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Authors: Harold Bloom

Tags: #Referencia, Ensayo

Cómo leer y por qué (28 page)

BOOK: Cómo leer y por qué
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Las dos cosas que Hedda no posee son la audacia social y la gozosa sexualidad de la reina egipcia. Como el propio Ibsen, insatisfecho en su matrimonio, Hedda desea el amor sexual pero le teme; y como Ibsen también, siente horror de perder la respetabilidad social. Ese horror se relaciona con el miedo a quedar expuesta como
huldre
(en el caso de Ibsen, a revelar su lujuriosa condición de
troll
al público).

A los veintinueve años Hedda ha hecho un mal matrimonio, espera un hijo no deseado y está odiosamente aburrida de su marido, George Tesman, un investigador académico típicamente amable pero tonto. Sin embargo ni siquiera un marido más fascinante, como su antiguo admirador el poeta dionisíaco Eilert Loevborg (sátira del dramaturgo Strindberg) rescataría a Hedda de su malestar. Tampoco la salvaría de sí misma una carrera militar como la de su padre, el general Gabler, aparte de que esto no está a su alcance en la Noruega de 1890. No tiene sentido lamentar que Hedda esté «atrapada en un cuerpo de mujer» o un matrimonio absurdo, o que no pueda sumarse a la industria noruega del armamento. La primera entrada que hace establece el estado de su alma; la criada ha dejado los postigos abiertos y la habitación está inundada de sol: «Esta luz me va a dejar ciega».

William Hazlitt observó de Yago que «urde la ruina de los enemigos como ejercicio para la comprensión y apuñala hombres en la oscuridad para prevenir el tedio». Ibsen tomó la receta de Yago; sólo que Hedda urde la ruina de Loevborg quemándole un manuscrito y luego, impávida, le da una pistola de su padre instigándolo a «hacerlo bellamente». Él se pegará un tiro con gran estilo y gratificará así el auténtico esteticismo de Hedda (del cual también es precursor Yago). En unos apuntes para la composición de la obra, Ibsen señaló que «Hedda representa el tedio» y añadió: «Para Hedda la vida es una farsa que no vale la pena ver hasta el final». De este modo, apresura el final escribiendo su propia farsa, con Loevborg como víctima inicial y ella misma como autodestructora última.

Pero si Hedda es una Yago —con mucho de la brillantez de éste— también es una Cleopatra — con más atractivo fatal del que cabría esperar pero sin la «infinita variedad» de la egipcia. Si su ser interior es el de Ibsen, se comprende el palpable regocijo del dramaturgo en la aniquilación del borracho Loevborg, taimado retrato de Strindberg (que odiaba a Ibsen con una envidia feroz, y cuyo odio Ibsen se complacía en retribuir). De momento, empero, sólo estamos en la superficie de esta obra extraordinaria; es hora de profundizar la lectura.

Aunque antes de casarse ha coqueteado con él aviesamente, Loevborg fue para Hedda una experiencia en sensaciones vicarias: ella le servía de confidente de proezas dionisíacas. La realidad de su deseo, según se sugiere a lo largo de la obra, era el sadismo lésbico reprimido que proyectaba en una compañera de estudios menor, la hermosa Thea Elvsted. Está perfectamente claro que, cuando menos, Hedda quiere arrancarle a Thea la espléndida cabellera y hacer con ella una hoguera. La ambición se remonta a los días de colegio. Por cierto, también la piromanía de Hedda brota de la de Yago; ambos le prenderían fuego a toda la humanidad.

En
Hedda Gabler
sólo hay siete personajes, dos de ellos irrelevantes: la tía de Tesman y la criada de la heroína. Además de Hedda y su marido, de Loevborg y su «inspiradora» Thea, esta el villano de la obra, el juez Brack, que desea lujuriosamente a Hedda y hacia el final la empujará al suicidio. Para el lector es vital reconocer que Hedda es, por así decir, una heroína — malvada, mezcla de Cleopatra y Yago. Nunca perdemos el apego
dramático
por Hedda (como no lo perdemos por Yago ni por Cleopatra), por mucho que luchemos contra su incesante fascinación de
huldre
. Además del escándalo público, lo que Hedda más teme es morir de aburrimiento, aunque por su parte es de una perversidad tan sublime que nunca aburrirá a nadie. El juez Brack es un mero manipulador; en seguida lo detestamos, y comprendemos por qué al quedar en poder de él Hedda decide suicidarse. Brack descubre que, regalándole a Loevborg una pistola de su padre, Hedda lo ha inducido a matarse por accidente; entonces la pone en la disyuntiva de aceptar la exposición pública o hacerse amante de él, situaciones del todo inaceptables para ella.

Brack es un traficante de poder; hasta el deseo que siente por Hedda parece más una afirmación de la voluntad que de la entraña. Y Hedda, ¿qué quiere? Cleopatra desea gobernar el mundo entero en compañía de su Antonio, Yago desea desintegrar a Othello y consuma su ruina con brillantez. Inquieta, vibrante pero negadora de la vida, equívoca en todo sentido, Hedda desea una venganza de huldre sobre la realidad humana. Aun su pasión apenas reprimida por Thea es terroríficamente destructiva; a todo abrazo sexual con Thea seguirá un intento de quemarla viva. Puesto que Thea ha «rescatado» a Loevberg de la disolución, y lo ha inspirado en la escritura de un manuscrito supuestamente grande sobre el futuro de la civilización, Hedda necesitará quemar la única copia de lo que habría sido el libro de Thea escrito por Loevborg, es decir el hijo de ambos:

Hedda (murmurando para sí mientras arroja una página a la estufa)
: ¡Estoy quemando a tu hijo, Thea! ¡Tú y tu hermoso pelo rizado!
(Echa más páginas a la estufa)
El hijo que te dio Eilert Loevborg.
(Arroja el resto del manuscrito)
¡Lo estoy quemando! ¡Estoy quemando a tu hijo!

Esta notable proclama cierra el tercero de los cuatro actos. El lector no debe olvidar que Hedda está embarazada; puede debatirse si el manuscrito es un sucedáneo, no sólo del pelo de Thea, sino del propio hijo de Hedda, que no nacerá nunca. Espléndidamente truculenta como es la escena, su malevolencia histérica tienen un componente fuerte de lo que, tras asistir en 1891 a una representación londinense, Henry James llamó «ironía jocosa». El humor irónico de Hedda alcanza la cima en su consternación al enterarse de que Loevborg, en vez de inmolarse estilizadamente, ha muerto por accidente en un burdel de buen tono:

Hedda
: ¿De modo que lo encontraron allí?

Brack
: Sí. Con una pistola descargada en el bolsillo del chaleco. Tenía una herida mortal.

Hedda
: Ahá. En el pecho.

Brack
: No. En él… eem… estómago. En… el bajo vientre…

Hedda (lo mira con expresión de asco)
: ¡Encima eso! Ah, ¿por qué todo lo que toco se vuelve mezquino y ridículo? ¡Parece una maldición!

Si el papel de Hedda lo representa una gran actriz —Peggy Ashcroft, digamos, o Maggie Smith— el momento es tan horrible como delicioso. En esta obra nadie ama de veras a nadie; son todos solipsistas, Hedda la más sublime. Thea y Tesman se abocan alegremente a reunir las notas que les permitirán reconstruir la obra maestra de Loevborg sobre la civilización futura, que desde luego podría ser tan ridícula como el final del pobre Loevborg — que, durante una refriega en el burdel, evidentemente se disparó sin querer en la partes pudendas. Se comprende que la obra haya enfurecido a Strindberg, aunque el
trollesco
Ibsen ha de haber lanzado terribles carcajadas. Flaubert confesó: «Madame Bovary soy yo». De parte de Ibsen no hacía falta confesión alguna. Más aún que el pícaro Peer Gynt, Hedda es Ibsen, y hasta Ibsen ha de haberse estremecido un poco antes el final que compuso para ella:

Hedda (desde la habitación trasera)
: Te estoy escuchando, Tesman. ¿Pero yo cómo pasaré las noches aquí?

Tesman (hojeando los papeles)
: Pues seguro que el juez Brack tendrá la gentileza de venir a hacerte compañía. Brack (desde el sillón, en alegre voz alta): Estaré encantado, señora Tesman. Vendré todas las noches. Verá cómo nos divertimos juntos.

Hedda (en voz alta y clara)
: Pero sí, ideal para usted, ¿verdad, juez? ¡El único gallo del gallinero…!

(En la habitación trasera suena un tiro.)

Nos cabe la certeza de que, si bien no con la elegancia de Cleopatra, Hedda ha consumado su apoteósico suicidio con belleza. No exactamente mártir feminista, y restringida a un escenario más estrecho que el mundo — teatro de Cleopatra, Hedda se las ha ingeniado para hacer lo mejor posible dentro de la rígida moral de clase media de la Noruega de Ibsen. Si no nos deslumbra tanto como Yago, debemos concederle que Loevborg no es Otelo. Con escabrosa ironía, Ibsen ha rodeado a la
huldre
Hedda de un manojo de segundones, que escasamente aportan provocaciones a la altura de su irresistible malevolencia.

No obstante, a veces me pregunto si en el drama de los últimos ciento y pico de años hay algún personaje que me guste más que Hedda. Está la Lady Bracknell de La importancia de ser Ernesto, de Wilde, pero viene del mundo del absurdo: Lewis Carroll, W. S. Gilbert, Edward Lear. Las heroínas de Chéjov son adorables y disfruto de ellas enormemente, pero a cierta distancia. La perturbada y perturbadora Hedda Gabler está mucho más cerca. Ibsen tenía en su escritorio un escorpión en un frasco de cristal y se complacía en alimentarlo con trozos de melón. Hedda Gabler, mortal y fascinante, es hija de esa sensibilidad.

3. ÓSCAR WILDE: «La importancia de ser Ernesto»
I

Después de Shakespeare, la mayoría de las comedias teatrales en lengua inglesa fueron escritas por angloirlandeses. A
Así va el mundo
de William Congreve,
La conquista de la bajeza
de Oliver Goldsmith y
La escuela del escándalo
de Richard Brinsley Sheridan se sumarían más adelante
La importancia de ser Ernesto
de Oscar Wilde,
Pigmalión
de Bernard Shaw,
El playboy de Occidente
de John Millington Synge y
Esperando a Godot
de Samuel Beckett. Es posible que Ernesto (como en adelante la llamaré para abreviar), la deliciosa obra de Wilde, sea, por encima de todas las rivales que he mencionado, la mejor comedia británica desde
Noche de Reyes
de Shakespeare. Auténtico milagro, Ernesto es perpetuamente fresca y refrescante, y es la obra maestra de Wilde, tan maravillosa como dos de sus ensayos críticos: «El alma del hombre bajo el socialismo» y el diálogo «La decadencia de la mentira».

Las afinidades genuinas de
Ernesto
son con Lewis Carroll y con Gilbert y Sullivan. Ni en
Un marido ideal
, ni en
El abanico de Lady Windermere
ni en
Una mujer sin importancia
, Wilde compuso comedia ligera. Estas obras aún se ofrecen bien al montaje, pero genéricamente no pueden compararse a Paciencia o
A través del espejo
, y ni siquiera a
Libros del sinsentido
de Edward Lear. Ernesto integra el cosmos de la literatura del sinsentido; se podría añadir los cuentos de Saki (H. H. Munro) y las novelas de Ronald Firbank. En sus mejores momentos, esa literatura nos libera del sinsentido corriente llevándolos a un reino a la vez raramente leve y en el fondo inquietante. La obra maestra del sinsentido en lengua inglesa son los libros de Alicia de Lewis Carroll, pero Ernesto merece un puesto a su lado.

En la versión original en cuatro actos (que la condensación en tres mejora mucho), el delegado del autor, Algernon, proclama la Ley de Wilde:

Mi experiencia de la vida es que, en cuanto dice una mentira, uno se ve corroborado por todas partes. Cuando dice la verdad queda en una posición solitaria y penosa, y nadie le cree una palabra.

En «La decadencia de la mentira», Vivían —que habla por Wilde— desecha las mentiras débiles de los políticos:

Nunca superan el nivel de la tergiversación y en realidad condescienden en demostrar, discutir y argumentar. ¡Qué diferencia con el temple del auténtico mentiroso, con sus afirmaciones francas y valientes, su irresponsabilidad soberbia, su desdén natural y saludable hacia cualquier tipo de prueba! A fin de cuentas, ¿qué es una buena mentira? Simplemente algo que constituye su propia evidencia. Si alguien carece tanto de imaginación como para apoyar una mentira con pruebas, más le vale decir en seguida la verdad.

Para Wilde, originar o poner en movimiento es mentir. Cuando en
A través del espejo
Alicia da su nombre en respuesta a la áspera pregunta de Humpty Dumpty, él la interrumpe para preguntarle: «¿Qué quiere decir«? «¿
Debe
un nombre querer decir algo?», pregunta a su vez Alicia, dudosa. Y Humpty Dumpty replica: »Desde luego que sí… Mi nombre quiere decir la forma que tengo». Como Wilde bien sabe pero no nos dice, la importancia de ser Ernesto (el nombre que tanto Gwendolen como Cecily desean para un marido) es que la palabra earnest (sincero, honrado) y el nombre Ernesto se remontan a la raíz indoeuropea er, que significa
originar
. Por lo tanto ser earnest o sincero es ser original, una formulación absurda de la que Wilde goza ladinamente, porque en general la originalidad es ajena a su genio. No hay en Ernesto ningún personaje original; todos son sublimemente extravagantes, pero siempre de un modo tradicional; y sin embargo la obra está marcada por una originalidad vivaz.

El gran hallazgo de Ernesto es Lady Bracknell, quizá el personaje más hilarante desde sir John Falstaff, estrella de ambas partes de Enrique IV y única creación de Shakespeare que compite en popularidad con Hamlet. He aquí a Lady Bracknell poniendo imperioso fin a una entrevista con Jack, luego de que éste le haya propuesto matrimonio a Gwendolen. Al informarla Jack de que ha perdido a sus padres, Lady Bracknell ha comentado: «Perder a uno de los padres, señor Worthing, puede considerarse una desgracia; perder a los dos parece negligencia».

En ese punto, como en la conclusión de la entrevista, uno oye el estilo del Dr. Johnson, que mezclado con las burlas a la solemnidad propias de Falstaff produce las desbocadas frases de Lady Bracknell:

Lady Bracknell
: ¿En qué localidad se encontró el señor James o Thomas Cardew con este bolso corriente?

Jack
: En el guardarropas de Victoria Station. Se lo dieron confundido con el suyo.

Lady Bracknell
: ¿En el guardarropas de Victoria Station?

Jack
: Sí. El de la línea de Brighton.

Lady Bracknell
: Esa línea es inmaterial. Señor Worthing, le confieso que lo que acaba de contarme me deja algo perpleja. Pienso que nacer, o en todo caso ser criado, en un bolso de mano, tenga o no manijas, es una exhibición de desprecio por la decencia común de la vida familiar que recuerda uno de los peores excesos de la Revolución Francesa. Y presumo que sabe usted a qué condujo ese desafortunado movimiento. En cuanto a la localidad particular en donde se encontró el bolso, los guardarropas de estaciones de tren deberían servir para ocultar indiscreciones sociales —es probable, por cierto, que hasta hoy se hayan usado para tal fin— pero difícilmente pueden considerarse como bases seguras para una posición reconocida en la buena sociedad.

Jack
: ¿Me permite entonces preguntarle qué me aconsejaría usted? Apenas necesito decir que haría cualquier cosa en el mundo por garantizar la felicidad de Gwendolen.

Lady Bracknell
: Le aconsejaría firmemente, señor Worthing, que intentara adquirir lo antes posible algunas relaciones, e hiciera un esfuerzo definitivo por manifestar al menos un padre, de cualquier sexo, antes de que acabe del todo la temporada.

Jack
: Vaya, no veo cómo podría arreglármelas para lograrlo. Puedo mostrarle el bolso cuando usted lo disponga. Está en el vestidor de mi casa. Creo de veras que la satisfará, Lady Bracknell.

Lady Bracknell
: ¡A mí, señor! ¿Y esto qué tiene que ver conmigo? No imaginará usted que yo y Lord Bracknell soñaríamos siquiera con permitir que nuestra única hija —una joven educada con superlativo esmero— se case en un guardarropas y selle alianza con un paquete. ¡Buenos días, señor Worthing!

(Lady Bracknell se retira con majestuosa indignación.)

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