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Authors: Harold Bloom

Tags: #Referencia, Ensayo

Cómo leer y por qué (32 page)

BOOK: Cómo leer y por qué
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El mejor crítico del libro, sir Frank Kermode, señala que Edipa va perdiendo a todos sus amigos —sea por muerte, locura o capricho amoroso— hasta que al fin queda totalmente aislada. También en esto representa al lector, no importa cuántos comentarios o glosas de la novela éste acumule. Pero como Edipa no está loca, ni lo está la mayoría de los lectores, yo, que soy cabalista, voto por la realidad del Tristero transgrediendo así las aparentes intenciones de Pynchon. Y sin embargo esas intenciones pueden despertar perplejidad: no tanto por su existencia como por su importancia pragmática, ya que Pynchon, en parte a la manera de Kafka, se ha hecho ininterpretable salvo mediante la elección personal y acaso arbitraria de cada lector. Así, como admirador apasionado de
Meridiano de sangre
(1985), que Cormac McCarthy publicó menos de dos décadas después de
La subasta del lote 49
, me pregunto si en el 49 de Pynchon no habrá cierta referencia a la Fiebre del Oro californiana de 1849. Pynchon sugiere que el Tristero llegó a los Estados Unidos en 1849-1850, que es cuando se llevan a cabo la mayoría de las matanzas de la novela de McCarthy. Un motivo de la expedición de la fuerza paramilitar de Glanton y el juez Holden es cobrar todas las cabelleras posibles de nativos del suroeste norteamericano, despejando así el camino a las minas de oro. Los jinetes de Glanton se convierten en gobierno anárquico de sí mismos y hasta en su propio sistema de comunicaciones. Así McCarthy, faulkneriano y no pynchonita, se vincula al Tristero en mi paranoia lectora.

El Tristero es a un tiempo la invención más sorprendente de Pynchon (en esta novela) y acaso una realidad histórica, en la medida en que empezó como enemigo de un sistema postal privado poseído y operado en la temprana edad moderna por la noble casa de Thorn y Taxis. En la Norteamérica del siglo diecinueve, el Tristero ataca tanto a la Pony Express como a la Wells Fargo. También conocida bajo la grafía de Tristero, esta organización en la sombra es al parecer de ideología anarquista, un poco como el movimiento clandestino londinense que aparece en
El agente secreto
de Joseph Conrad y
La princesa Cassamassima
de Henry James; o, en un registro más cómico, en El hombre que fue jueves de G. K. Chesterton. También hay en el Tristero un toque borgiano: tiene algunos estigmas de esas conspiraciones que reorganizan la realidad, como el Tlön de Borges. ¿Cómo debería leerse el Tristero? Está claro que es algo bueno o malo según la perspectiva.

Mi experiencia de lector es que
Mientras agonizo
me capturó desde la primera vez, aunque sólo pude desentrañarla en la relectura. También
Miss Lonelyhearts
me conquistó de inmediato —su estupenda ranciedad es irresistible—, pero al releerla añadí entendimiento a la admiración. Mi primera lectura de
La subasta del lote 49
, sin embargo, fue una exasperación; a la segunda el libro me atrapó de repente, y desde entonces no me ha soltado. Por eso insto a los lectores que no lo conozcan a empezar leyendo el libro
dos veces seguidas
. Lo que al principio irrita se convierte luego en deslumbramiento, uno de cuyos centros es el Tristero, fabricación mítica tan ambigua como sublime. Encuentro triste o erótico y forma melancólica a la vez, el nombre Tristero significa en gran medida lo que el lector quiera. ¿Hay «terror» allí dentro? ¿O bien un terror sagrado? Quizá, como tantas organizaciones subterráneas, el Tristero es al menos moralmente ambiguo. Puede juzgarse que en
El arco iris de la gravedad
Pynchon aboga por lo que llama «sadoanarquismo»; y es ésta la ideología que más precisamente cabe asociar con el Tristero. No obstante, por momentos todo esto resulta hilarante, como en la gran parodia del drama jacobino de venganza,
La tragedia del postillón
, de Richard Wharfinger, apto compañero de Cyril Tourneur, John Ford y John Webster. Las páginas que dan un resumen argumental de
La tragedia del postillón
, con extravagantes pasajes, provocan simultáneamente risa y horror, aunque más lo primero.

Aunque tal vez parezca una alegoría de final abierto —en el sentido de que la alegoría siempre quiere decir una cosa distinta de lo que se ha dicho—,
La subasta del lote 49
no puede ser nunca una alegoría porque Pynchon no tiene una doctrina definitiva que proponer, sea religiosa, filosófica o psicológica. El sadoanarquismo difícilmente es una política y la paranoia, por estructurada que sea, no puede llegar en sí a ideología. Lo que sostendrá al lector y la lectora, y hará que avance entusiasmado, es la vida local que habita la novela, las sorpresas humanas que no pertenecen al Tristero ni a la paranoia norteamericana (suponiendo, como supongo yo, que podamos mantener este dúo aparte). Cuando pienso en
La subasta del lote 49
, lo primero que recuerdo siempre es el palpitante descenso de Edipa al mundo nocturno de San Francisco, y las repetidas apariciones de la imagen de una corneta de posta, símbolo del Tristero, que por cierto parece ser la organización clandestina de quienes Dostoievski llamó «humillados y ofendidos». Edipa entra en la noche de San Francisco para curarse de la obsesión del Tristero: «No tenía sino que andar a la deriva esa noche, y ver que no pasaba nada, para convencerse de que era puramente nervioso, una cosita que su psiquiatra podría reparar». Arrastrada por una turba de turistas a un bar para homosexuales, al instante divisa en la solapa de una chaqueta un alfiler con la forma del emblema del Tristero. El dibujo vuelve a aparecer en el escaparate de un herborista del barrio chino, escrito con tiza en un muro y en el canto de unos niños que saltan a la cuerda, hasta que Edipa se reencuentra con Jesús Arrabal, un anarquista mexicano que define el milagro como «intrusión de otro mundo en éste». Esta frase (
another world’s intrusión in this one
) tiene sus afinidades con el nombre codificado del Tristero, W.A.S.T.E.:
We Await Silent Tristero’s Empire
(Esperamos el Silencioso Imperio del Tristero)
[14]
. Una vez tras otra, demasiadas para contarlas, Edipa y el lector se enfrentan con el enigmático signo de la conspiración sadoanarquista. Hacia el amanecer, Edipa está convencida de que los desposeídos se han retirado totalmente de los Estados Unidos y su sistema postal. Lo que sigue a esa autopersuasión es un momento de asombroso patetismo, aunque supongo que nada en Pynchon debería asombrar al lector.

Edipa encuentra un viejo acurrucado, temblando de pena, con la trompeta de posta tatuada en el dorso de la mano izquierda. Casi sin saber qué está haciendo, lo consuela, lo aprieta contra ella, lo mece como si mera un bebé suyo (Edipa no tiene hijos). Luego de despachar para el viejo una carta, vía el Tristero, intenta seguir el rastro del sistema postal clandestino pero fracasa. Acaso esto, las aventuras subsiguientes y las previas cuenten para ella menos que el hecho de acunar al viejo en sus brazos. Como el Shrike y el
Miss Lonelyhearts
de Nathanael West,
hasta ahora
Edipa ha sido más una suerte de dibujo animado que un personaje faulkneriano o shakesperiano. Creo que aquí se escapa de Pynchon, como no sucede con nadie en toda la obra de éste hasta el gran cambio que introduce
Masón & Dixon
, donde los dos personajes del título son figuras plenamente humanizadas. ¿Cómo leer el repentino surgimiento en Edipa de una compasión tan magnífica? Aunque en la estructura fantástica de
La subasta del lote 49
hay otras irrupciones de la realidad, ésta es la más grande. En las páginas de prácticamente cualquier otro escritor parecería sensiblera; no cuando se manifiesta en Pynchon.

En la última escena del libro Edipa asiste a la subasta de la invaluable colección de sellos de Inverarity, incluidas las «falsificaciones» del Tristero que saldrán al público como lote 49. El momento final llega cuando el subastador se aclara la garganta y Edipa se reclina en el asiento esperando «la subasta del lote 49». El círculo se cierra; hemos vuelto al título y sobre lo que podría suceder tenemos demasiadas claves como para inclinarnos a interpretarlas.
Quizá
se trate de los 49 días que han pasado desde el domingo de Pascuas o quizá no. Yo creo que no. No estamos a punto de oír a Edipa prorrumpiendo en un discurso pentecostal hablado en lenguas, ni es probable que descienda un ángel o una paloma. Tampoco creo que Edipa vaya a pujar por el lote 49. Es de presumir que un representante del Tristero obtenga el lote y que, si Edipa lo sigue al salir, el sujeto huya y ella se quede en el limbo, que es donde Pynchon la ha colocado, y con ella a los lectores. Se puede estar en sitios peores.

5. CORMAC MCCARTHY: «Meridiano de Sangre»

Meridiano de sangre
(1985) me parece la auténtica novela apocalíptica norteamericana, más relevante aún en el 2000 que hace quince años. El libro aumenta el cumplido renombre de
Moby-Dick
y
Mientras agonizo
, ya que Cormac McCarthy es un digno discípulo de Melville y Faulkner. Arriesgo que ningún otro novelista norteamericano vivo, ni siquiera Thomas Pynchon, nos ha dado un libro tan fuerte y memorable como
Meridiano de sangre
—tanto como yo aprecio
Underworld
de Don de Lillo,
Zuckerman encadenado
,
El teatro de Sabbath
y
Pastoral americana
de Philip Roth y
El arco iris de la gravedad
y
Mason and Dixon
de Pynchon. Tampoco la reciente trilogía de la frontera del propio McCarthy —que empieza con la soberbia
Todos los hermosos caballos
— ha igualado a
Meridiano de sangre
, insuperable culminación del western.

Puesto que aquí me ocupo del lector, empezaré por confesar que mis dos primeros intentos de leer
Meridiano de sangre
fracasaron porque retrocedí ante la carnicería abrumadora que retrata McCarthy. La violencia empieza en la segunda página, cuando a los quince años el Chico (
the Kid
) recibe un balazo por la espalda, apenas debajo del corazón, y sigue hasta el final casi sin respiro, cuando treinta años más tarde el juez Rolden, la figura más terrorífica de toda la literatura norteamericana, asesina al Chico en un retrete. Las masacres y mutilaciones son tan apabullantes que uno podría estar leyendo un informe de las Naciones Unidas sobre los horrores de Kosovo en 1999.

Pese a todo, exhorto al lector a perseverar porque
Meridiano de sangre
es un logro imaginativo canónico, a la vez novela norteamericana y sangrienta tragedia universal. El juez Holden es un villano digno de Shakespeare, yaguiano y demoníaco, un teórico de la guerra perpetua. La magnificencia del libro —lenguaje, paisaje, personas, conceptos— acaba por trascender la violencia, y convierte la truculencia en un arte aterrador, un arte comparable al de Melville y el de Faulkner. Cuando enseño el libro, al principio muchos estudiantes lo rechazan, como me ocurrió a mí y le sigue ocurriendo a algunos amigos. La televisión nos satura de violencia real e imaginada; yo me aparto, bien por asco o por impresión. Pero, ahora que sé cómo leerla y por qué hay que leerla, no puedo apartarme de Meridiano de sangre. En las carnicerías que describe no hay un solo detalle gratuito o redundante; ese salvajismo perteneció a la frontera entre México y Texas entre 1849 y 1850, el escenario y la época en que transcurre la mayor parte del relato. Supongo que habría que hablar de «novela histórica», porque Meridiano de sangre es la crónica de la expedición de la banda Glanton, una fuerza paramilitar enviada conjuntamente por autoridades texanas y mexicanas a asesinar y arrancar la cabellera a la mayor cantidad de indios posibles. Sin embargo carece del aura de la ficción histórica: mientras entramos en el Tercer Milenio, lo que pinta aún hierve en los Estados Unidos y en casi todas partes.

Al mismo tiempo que aprende a soportar el exterminio que describe, uno se acostumbra al alto estilo del libro, heredero tan abierto de Shakespeare como de Faulkner. En
La subasta del lote 49
y otras obras de Pynchon hay pasajes de melvilliana riqueza barroca, pero nunca estamos seguros de que no sean paródicos. La prosa de
Meridiano de sangre
vuela alto, aunque con una economía propia, y el diálogo es siempre persuasivo: sobre todo cuando habla el siniestro juez Holden. He aquí un párrafo del capítulo xiv:

El juez puso las manos en el suelo. Miró a su inquisidor. Tengo derecho sobre esto, dijo. Y sin embargo está lleno de bolsas de vida autónoma. Autónoma. Para que sea mío no debe permitirse que ocurra nada salvo con mi consentimiento.

Toadvine había cruzado las piernas frente al fuego. Nadie puede estar al corriente de todo lo que pasa en esta tierra, dijo.

El juez inclinó la enorme cabeza. Quien crea que los secretos de este mundo están ocultos para siempre vivirá en el misterio y el miedo. Será pasto de la superstición. La lluvia erosionará los hechos de su vida. Pero el hombre que se imponga la tarea de discernir en el tapiz el hilo del orden se habrá hecho cargo del mundo por mera decisión y sólo así pondrá en marcha un modo de dictar los términos de su propio destino.

El juez Holden es el líder espiritual de los filibusteros de Glanton, y McCarthy, persuasivamente, da al sediente personaje un rango mítico, adecuado a un profundo Maquiavelo cuyo «hilo del orden» recuerda la telaraña mágica de Yago, en la cual caen atrapados Otelo, Desdémona y Casio. Aunque caracteriza vivamente a los personajes más coloridos y criminales —tanto esa máquina de matar que es Glanton como los demás—, la novela regresa una y otra vez a las figuras centrales: el juez Holden y el Chico. Encontramos por primera vez a Holden en la página 6: un hombre enorme, calvo como una piedra, sin rastro de barba, sin pestañas ni cejas. Un albino de más de dos metros de altura que es casi un ser de otro mundo; poco a poco aprendemos a preguntarnos por el juez, que no duerme nunca, baila y toca el violín con pericia y energía extraordinarias, viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que jamás morirá. Por mi parte, hacia el final del libro he llegado a creer que el juez es realmente inmortal. Y sin embargo, aunque más y menos humano a la vez, es un personaje tan individualizado como Yago o Macbeth y está a sus anchas en la frontera entre Texas y México, en donde lo observamos operar entre 1849 y 1850. Volvemos a encontrarlo allí en 1878, ni un día más viejo aunque han pasado veintiocho años y el Chico, que al comienzo tenía dieciséis, tendrá cuarenta y cinco cuando al final el juez lo asesine.

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