenazas, habrá basura por todas las órbitas internas durante días, tendríamos que cerrar para limpiarlo todo… —Se volvió hacia el civil, completando el círculo—. ¡Y mejor no crea usted que le cargarán eso a mi departamento! Veré que su compañía reciba la factura si tengo que llevar las cosas al Departamento de Justicia.

El operario de recuperación y propietario de la nave se puso pálido y luego enrojeció.

—En primer lugar, fue su departamento el que le permitió a ese loco de mierda entrar en mi nave —gruñó.

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