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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, Policiaco

Dinamita (41 page)

BOOK: Dinamita
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Después de un rato cesaron las lágrimas, no tenía fuerzas para seguir llorando. No podía empezar a pensar en la muerte, pues seguro que se cumpliría como una profecía. Ella lo iba a superar. Estaría en casa a las tres de la tarde para ver al
Pato Donald
. Todavía no había perdido. Estaba convencida de que el Dinamitero tenía un plan para ella, si no ya estaría muerta. Además seguro que el periódico y Thomas habrían dado la alarma sobre su desaparición, la policía buscaría su coche. Sin embargo, éste estaba aparcado correcta y discretamente entre otros muchos en una zona residencial a medio kilómetro del estadio. ¿Y a quién se le iba a ocurrir bajar a esta galería? La entrada por el estadio debía estar oculta.

El teléfono móvil sonaba de vez en cuando. Buscó un palo o algo que pudiera usar para acercar el bolso, pero no encontró nada. Su radio de movimiento era de menos de tres metros a la redonda, el teléfono sonaba a una decena de metros de distancia. Bueno, por lo menos significaba que la buscaban.

En realidad no tenía ni idea de la hora que era o cuánto tiempo había permanecido en el túnel. Era la una y media de la tarde cuando entró, pero no sabía cuánto tiempo había estado desmayada. Tampoco supo medir el primer momento de pánico, pero luego habían pasado por lo menos cinco horas. Por lo que podía calcular ahora deberían ser las seis y media. Aunque podía ser mucho más tarde, cerca de las ocho y media o las nueve. Tenía hambre y sed, y se había vuelto a hacer pis encima. No tuvo que pensárselo mucho. Los excrementos se habían solidificado y picaban, era muy desagradable. «Así deben sentirse los bebés con los pañales», pensó. Pero a éstos los cambian, claro.

De repente le asaltó otro pensamiento: «¿Y si Beata no vuelve? ¿Y si me ha dejado aquí para que me muera?». A nadie se le ocurriría venir hasta aquí durante las fiestas navideñas. Una persona aguanta sólo un par de días sin agua. El día después de Navidad todo habría acabado. Comenzó a llorar de nuevo, en silencio y agotada. Luego se obligó a parar. El Dinamitero volvería. Le movía un propósito al tenerla aquí prisionera.

Annika cambió otra vez de posición. Tenía que intentar pensar con calma. Ella conocía a Beata Ekesjö con anterioridad, debería partir de lo que sabía de ella como persona. En la corta conversación en el pabellón de Sätra Beata mostró fuertes sentimientos. Había estado realmente afligida por algo, lo que fuera, y parecía ansiosa por hablar. Annika podría utilizar eso. La cuestión era cómo. No tenía ni idea de cómo comportase cuando se está en manos de una loca. Había oído en alguna parte que existían cursos para eso, ¿o lo había leído? ¿O lo había visto en la televisión? ¡Sí, fue en la televisión!

En un capítulo de
Cagney y Lacey
una de las mujeres policía es apresada por un hombre loco. Cagney —¿o era Lacey?—, había ido a un cursillo sobre cómo debe comportarse una secuestrada. Le había contado todo sobre sí misma y sus hijos, sus sueños y sus amores, todo para despertar simpatía en el secuestrador. Si era lo suficientemente habladora y agradable al secuestrador a éste le sería más difícil matarla.

Annika volvió a cambiar de posición y se puso de rodillas. Eso quizá sirviera con una persona normal, pero el Dinamitero estaba loco. Ya había hecho volar a otros por los aires. Eso de los hijos y la compasión quizá no tenía nada que ver con Beata; hasta ahora no había mostrado mucha lástima por los hijos y las familias. Tenía que pensar en otra cosa, pero con los conocimientos de Cagney: «Hay que mantener una comunicación con el secuestrador».

¿Qué había dicho Beata en realidad? ¿Que Annika no había comprendido su estado de ánimo? ¿Era realmente por eso por lo que estaba aquí? A partir de ahora era el momento de «leer» mejor al Dinamitero. Escucharía atentamente lo que dijera la secuestradora y sería tan sumisa como fuera posible.

Eso haría, mantendría un diálogo con el Dinamitero y simularía comprender y estar de acuerdo con ella. Nunca protestaría, sino que le seguiría la corriente.

Se tumbó sobre el colchón, del lado derecho, contra la pared, y decidió intentar descansar. No le asustaba la oscuridad, lo negro a su alrededor no era peligroso. Pronto llegaron las conocidas sacudidas en el cuerpo, y momentos después dormía.

Muerte

Fui a la escuela en un edificio de madera de tres pisos. Cuanto mayores éramos, más arriba recibíamos nuestra enseñanza. Una vez al año, en primavera, toda la escuela tenía que participar en un simulacro de incendio. Las viejas escuelas ardían como yesca en aquellos tiempos y a nadie se le permitía descuidarse o escaparse.

En mi clase había un niño que padecía epilepsia, he olvidado su nombre. Por alguna razón él no podía poner las manos por encima de la cabeza. De cualquier manera, participó en el simulacro de incendio el año después de que terminara la guerra. Recuerdo ese día perfectamente. El sol brillaba con una luz fría y pálida, el viento era fuerte y borrascoso. Odio las alturas, siempre me ha pasado, y estaba paralizada de miedo cuando salí a la plataforma. El mundo a lo lejos parecía zozobrar en el río y yo me agarré a la sujeción. Me di la vuelta poco a poco y miré fijamente a la fachada rojo burdeos, bajé cada peldaño sujetándome con fuerza convulsa. Cuando alcancé el suelo estaba completamente extenuada. Entonces levanté la vista y vi al niño epiléptico descender lentamente por la escalera. Había llegado al último peldaño cuando le oí decir: «Ya no aguanto más». Se tumbó, volvió el rostro hacia la pared y murió delante de nuestros ojos.

Vino la ambulancia y se lo llevó, nunca antes había visto un vehículo así. Yo estaba junto a las puertas cuando lo subieron a una camilla. Estaba como siempre, sólo que algo más pálido, tenía los ojos cerrados y los labios azules. Sus brazos se agitaron un poco por el golpe cuando colocaron la camilla en el coche grande y una última brisa le desenredó los rizos rubios antes de que las puertas se cerraran.

Todavía recuerdo mi sorpresa por no haber sentido ningún miedo. Vi a una persona muerta, no era mayor que yo, y no me afectó. Él no era ni desagradable ni trágico, sólo estaba inmóvil.

Después he pensado muchas veces sobre lo que en realidad hace vivir a una persona. Nuestra mente básicamente no es nada más que sustancia y electricidad. El que yo todavía piense en el niño epiléptico no hace que él aún exista. El está presente aquí, en esta dimensión que llamamos realidad, no en calidad de su propia sustancia, sino como recuerdo.

La cuestión es si podemos herir a la gente de una forma peor que la muerte. A veces sospecho que yo misma he destruido a personas de otra manera distinta a la del profesor que obligó al niño a bajar por la escalera de incendios.

La última cuestión es si yo necesito la absolución y, si es así, de quién.

Viernes 24 de diciembre

Thomas estaba sentado junto a la ventana y miraba al Strömmen. Estaba despejado y hacía frío; el agua se había helado y parecía un espejo negro. La fachada grisácea del palacio estaba iluminada y parecía un bastidor contra el cielo invernal; por el Skeppsbron se deslizaban los taxis hacia Gamla Stans Bryggeri. Podía vislumbrar la cola fuera del Café Opera.

Se encontraba en el salón de la
suite
de la esquina del quinto piso del Grand Hotel. La habitación era tan grande como un apartamento de dos habitaciones, con recibidor, salón, dormitorio y un enorme cuarto de baño. La policía les había traído aquí. El Grand Hotel era el lugar de Estocolmo que la policía consideraba más seguro para albergar a personas amenazadas. Aquí vivían con frecuencia reyes y presidentes en visitas de Estado. Los empleados del hotel estaban acostumbrados a actuar en situaciones difíciles. Thomas, por supuesto, no estaba registrado como huésped bajo su verdadero nombre. En la
suite
de al lado había, de momento, dos guardaespaldas.

Hacía una hora que la policía le había comunicado que no habían encontrado ninguna carga explosiva en su apartamento de Hantverkargatan. De cualquier manera tendrían que estar escondidos hasta que el Dinamitero fuera apresado. Anders Schyman había decidido que Thomas y los niños podían pasar las Navidades en el hotel a cargo del periódico si fuera necesario. Thomas apartó la vista de la ventana y dejó que sus ojos volaran por la habitación en penumbra. Deseó que Annika estuviera con él, que los dos juntos hubieran podido disfrutar de aquel lujo. Los muebles eran brillantes y caros, la moqueta verde era tan gruesa como un colchón. Se levantó y se dirigió a la habitación contigua donde yacían los niños. Dormían profundamente con respiración entrecortada, totalmente agotados después de la aventura de ir de cortas vacaciones. Se habían bañado en el bonito cuarto de baño y habían salpicado todo el suelo. Thomas ni siquiera se había preocupado de secarlo. Para comer habían tomado albóndigas con puré de patata, todo servido por el servicio de habitaciones. A Kalle el puré de patata le pareció asqueroso. Estaba acostumbrado a la variante en polvo de Annika. A Thomas no le gustaba cuando Annika hacía salchichas y puré de patata de comida; una vez lo había llamado comida de cerdos. Al pensar en esas estúpidas peleas comenzó a llorar, cosa que no solía hacer.

La policía no tenía ni una sola pista de Annika. Era como si se la hubiera tragado la tierra. El coche que conducía también había desaparecido. No se había visto a la mujer que ellos creían que era el Dinamitero desde que empezaron a sospechar de ella, el martes por la noche. Se había emitido una orden de busca y captura regional. La policía no había comunicado el nombre de la mujer, sólo había dicho que había sido responsable del proyecto de construcción del estadio olímpico de Södra Hammarbyhamnen.

Se dio una vuelta por la gruesa moqueta y se obligó a sentarse frente al televisor. Tenía, por supuesto, setenta canales y muchos más dedicados exclusivamente a la emisión de películas, pero Thomas no estaba con ánimos de verla. En cambio se dirigió al recibidor, se metió en el cuarto de baño y tiró la toalla al suelo. Se lavó la cara con agua helada y se cepilló los dientes con el cepillo del hotel. La gruesa felpa absorbió el agua bajo sus pies. Salió y se fue desnudando mientras se dirigía al dormitorio, tiró la ropa echa un ovillo sobre una silla en el recibidor y fue a ver a los niños. Como de costumbre estaban destapados. Thomas los observó un rato. Kalle se había abierto de brazos y piernas y ocupaba gran parte de la cama de matrimonio, Ellen estaba encogida sobre las almohadas. Uno de los guardaespaldas estuvo en Åhléns y había comprado dos pijamas y algunos juegos de Game Boy. Thomas movió las extremidades de Kalle y lo tapó, luego dio la vuelta a la gran cama y se tumbó junto a Ellen. Pasó cuidadosamente el brazo por debajo de la cabeza de la niña y la atrajo hacia sí. La niña rebulló en sueños y se metió el dedo en la boca. Thomas no se molestó en sacárselo. Respiró profundamente, sintió el olor de la niña y dejó que los ojos se le llenaran de lágrimas.

El trabajo en la redacción se desarrollaba con concentración máxima y en total silencio. El nivel de ruidos se había reducido considerablemente desde que el periódico se había informatizado hacía unos años, pero tan silencioso como esta noche no había estado nunca. Todos estaban reunidos junto a la mesa de redacción, donde se maquetaba el periódico. Jansson hablaba sin parar por teléfono, como de costumbre, pero en voz baja y susurrando. Anders Schyman se había parapetado en el lugar donde el editorialista se sentaba durante el día. No hacía gran cosa: durante la mayor parte del tiempo miraba al vacío o hablaba en voz baja por teléfono. Berit y Janet Ullberg tenían sus mesas en una esquina de la redacción, pero ahora estaban sentadas frente a las mesas de los reporteros de noche para poder seguir todo lo que se decía. Patrik Nilsson también estaba ahí. Ingvar Johansson le había llamado al móvil a mediodía. El reportero se encontraba en un avión rumbo a Jönköping, y había contestado.

—Está prohibido llevar el móvil conectado en los aviones —le informó Ingvar Johansson.

—¡Ya lo sé! —gritó Patrik alegre—. Quería ver si es verdad que los aviones se estrellan cuando está conectado.

—¿Se estrella? —preguntó Ingvar Johansson ásperamente.

—Todavía no, pero si lo hace tendrás una exclusiva mundial. «El reportero del
Kvällspressen
en la catástrofe aérea. Lea sus últimas palabras.»

Se rió estrepitosamente e Ingvar Johansson puso los ojos en blanco.

—Creo que esperaremos con la catástrofe aérea, ya tenemos una reportera que es la protagonista del drama de las bombas. ¿Cuándo puedes estar aquí?

Patrik no desembarcó sino que tomó el mismo avión de vuelta a Estocolmo. A las cinco de la tarde estaba de nuevo en la redacción. Ahora escribía el artículo sobre la persecución policial del Dinamitero. Anders Schyman lo estudiaba a escondidas. Estaba sorprendido de la rapidez y responsabilidad del joven, había algo inverosímil en él. El único defecto que tenía era la crudeza de su alegría por los accidentes, asesinatos y otras tragedias. Pero con algo de madurez esta inoportuna alegría seguramente se apaciguaría. Con el tiempo sería un maravilloso reportero de prensa de la tarde.

Anders Schyman se levantó para ir a buscar un café. El que había bebido antes no le había sentado bien, pero necesitaba moverse. Le dio la espalda a la redacción y comenzó a caminar lentamente hacia la hilera de ventanas que daban a la redacción dominical. Se detuvo a mirar el edificio de enfrente. Todavía había luz en algunas ventanas, a pesar de ser más de medianoche. La gente estaba levantada viendo el
thriller
del
Canal 3
y bebían
glögg
.
, otros envolvían los últimos regalos. Algunos balcones tenían árboles de Navidad, la iluminación centelleaba en los cristales de las ventanas.

Anders Schyman había hablado repetidas veces con la policía durante la noche. El había sido el enlace natural entre la redacción y los inspectores de policía. Cuando Annika no apareció por la guardería a las cinco la policía comenzó a tratar el caso como una desaparición. Después de hablar con Thomas, la dirección policial consideró como improbable la desaparición voluntaria. Su desaparición se registró por la noche como secuestro.

Al atardecer la policía les prohibió llamar al móvil de Annika. Anders Schyman preguntó por qué, pero no le habían dado ninguna respuesta. Sin embargo pasó la orden a la redacción, y por lo que él sabía nadie había vuelto a llamar.

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