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Authors: Harold Bloom

Tags: #Referencia, Ensayo

Cómo leer y por qué (27 page)

BOOK: Cómo leer y por qué
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¿Por qué vuelve
Hamlet
del mar? Habría podido marcharse a Wittenberg, París o Londres. Si uno es Hamlet el danés, sin duda creerá necesario ser como los daneses de Dinamarca, por más que Dinamarca sea una cárcel. En un sentido mi pregunta es meramente fantástica, porque Hamlet no puede ser otra vez un estudiante de Wittenberg; el príncipe del quinto acto ya no tiene nada que aprender.

4

Y sin embargo nunca llegamos a estar seguros de cómo leer esta obra. Cada vez que la relee, cada lector se enfrenta con una obra diferente. Claudio, el «poderoso oponente» de Hamlet, no lo es en absoluto; es apenas un maestro «de la artimaña». Cuando reza, inútilmente, dice del cielo que «allí no hay artimañas»; lo cual no le impide seguir azuzando a Laertes, «con pequeñas artimañas», para que intercambie estocadas con Hamlet y el príncipe reciba una herida envenenada. Hamlet anhela encontrar una «artimaña para salir de esta confusión mortal». La insistencia en la palabra apunta a mostrar la desproporción entre Hamlet y Claudio.

Pero tampoco los demás personajes son rivales dignos. Laertes —cabeza hueca, convencional, manipulable— podría ser un vengador cualquiera, mientras que Fortinbrás no es sino uno de tantos generales violentos y tontos, a quien irónicamente se concede la última frase («… mandad a los soldados que abran fuego») mientras se apropia del cadáver de Hamlet para brindarle honras guerreras. El papel de Ofelia tiene pathos, pero la muchacha no es sino una víctima tironeada de un lado por su padre y del otro por su poco amable amante. Polonio es un necio, Rosenkrantz y Guildernstern oportunistas de segunda y al admirable Horacio le falta personalidad (ya que tiene la función de personaje serio). La reina Gertrudis es poco más que un imán sexual. Sólo el sepulturero gracioso puede ofrecer a Hamlet cierta compañía inteligente. Si la obra nunca cesa de ser diferente es a causa de la extraordinaria mutabilidad de Hamlet, y no hay otro centro posible de interés escénico que él, salvo (muy brevemente) el equívoco Fantasma del guerrero-amante-no-padre, el rey Hamlet.

Irónico más allá de nuestro entendimiento, Shakespeare nos ha dado una obra toda Hamlet: sutil, volátil, de una inteligencia suprema. A quien la lea bien y en profundidad no le quedará alternativa: se convertirá en Hamlet, a veces para su propia perplejidad. Lo que más importa de Hamlet no es el apuro en que se encuentra sino su legado: porque no tenemos otra forma de aprehenderlo, nos amplía la mente y el espíritu. Pero, como nada se consigue sin cargo, también nos arrastra al abismo de su conciencia, en donde hay elementos de un nihilismo que sobrepasa el de Yago, Edmund y el Leontes de
Cuento de invierno
.

Aunque por definición, Shakespeare es más abarcador y variado que Hamlet, si pudiéramos personificar en una sola figura al poeta nihilista que vivía en Shakespeare, esa figura debería ser Hamlet; pues, mientras que Yago «escribe» con las vidas de otros personajes, Hamlet escribe pasajes nuevos para los cómicos e improvisa extrañas cancioncillas. Ahora bien, Hamlet es un poeta nihilista en dos sentidos: en tema y en postura. En una obra que habla de obras, en un lenguaje que perora sobre sí mismo, Hamlet no cree en nada, ni siquiera en el lenguaje y la mismidad. La obra debería incomodar a los autores cristianos algo más que lo que suelen conceder; el post — cristianismo de Hamlet sigue estando por encima del de buena parte del público. Y tampoco podemos describir al príncipe como un mero escéptico. ¿Cómo discernir cuándo actúa y cuándo es Hamlet? Por momentos Hamlet tiene el desapego perturbador que el propio Shakespeare manifiesta en los Sonetos. Ambos dicen sólo aquello que en el corazón ya llevan muerto; sólo que Hamlet expresa además una suerte de desprecio por el acto de hablar. Y sin embargo profesa una admiración sincera por la buena actuación, por los actores capaces de decir precisamente lo que escribió Shakespeare. Y él mismo es un actor soberbio. Requiere público, y cautiva al público para siempre. ¿Pero es más actor o poeta?

Shakespeare, inferimos, era un «actor de personaje», especialmente bueno para interpretar ancianos o reyes ingleses. Héroes, villanos y bufones no eran papeles para él. Me sorprende (aunque no debería) imaginarlo en escena como Fantasma que se dirige a su hijo Hamlet. El pobre Shakespeare tenía que vestir armadura, y hasta las armaduras de teatro son bien pesadas. A Hamlet no queremos verlo en armadura, y no lo vemos. El príncipe ya es bastante teatral sin ella, y como poeta irónico o nihilista la despreciaría. Retrocederíamos si oyéramos a Hamlet exclamar: «Otra vez a la brecha, amigos míos, otra vez; / o coronemos la muralla con el cadáver de nuestro danés». Sobre todo en la primera parte de
Enrique IV
, el príncipe Hal tiene un toque del príncipe Hamlet. Pero una vez llega a ser Enrique v se parece más a Fortinbrás, aunque un Fortinbrás improbable, educado por Sir John Falstaff, el Sócrates de Eastcheap.

De modo brillante pero triste (al fin y al cabo se trata de una tragedia) Shakespeare hace a Hamlet más actor que poeta. O acaso el lector, aunque deslumbrado por su poesía, está más absorto en desentrañar cuándo Hamlet actúa y cuándo no. En la lectura, uno debe prestar atención constante tanto al actor como al poeta que hay en él. Y así me aboco al monólogo de los monólogos.

Estamos en la primera escena del tercer acto, cerca del fin de esa larga hendidura que abre Shakespeare en toda ilusión dramática que pueda poseer un drama centrado en Hamlet. Por delante tenemos las instrucciones de Hamlet a los cómicos y su montaje de
La ratonera
. En Hamlet no puede haber pasaje central; la obra es demasiado diversa y el protagonista demasiado volátil. Desde hace más de dos siglos, no obstante, el «Ser o no ser» se ha popularizado tanto que a fuerza de repetición hoy parece rancio. Aunque siento gran admiración por el crítico romántico Charles Lamb —precursor mío en la exaltación de la lectura de Shakespeare por encima de la asistencia a los montajes—, no querría que los lectores cediesen a la desesperación de Lamb respecto a la posibilidad de enfrentarse con frescura a este soliloquio portentoso:

Me confieso totalmente incapaz de apreciar el celebrado parlamento… o de afirmar que es bueno, malo o indiferente; tantos muchachos y señores declamatorios lo han manoseado y tironeado, tan inhumanamente lo han arrancado de su morada en la obra y del principio de continuidad que lo liga a ella, que para mí se ha convertido en un miembro muerto.

Tercero de los siete que hay en la obra, el monólogo explora la relación negativa entre el conocimiento y la acción. Así, es el semillero del gran poema que Hamlet escribirá para el actor — rey, con sus versos culminantes:

Mas para acabar debidamente lo que empecé,

tan opuestos son los rumbos de la voluntad y el destino

que nuestros planes caen siempre derribados;

los pensamientos son nuestros; su ejecución ajena.

(Acto III, Escena 2, 192-195)

El gran monólogo se abre con palabras tan familiares (para el lector de hoy) que tiene cierta importancia escuchar con detalle qué está diciendo Hamlet, a sí mismo y a nosotros:

Ser o no ser, ésa es la cuestión.

¿Es más noble para el ánimo sufrir

los golpes y las flechas de la fortuna insultante,

o alzarse en armas contra un mar de adversidades

y, haciéndoles frente, acabar con ellas?

Incluso aquí Hamlet es irónico, si prestamos atención a la metáfora de la lucha contra el mar, al que no podrían vencer ni las mayores proezas guerreras. El mar acabará con todas las adversidades y con nosotros también, está sugiriendo Hamlet. El lector debe precaverse de dar por sentado que la cuestión de ser o no ser se refiere únicamente al suicidio. En verdad Hamlet no contempla la posibilidad de matarse. Su alta ironía, como la de los Sonetos, siempre entraña una medida de desapego que se nos escapa un poco. Básicamente Hamlet está cavilando sobre la voluntad, como con tanta frecuencia cavila Shakespeare en los Sonetos. ¿Existe voluntad de actuar, o simplemente la acción se va incubando en uno? ¿Y cuáles son los límites de la voluntad? ¿Cómo puede una conciencia tan vasta como la de Hamlet tener presentes bastantes de las contingencias relevantes para dar voluntad a un fin, cuando no sabe siquiera cuáles habrán de ser los fines de su propio pensamiento?

La
malaise
del Hamlet, como reconoció Nietzsche, no es que piense demasiado sino que piensa demasiado bien. La verdad lo matará, a menos que se dedique al arte, pero es tan noble como la realeza y lo posee una nostalgia de actuar, aunque su intelecto mire la acción con profundo escepticismo:

Así la conciencia nos hace a todos cobardes,

y así el nativo matiz de la resolución

languidece al toque pálido del pensamiento

y empresas de gran aliento y empuje

por esta preocupación tuercen su corriente

y dejan de llamarse acción.

(Acto III, escena 1, 83-87)

Leamos estos versos con mucha atención. La metáfora del mar de adversidades reverbera todavía en «su corriente», que asimila la empresa de la venganza a la perpleja realidad de las «adversidades» e ironiza sobre el «gran aliento y empuje», de modo que oímos el movimiento del mar imitado por el lenguaje. Como los discípulos de Shakespeare —Milton y los románticos—, Hamlet desea afirmar el poder de la mente sobre un universo de muerte o mar de adversidades, pero no lo consigue porque piensa con demasiada lucidez. El príncipe profetiza los límites con que nos topamos cuatro siglos más tarde, cuando cualquiera de nosotros comprende que incluso un conocimiento enorme de la conciencia propia es casi inútil para conocer lo no consciente, ese misterio que deja la voluntad estupefacta.

5

Antes de la carnicería con que acaba la obra, Hamlet le dice a Horacio: «Creo que llevo las de ganar. Pero no podrías figurarte qué pesar siento en el corazón». Es aprensión, cierto, pero también remite al miedo de dejar detrás un nombre execrable. Sobre el final, Hamlet desea que tengamos de él buena opinión y poco más:

Si es ahora, no está por venir; si no está por venir, será ahora; si no es ahora, vendrá de todos modos. Todo consiste en estar dispuesto.

Tiene el espíritu dispuesto (tiene la voluntad) y su carne no es débil. Muere extraordinariamente, a la música de su propio «Sea lo que fuere». No hay en toda la literatura secular una muerte que posea al lector más que ésta. ¿Por qué? Si bien las últimas palabras de Hamlet —«el resto es silencio»— son espiritualmente ambiguas, las leo como anuncio de aniquilación más que de resurrección. Puede que en esto resida la mejor respuesta a la pregunta de por qué leer Hamlet. El príncipe no muere como expiador vicario de nuestras faltas, sino, antes bien, con la angustia individual de llevar un nombre execrable. Del mismo modo es probable que nosotros, ya esperemos aniquilarnos o resucitar, acabemos preocupados por nuestro nombre. Hamlet, el personaje de ficción más carismático e inteligente, prefigura nuestra esperanza de enfrentar el final común con valentía.

2. HENRIK IBSEN: «Hedda Gabler»

«Debe de haber un troll en lo que escribo».

Ibsen

«Debo negar el honor de haber trabajado conscientemente por los derechos de las mujeres. Ni siquiera estoy seguro de cuáles son exactamente esos derechos».

Ibsen

«Si Ibsen era feminista yo soy obispo».

Joyce

Hedda Gabler
(1890) es una gran tragicomedia y la obra maestra de la Edad Estética. La sitúo aquí entre
Hamlet
(1600) y
La importancia de ser Ernesto
(1895), en parte porque ocupa una posición intermedia entre la ironía trágica de Hamlet y la comedia del sinsentido sublime de Lady Bracknell y los demás chiflados de Wilde. Pero dado que, de un modo sutil y profundo,
Hedda Gabler
es una obra shakesperiana, elijo también mostrar algo del grado en el cual aun Ibsen, un autor de soberbia originalidad, tuvo que ser post —shakesperiano en todos sus modos. La lectura adecuada de
Hedda Gabler
es también un adiestramiento en la lectura adecuada de la mayor parte del drama post— ibseniano.

Después de ver
Hedda Gabler
en 1891, Oscar Wilde escribió: «Sentí piedad y terror, como si fuera una obra griega». Wilde no añadió que había sentido piedad y terror también de sí; y, astutamente, se negó a reconocer en el carácter autodestructivo de Hedda algo de sus propias ansias de condena. Pero Wilde no era Yago; no destruía a los demás. Hedda Gabler es una mezcla maravillosa de Yago y Cleopatra, a la vez genio para escribir con las vidas ajenas y mujer heroicamente fatal.

Debido en parte a la abrumadora influencia de Ibsen en Arthur Miller, demasiados lectores y aficionados al teatro piensan en el poeta de
Brand
y
Peer Gynt
como un dramaturgo puramente social. Ibsen tenía ciertas preocupaciones sociales, pero eran periféricas comparadas con sus obsesiones demónicas por el carácter y la personalidad, con lo que debería llamar su
trollidad
.
Troll
fronterizo como su
Peer Gynt
, en la gran
troll
Hedda Gabler (más precisamente
huldre
) Ibsen se retrató esencialmente a sí mismo. En la mitología noruega, una
huldre
es una hija de Lilith, la primera mujer de Adán, que según la Cabala lo abandonó tras una disputa sobre la posición apropiada para el acto sexual. Los
trolls
encarnan versiones feroces de los impulsos eróticos y destructivos y, aunque son demonios del folclore, pueden adoptar máscaras humanas.

El folclore noruego está repleto de historias de hombres que se casan con
huldres
, la clase más engañosa e incitante de
trolls
femeninos. Bellezas frías, su naturaleza feérica adopta forma externa de rabo de vaca, que cuelga fuera de la iglesia cuando alguna se casa con un humano. Desde luego que Hedda, hija del difunto general Gabler, no es una
huldre
en el sentido literal, pero la condición de
huldre
es parte de su identidad simbólica en la obra. Así como Cleopatra es para Antonio la «serpiente del antiguo Nilo», hay algo viperino en Hedda. Pero Cleopatra es una de las más magníficas criaturas de Shakespeare, y la soberbia Hedda comparte tanto el atractivo y el ingenio de Cleopatra como el esplendor manipulativo de Yago.

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