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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, Policiaco

Dinamita (39 page)

BOOK: Dinamita
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La carta marrón no había despertado ninguna atención. Stockholm Klara es la terminal de Correos más grande de Suecia, situada en el viaducto del Klaraberg en el centro de la ciudad. Tiene ocho pisos y ocupa una manzana entera entre la Cityterminalen, el Ayuntamiento y la estación Central. Un millón y medio de envíos pasan por allí cada día.

El sobre, después de ser descargado en uno de los cuatro muelles del edificio, había acabado en la sección de valores del cuarto piso. Ahí trabaja personal de seguridad cualificado con todo tipo de transportes de valores. Como el
Kvällspressen
tiene su propio código postal se envían los recibos al buzón normal del periódico. Este se vacía varias veces al día y es llevado a la redacción del
Kvällspressen
en Marieberg. En la terminal tienen depositados poderes para que los botones del periódico puedan recoger los envíos para los colaboradores del periódico. Los envíos certificados y los asegurados están entre los que se recogen una vez al día, generalmente después del almuerzo.

El jueves por la mañana había una serie de cartas certificadas y envíos de empresa en el primer correo de la mañana, era la época de los regalos de Navidad. El recibo de la carta de Annika Bengtzon acabó, por lo tanto, junto a otros en la cartera del botones.

La explosión tuvo lugar cuando Tore Brand estaba en la recepción de correo de empresas para recoger el correo especial. Uno de los trabajadores de la sección de valores resbaló y el envío se le cayó. La caída fue de menos de medio metro y el paquete acabó en la misma cesta donde había estado durante la noche, pero fue suficiente para que el mecanismo se activara. Cuatro personas resultaron heridas, una de ellas muy grave. El hombre que había estado más cerca, al que se le había caído el paquete, tenía un pronóstico incierto.

Anders Schyman resopló. Llamaron a la puerta y un policía entró sin esperar autorización.

—Tampoco conseguimos localizar a Thomas Samuelsson —anunció el policía—. Una patrulla ha estado en su despacho, en el sindicato, y no estaba ahí. Creían que había ido a ver a un político local de la comisión. Le hemos llamado a su móvil, pero no recibimos contestación.

—¿Han encontrado a Annika o al coche? —preguntó Anders Schyman.

El policía negó con la cabeza.

El director se dio la vuelta y miró de nuevo a la embajada.

«¡Dios mío! —rogó—, que no esté muerta.»

De repente recuperó la vista. La luz se encendió con un clic y los destellos de los tubos fluorescentes, Annika se quedó deslumbrada durante un momento. Resonaron unos tacones al acercarse por el pasadizo, Annika se encogió como una pelotita y cerró los ojos con fuerza. Los pasos se aproximaron y se detuvieron junto a su oreja.

—¿Estás despierta? —preguntó una voz encima de ella.

Annika abrió los ojos y parpadeó. Vio el suelo de linóleo amarillo y las puntas de un par de botas de Pertti Palmroth.

—Bien. Tenemos trabajo que hacer.

Alguien tiró de ella y la situó con la espalda contra la pared de hormigón, las piernas pegadas al cuerpo y las rodillas dobladas hacia un lado. Se encontraba terriblemente incómoda.

Beata Ekesjö se inclinó sobre ella y husmeó.

—¿Te has cagado? ¡Qué asco!

Annika no reaccionó. Miraba fijamente la pared de hormigón y respiraba trabajosamente.

—Ahora te vamos a preparar —anunció Beata y cogió a Annika por debajo de los brazos.

Por medio de tirones y ayudas obligó a Annika a sentarse con la cabeza entre las rodillas.

—Esto salió bien la vez anterior —dijo Beata—. Da gusto acostumbrarse a algo, ¿no crees?

Annika no oía lo que decía la otra mujer. El terror la cubría con una espesa capa que bloqueaba toda su actividad cerebral. Ni siquiera sintió el hedor de sus propios genitales. Sollozaba en silencio mientras Beata hacía algo a su lado. La otra mujer tarareaba una vieja canción de moda. También Annika intentó hacerlo pero no pudo.

—No intentes hablar todavía —observó Beata—. La soga te aplastó las cuerdas vocales. Ahora verás.

Beata se puso de pie frente a Annika. Tenía un rollo de cinta adhesiva en una mano y en la otra un envase morado.

—Esto es Minex, veinte cartuchos de 22 por 200 milímetros, de 100 gramos cada uno. Dos kilos. Es suficiente, lo comprobé con Stefan. Lo partió en dos.

Annika no comprendía lo que la mujer decía. Intuyó lo que estaba ocurriendo, se inclinó hacia adelante y vomitó. Vomitó hasta que su cuerpo se estremeció y brotó la bilis.

—¡Qué guarra eres! —exclamó Beata disgustada—. En realidad deberías limpiarlo.

Annika jadeaba y sintió que babeaba bilis por la boca. «Voy a morir», pensó. Mira que acabar así. Esto no pasaba nunca en las películas.

—¿Qué coño esperabas? —gruñó.

—¡Vaya, te ha vuelto el habla! —contestó Beata alegre—. ¡Qué bien, pues tengo algunas preguntas que hacerte!

—¡Que te den por culo, jodida idiota! —profirió Annika—. No pienso hablar contigo.

Beata no respondió, sino que se inclinó y le pegó algo a Annika en la espalda, debajo de las costillas. Annika pensó, respiró, sintió el olor a humedad y a explosivo.

—¿Dinamita? —preguntó.

—Sí. La sujeto con cinta adhesiva.

Beata pasó la cinta alrededor del cuerpo de Annika ciñéndola un par de veces. Annika comprendió que era una buena oportunidad para escaparse, pero no sabía cómo hacerlo. Las manos todavía estaban atadas a la espalda y los pies al tubo de metal de la pared.

—Muy bien, ahora ya está listo —anunció Beata y se levantó—. El explosivo en sí es muy seguro, pero el detonador puede ser inestable, así que hemos de tener un poco de cuidado. Ahora cojo el cable, ¿lo ves? Este es el que utilizo para activar la carga. Lo traigo hasta aquí y ¿ves esto? Una pila de linterna. Es suficiente para activar el detonador. Fantástico, ¿verdad?

Annika vio el delgado cable amarillo y verde que serpenteaba hasta la mesita de camping. Se dio cuenta de que no tenía ni idea de explosivos, no podía saber si Beata mentía o decía la verdad. En el asesinato de Christina había utilizado una batería de coche. ¿Por qué, si era suficiente con una pila de linterna?

—Pienso que es una pena que tengas que acabar así —informó Beata—. Si hubieras estado en tu trabajo ayer por la tarde nos hubiéramos ahorrado esto. Hubiera sido mejor para todos. La consumación debe ocurrir en el lugar adecuado, en tu caso la redacción del
Kvällspressen
. Pero en cambio tuvo que explotar en Correos, y creo que eso ha sido una verdadera pena.

Annika miró fijamente a la mujer; estaba realmente loca como una cabra.

—¿Qué quieres decir? ¿Ha habido otra explosión?

El Dinamitero suspiró.

—Sí, no estás aquí por simple diversión. Vamos a hacer lo siguiente: te voy a dejar un rato. Yo en tu lugar descansaría un poco. Pero no te tumbes boca arriba, y no intentes arrancar la cadena de la pared. Los movimientos bruscos pueden activar la carga.

—¿Por qué? —preguntó Annika.

Beata la contempló con total indiferencia durante algunos segundos.

—Nos vemos dentro de un par de horas —anunció y su taconeo comenzó a alejarse hacia la zona de entrenamiento.

Annika oyó que los pasos desaparecían detrás de la esquina y la luz se apagó de nuevo. Se dio la vuelta con cuidado, alejándose de la vomitona, y se tumbó muy lentamente del lado izquierdo. Estaba sentada con la espalda contra la pared y miraba fijamente la oscuridad; apenas se atrevía a respirar. Había explotado otra bomba, ¿había muerto alguien?, ¿la bomba iba dirigida a ella? ¿Cómo diablos podría salir de ésta?

Beata le había dicho que había mucha gente trabajando en el estadio. Debía ser al otro lado del pasadizo. Si chillaba suficientemente alto, quizá pudiera oírla alguien.

—¡Socorro! —gritó Annika tan alto como pudo, pero las cuerdas vocales todavía estaban doloridas. Esperó unos cuantos segundos y volvió a chillar. Comprendió que nadie la oiría.

Recostó la cabeza y sintió que el pánico se apoderaba de ella. Creyó oír ruido de animales corriendo a su alrededor, pero comprendió que eran las cadenas de sus pies las que chasqueaban. Si Beata hubiera dejado la luz encendida habría podido intentar quitárselas.

—¡Socorro! —gritó de nuevo, sin ningún resultado.

«No te asustes, no te asustes, no te asustes…»

—¡Socorro!

Respiraba rápido y con fuerza. «No respires demasiado rápido, si no te darán calambres, tranquila, contén la respiración, uno, dos, tres, cuatro, respira, contén la respiración, uno, dos, tres, cuatro, muy bien, tranquila, esto lo arreglas tú, todo se puede solucionar…»

De repente comenzó a sonar la sinfonía número 40 de Mozart, el primer movimiento, en algún lugar de la oscuridad. Annika detuvo la hiperventilación de pura sorpresa. ¡Su móvil! ¡Funcionaba aquí abajo! ¡Dios bendiga a Comviq! Se puso en cuclillas. La música sonaba amortiguada y venía de la derecha. El movimiento continuó, tono a tono. Ella era la única en toda la ciudad que tenía esta señal, tipo 18 del Nokia 3110. Comenzó a gatear con cuidado hacia el sonido, al mismo tiempo que el movimiento musical comenzaba de nuevo. Entonces supo que el tiempo se le terminaba. Pronto el contestador respondería a la llamada. Además, la cadena alrededor de los pies no daba más de sí. No alcanzaba el bolso.

El teléfono enmudeció, Annika respiró sonoramente en la oscuridad. Se quedó pensando un rato de rodillas sobre el suelo de linóleo amarillo. Comenzó a moverse con cuidado de vuelta al colchón. Estaba más caliente y más mullido.

—Esto se arreglará —se dijo a sí misma en voz alta—. Mientras la loca no esté aquí no hay problema. Algo incómoda quizá, pero si me muevo con cuidado no hay peligro. Esto saldrá bien.

Se tumbó y cantó en voz baja, como un conjuro, el viejo
Hit
de Gloria
First I was afraid, I was petrified…

Luego lloró en silencio, en la oscuridad.

Thomas salía de la estación Central a grandes zancadas cuando sonó el móvil. Consiguió sacar el teléfono del bolsillo interior antes de que el contestador tomara la llamada.

—Les habíamos dicho que hoy cerrábamos a las cinco —dijo uno de los profesores de la guardería de los niños—. ¿Va a tardar mucho?

El tráfico zumbaba tanto que Thomas apenas oía sus propios pensamientos, entró en la puerta de una peletería y preguntó qué pasaba.

—¿Está en camino, o qué? —contestó el hombre al teléfono.

La rabia golpeó a Thomas en el diafragma con tal fuerza que se sorprendió. ¡Joder con Annika! La había dejado dormir por la mañana, se había llevado a los niños y regresaba a casa a tiempo a pesar de la filtración sobre el plan de austeridad en la política regional, y ella ni siquiera era capaz de recoger puntualmente a sus hijos de la guardería.

—Perdone el retraso. Estoy allí en cinco minutos —respondió y colgó.

Se dirigió con pasos furiosos hacia el Kungsbron. Dobló en el Burger King, estuvo a punto de chocar con un cochecito cargado de regalos de Navidad y pasó rápidamente por delante del teatro Oscar. Había un grupo de negros a la puerta de Fasching; Thomas tuvo que bajarse de la acera para poder pasar.

Esto es lo que le pasaba por ser tan comprensivo e igualitario. Sus hijos se quedaban en la institución municipal el día antes de Navidad porque su mujer, que tenía que ir a recogerlos, había decidido que el trabajo fuera más importante que la familia.

Habían tenido esa discusión antes. Podía oír su voz a través del zumbido de la ciudad.

—Mi trabajo es importante —solía decir.

—¿Más importante que los niños? —le había chillado una vez. Entonces ella se había puesto pálida y había respondido: «Claro que no», pero él apenas la creyó. Habían tenido un par de peleas absurdas sobre esto, en especial una vez que fueron invitados por sus padres a pasar el
midsommar
en la casa de verano del archipiélago. Entonces tuvo lugar un asesinato en alguna parte y ella inmediatamente cambió todos los planes y se marchó.

—No lo hago sólo porque me guste —dijo—. Es realmente divertido trabajar, pero, al aceptar este trabajo, he conseguido una semana más de vacaciones.

—Nunca piensas en los niños —gritó él y entonces ella se volvió fría y displicente.

—¡Eres muy injusto! —respondió Annika—. Ahora tendré una semana de vacaciones para estar con ellos. No me van a echar de menos en absoluto; ahí en la isla habrá mucha gente. Estarás tú, el abuelo, la abuela y todos los primos…

—Eres una egoísta —dijo él.

Ella había respondido con total tranquilidad:

—No. Ahora eres tú el egoísta. Quieres que yo esté ahí para mostrarle a tus padres la familia tan bonita que tienes y que yo no trabajo siempre; sí, sé que tu madre piensa eso. Y cree que los niños pasan mucho tiempo en la guardería, no digas que no. La he oído yo misma.

—Para ti el trabajo siempre está antes que la familia —había espetado él sólo para herir.

Ella le había mirado fijamente, disgustada, y a continuación había dicho:

—¿Quién estuvo de baja dos años para cuidar de los niños? ¿Quién suele quedarse cuando están enfermos? ¿Quién los deja en la guardería cada día, y suele ir a recogerlos?

Ella se había acercado a él.

—Sí, Thomas, tienes toda la razón. Esta vez voy a dejar que el trabajo vaya antes que la familia. Por una vez voy a hacerlo y tú vas a tener que aceptarlo.

Se dio la vuelta y salió por la puerta sin ni llevarse siquiera el cepillo de dientes.

El fin de semana del
midsommar
fue un desastre para él, para los niños no. No echaron de menos a Annika ni un segundo, justo lo que ella había predicho. En cambio se pusieron contentísimos cuando, al regresar a casa, mamá estaba esperándolos con bollos y regalos. Ahora él le daba la razón. Rara vez dejaba que el trabajo fuera antes que la familia, sólo a veces, igual que él. Eso no impedía que ahora se sintiera enfadadísimo. Los dos últimos meses sólo había existido el periódico. Este trabajo de jefa no era bueno para ella: los otros la atacaban sin piedad y ella no estaba preparada.

Había visto otra señal de que no estaba bien: había vuelto a dejar de comer. Después de pasar fuera ocho días a causa de un asesinato múltiple perdió cinco kilos. Tardó cinco meses en recuperarlos. En la revisión médica de la empresa la habían avisado de los peligros de su falta de peso. Se lo tomó como un cumplido y se lo contaba orgullosa a todas sus amigas por teléfono. A pesar de ello, a veces le daba por querer adelgazar.

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