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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Cita con Rama (20 page)

BOOK: Cita con Rama
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Rama le evitó la necesidad de decidir. Una sábana de fuego se encendió detrás de él cubriendo el cielo. Tuvo tiempo de verla escindirse en seis cintas de fuego, extendidas desde la punta del Gran Cuerno hasta cada una de las Pequeñas Astas.

Entonces el golpe le alcanzó.

Ícaro

J
immy apenas tuvo tiempo de transmitir su mensaje: —El ala está doblándose; voy a caer— cuando la
Libélula
empezó a plegarse graciosamente a su alrededor. El ala izquierda se rompió por el centro, y la sección exterior flotó alejándose como una hoja que cae con suavidad. El ala derecha realizó una operación mucho más delicada. Se enroscó en la base y se dobló en un ángulo tan agudo que la punta quedó enredada con la cola del aparato. Jimmy sentía la impresión de estar sentado en una cometa rota que caía lentamente del cielo.

Sin embargo, no estaba todavía del todo impotente; la hélice aún funcionaba, y mientras le quedaba energía seguía teniendo cierto control. Le quedaban tal vez cinco minutos para utilizarla.

¿Había alguna esperanza de alcanzar el mar? No, estaba demasiado lejos. Luego recordó que estaba pensando en términos terrestres; aunque era un excelente nadador, pasarían horas antes de que acudieran a rescatarlo, y en ese lapso las aguas envenenadas sin duda habrían terminado con él. Su única esperanza era descender sobre una superficie firme. El problema del escarpado acantilado sur lo afrontaría después... si es que había un «después».

Estaba cayendo con mucha lentitud, allí, en esa zona de una décima de gravedad, pero comenzaría pronto a acelerar a medida que se fuera alejando del eje. No obstante, el arrastre del aire complicaría la situación, y le impediría un descenso demasiado rápido. La
Libélula
, aun sin energía, haría las veces de tosco paracaídas. Los pocos kilogramos de presión que aún podía proveer establecerían quizá la diferencia entre la vida y la muerte: ésa era su única esperanza.

Ya no hablaban desde Control; sus amigos podían ver con detalle lo que le estaba sucediendo y sabían que ninguna palabra de ellos le ayudaría.

Jimmy estaba realizando ahora el vuelo más hábil de su vida. Era una lástima, pensó con ceñudo sentido del humor, que su público fuera tan poco numeroso y que no estuviera en condiciones de apreciar los detalles más sutiles de su actuación.

Descendía en una ancha espiral, y mientras su grado de inclinación siguiera siendo plano, sus probabilidades de supervivencia eran buenos. Su pedaleo contribuía a mantener la
Libélula
en el aire, aunque temía ejercer la máxima potencia porque en ese caso tal vez las alas rotas se desprenderían completamente. Y cada vez que giraba en dirección sur, podía apreciar la fantástica exhibición que Rama había dispuesto amablemente para su beneficio.

Los relámpagos zigzagueaban todavía desde la punta del Gran Cuerno hasta los picos menores de abajo, pero ahora todo el diseño estaba girando: la corona de fuego de seis puntas en sentido contrario a la rotación de Rama, completando una revolución cada pocos segundos. Jimmy tenía la impresión de estar contemplando un gigantesco motor eléctrico en funcionamiento, y tal vez eso no estaba muy lejos de la verdad.

Se encontraba a mitad de su descenso hacia la planicie, girando en una espiral alargada, cuando los fuegos artificiales cesaron repentinamente. Sintió que la tensión abandonaba el cielo y supo, sin mirar, que ya no tenía el vello de los brazos ni el cabello erizados. Nada quedaba ya para distraerlo o ponerle trabas durante los últimos pocos minutos de su lucha por conservar la vida.

Ahora que podía estar seguro de la superficie sobre la cual debía descender, empezó a estudiarla con atención. Gran parte de esa región era un tablero de ajedrez de características contradictorias, tal como si a un jardinero loco se le hubiera dado vía libre para ejercitar su imaginación al máximo. Los cuadros del tablero tenían casi un kilómetro de lado, y aunque la mayoría eran planos, no se podía tener la seguridad de que fueran sólidos por la enorme variación de sus colores y textura. Jimmy decidió esperar hasta el último minuto posible antes de tomar una decisión, si es que en realidad tenía alguna alternativa.

Cuando sólo le quedaban unos cuantos cientos de metros para tocar la superficie, hizo una última llamada a Control:

—Aún domino la situación; descenderé en medio minuto; les llamaré entonces.

Ese era un pronóstico optimista y todos lo sabían. Pero se negó a despedirse; quería que sus camaradas supieran que había caído peleando, y sin temor.

En realidad no sentía casi miedo, y eso le sorprendía porque nunca se había considerado un hombre particularmente valeroso. Era como si estuviese observando los esfuerzos de un extraño, como si lo que ocurría fuese ajeno a él. Un poco estaba estudiando un interesante problema de aerodinámica, y cambiaba varios parámetros para ver qué sucedería. Casi la única emoción que sentía era cierto vago pesar por las oportunidades perdidas, de las cuales la más importante era sin duda las próximas olimpíadas de la Luna. Un futuro al menos estaba resuelto: la
Libélula
jamás tendría ocasión de mostrar su capacidad en la Luna.

Aún quedaban cien metros para descender; su velocidad horizontal parecía aceptable, pero, ¿con cuánta rapidez caía? Y aquí se presentaba la primera muestra de suerte: el terreno era totalmente plano. Pondría el resto de sus fuerzas en el impulso final. Ahora... ¡Ya!

El ala derecha, cumplido su deber, se desprendió finalmente de raíz. La
Libélula
empezó a girar, y Jimmy trató de corregirlo arrojando el peso de su cuerpo contra el sentido de giro. Miraba directamente el arco curvado del paisaje a dieciséis kilómetros de él cuando chocó.

Se le antojó a la vez injusto y absurdo que el cielo fuera tan duro.

Primer contacto

C
uando Jimmy recobró el sentido, de lo primero que tuvo conciencia fue de un terrible dolor de cabeza. Casi lo acogió con alegría; al menos probaba que seguía con vida. Luego trató de moverse y al punto una amplia selección de molestias físicas en forma de punzadas y dolores reclamaron su atención. Pero, hasta donde le era dado juzgar, no parecía tener nada roto.

Después de eso se animó a abrir los ojos, pero volvió a cerrarlos en seguida cuando se encontró mirando directamente la franja luminosa a lo largo del techo del mundo. Como cura al dolor de cabeza, ese espectáculo no era recomendable.

Aún se encontraba tendido allí, recobrando las fuerzas y meditando sobre cuándo podría abrir los ojos, cuando oyó cerca un súbito ruido extraño, como de alguien que masticara. Volvió la cabeza con lentitud hacia el lugar de donde provenía, arriesgó una mirada... y estuvo a punto de perder otra vez el sentido.

A no más de cinco metros de distancia, un raro animal parecido a un gran cangrejo estaba aparentemente comiéndose los restos de la pobre
Libélula
. Cuando se recobró del susto y el asombro se alejó del monstruo rodando con lentitud y sin ruido por el suelo, esperando a cada instante ser apresado por sus pinzas si descubría que tenía al alcance comida más apetitosa. Sin embargo, el bicho no le prestó la menor atención; y cuando hubo aumentado la mutua separación a diez metros, Jimmy se incorporó cautelosamente hasta quedar sentado.

A esa mayor distancia la cosa no parecía tan formidable. Tenía un cuerpo bajo, plano, de casi dos metros de largo y uno de ancho, sostenido por seis patas unidas en dos grupos de tres. Jimmy comprobó que se había equivocado al suponer que estaba comiéndose a
Libélula
, en verdad no se veía señal alguna de que tuviera boca. Lo que hacía realmente esa criatura era un excelente trabajo de demolición, valiéndose de pinzas como tijeras para reducir la bicicleta aérea a trozos menudos. Luego, toda una batería de manipuladores, impresionantemente parecidos a manos diminutas, transferían los fragmentos a una pila creciente sobre la espalda del animal.

Pero, ¿era un animal? Aunque ésa había sido la primera impresión de Jimmy ahora lo pensaba mejor. Se advertían una seguridad, una determinación en su proceder, que sugerían un alto grado de inteligencia. Él no veía razón alguna para que una criatura de puro instinto se pusiera a reunir cuidadosamente los esparcidos trozos de su bicicleta aérea, menos, tal vez, que estuviera reuniendo material para un nido.

Sin apartar la mirada atenta del cangrejo, o lo que fuera, que seguía ignorándolo por completo, Jimmy hizo un esfuerzo y se puso de pie. Unos cuantos pasos vacilantes le demostraron que podía caminar, aunque no estaba seguro de poder dejar atrás a esas seis patas.

Luego conectó su radio transmisor, sin dudar de que funcionaría. Un golpe al que él había sobrevivido no habría sido siquiera notado por sus sólidos elementos electrónicos.

—Control del Cubo —dijo con suavidad—. ¿Me recibe bien?

—¡Gracias a Dios! ¿Está bien, Jimmy?

—Sólo un poco magullado. Pero miren esto.

Volvió su cámara hacia el cangrejo, a tiempo de registrar la demolición final del ala de la
Libélula
.

—¿Qué diablos es, y por qué está masticando su bicicleta?

—También a mí me gustaría saberlo. Ya ha terminado con la
Libélula
. Haré una retirada estratégica antes de que se le ocurra empezar conmigo.

Jimmy fue retrocediendo con lentitud, sin dejar de observar al cangrejo que se movía ahora en círculos cada vez más anchos, buscando al parecer fragmentos que podía haber pasado por alto, y así Jimmy pudo observarlo desde todos los ángulos y verlo, por primera vez, tal como era.

Y ahora, pasada la impresión inicial, pudo apreciar que se trataba de una bestia hermosa. La denominación «cangrejo» que él le diera automáticamente, era quizá un tanto engañosa. Si no hubiera sido tan larga habría podido compararla con un escarabajo. Su caparazón tenía un precioso brillo metálico; estaba casi dispuesto a jurar que era metal.

Una idea muy interesante, por cierto. ¿Podía tratarse de un robot, y no de un animal? Con esta idea observó al cangrejo atentamente, analizando todos los detalles de su anatomía. Donde debía estar la boca tenía una colección de manipuladores que le recordaban a esos cortaplumas de varias piezas, multiuso, que son la delicia de los muchachos activos; había pinzas, limas, alicates, y hasta algo parecido a un taladro. Pero esto no era terminante. En la Tierra, el mundo de los insectos había igualado todas esas herramientas y muchas más. La cuestión «animal o robot» seguía sin definirse en su mente.

Los ojos, que podían haber dilucidado dicha cuestión, la tornaban aún más ambigua. Estaban tan profundamente hundidos entre dos gruesos párpados protectores que resultaba imposible decir si sus cristalinos eran de cristal o de alguna sustancia gelatinosa. Carecían de expresión y mostraban un sorprendente y vívido azul. Aunque los había dirigido hacia Jimmy varias veces, en ningún momento reflejaron la menor muestra de interés. En la opinión de él, tal vez viciada de parcialidad, ese detalle decidió el nivel de inteligencia de la «cosa». Un ente —robot o animal— capaz de ignorar a un ser humano, no podía ser muy brillante.

Ahora la cosa había dejado de girar y permaneció quieta unos segundos, como escuchando algún mensaje inaudible. Luego volvió a ponerse en movimiento, dirigiéndose con una curiosa marcha balanceada en la dirección general del mar. Avanzó en línea recta a un ritmo acompasado de cuatro o cinco kilómetros por hora, y se había alejado unos doscientos metros antes que la mente de Jimmy, todavía un tanto confundida, registrara el hecho de que los últimos patéticos restos de su amada
Libélula
le eran arrebatados. Al punto se lanzó en una ardiente e indignada persecución.

Su acción no era del todo ilógica. El cangrejo se dirigía hacia el mar, y si algún rescate era posible, sólo podía venir de esa dirección. Además, queda descubrir qué haría la criatura con su trofeo; eso debía revelar algo sobre su motivación e inteligencia.

Como estaba tan magullado y envarado, Jimmy tardó varios minutos en acompasarse al paso decidido del cangrejo que seguía adelante sin detenerse. Una vez cerca, lo siguió a respetuosa distancia, hasta sentirse seguro de que no se resentía por su presencia. Fue entonces cuando vio su frasco de agua y el paquete que contenía su ración de emergencia entre los restos de
Libélula
, y se sintió instantáneamente hambriento y sediento.

Allí, alejándose a una implacable marcha de cinco kilómetros por hora, iba el único alimento y bebida en toda esa mitad del mundo. A cualquier riesgo, tenía que tratar de apoderarse de ellos.

Se acercó con cautela al cangrejo por la parte de atrás, y en esa posición estudió el complicado ritmo de sus patas hasta que pudo anticipar dónde estarían en un momento dado. Cuando estuvo listo, murmuró un rápido: —Disculpe— y dio una manotada para apoderarse de sus pertenencias.

Jimmy jamás imaginó que llegaría el día en que tendría que ejercer habilidades de «punguista», pero se sintió encantado de su éxito. En menos de un segundo se había apartado, sin que el cangrejo hubiera alterado un solo instante su marcha acompasada.

Se quedó una docena de metros atrás, humedeció los labios en el frasco, y comenzó a mordisquear una barra de carne concentrada. La pequeña victoria le hacía sentirse mejor; pensaba que ahora podía incluso arriesgarse a pensar en su sombrío futuro.

Mientras había vida, había esperanza; y sin embargo no imaginaba modo alguno en que pudiera ser rescatado por sus compañeros. Aun cuando cruzaran el mar, ¿cómo podía alcanzarlos, medio kilómetro abajo?

—Hallaremos el camino para descender de cualquier forma —había prometido Control—. Esa escarpa no puede rodear el mundo sin que haya una brecha en alguna parte.

El se sintió tentado de replicar: —¿Por qué no? —pero lo pensó mejor.

Una de las cosas más extrañas de caminar en el interior de Rama, era que siempre se podía ver el lugar de destino. Aquí, la curva del mundo no ocultaba, revelaba. Desde hacia un buen rato Jimmy se había dado cuenta del objetivo del cangrejo; allá arriba, en el terreno que parecía levantarse delante de él, había una hoya de medio kilómetro de ancho. Era una de las tres que había en el hemisferio sur; desde el cubo, había sido imposible ver su profundidad. Las tres fueron denominadas como los cráteres lunares más prominentes, y ahora él se estaba aproximando a Copérnico. El nombre no era muy apropiado, porque no había montañas alrededor y tampoco picos centrales. Este Copérnico era nada más que un pozo profundo con lados perfectamente verticales.

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