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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Cita con Rama (17 page)

BOOK: Cita con Rama
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—No hay señal alguna de actividad; todo está en calma. Suban; comenzaremos a explorar.

Nueva York, Rama

N
o era una ciudad, era una maquinaria. Norton llegó a esa conclusión en el término de diez minutos, y no vio motivo para cambiar de opinión después de cruzar la isla de parte a parte. Una ciudad, fuera cual fuese la naturaleza de sus ocupantes, debía proveer determinadas comodidades; nada había allí de esa naturaleza, a menos que estuvieran bajo tierra. Y si tal era el caso, ¿dónde estaban las entradas, las escaleras, los ascensores? No encontró nada que se asemejara siquiera a una simple puerta.

Lo más parecido a este lugar que recordaba haber visto en la Tierra era una gigantesca planta de procesamiento de productos químicos. Sin embargo, no había depósitos de materia prima, ni vestigio alguno de un sistema de transporte para movilizarla. Tampoco imaginaba de dónde saldría el producto terminado, y menos aun qué podía ser tal producto. Todo resultaba muy desconcertante; les hacía sentirse bastante frustrados.

—¿Alguien quiere aventurar una suposición? —preguntó Norton por fin, a todos los que podían estar escuchando— Si esto es una fábrica, ¿qué fabrica? ¿Y de dónde saca la materia prima?

—Tengo una sugerencia, jefe —dijo Mercer desde el otro lado del mar—. Puede que utilice el mar como materia prima. De acuerdo con la doctora, contiene casi todo lo que uno puede imaginar.

Era una respuesta plausible, y Norton ya la había considerado. Bien podía ser que hubiera tuberías subterráneas que llegaran al mar; en verdad «debía» haberlas porque cualquier concebible planta para la elaboración de productos químicos requería grandes cantidades de agua. Pero él desconfiaba de las respuestas plausibles; a menudo resultaban erróneas.

—Es una buena idea, Karl —respondió—. Pero, ¿qué hace Nueva York con su agua de mar?

Durante un largo rato nadie contestó desde la nave, ni desde el cubo, ni desde la planicie norte. Luego habló una voz inesperada.

—Es fácil deducirlo, jefe. Pero si expongo mi idea todos se reirán de mí.

—No, Ravi, nadie se reirá. Adelante.

Ravi McAndrews, primer Comisario de a bordo y cuidador de los chimpancés, era la última persona en el
Endeavour
que normalmente se hubiera mezclado en una discusión técnica. Su coeficiente de inteligencia era modesto, y sus conocimientos científicos mínimos; pero no era ningún tonto y poseía una sagacidad natural que todos respetaban.

—Bueno, se trata realmente de una fábrica, jefe, y tal vez el mar provee la materia prima. Después de todo, así sucedió también en la Tierra, aunque de forma distinta... Yo creo que Nueva York es una fábrica de producir... ramanes.

Alguien, en alguna parte, dejó escapar una risita burlona; pero calló en seguida y no se identificó.

—¿Sabes, Ravi? —dijo el comandante por fin—, esa teoría es lo bastante descabellada como para resultar verdadera. Y no estoy muy seguro de que deseo verla probada..., al menos antes de volver a tierra firme.

Ese celestial Nueva York era casi tan ancho como la isla de Manhattan, si bien su geometría era totalmente distinta. Había pocas «calles» rectas; era un laberinto de arcos rotos, concéntricos, con rayos radiales que los unían. Por suerte, resultaba imposible perderse en el interior de Rama; una simple mirada al «cielo» era suficiente para establecer el eje norte-sur del mundo.

Se detuvieron en casi todas las intersecciones para tomar una serie de vistas panorámicas. Cuando todos esos cientos de fotografías fueran clasificadas, sería un trabajo tedioso, pero no difícil construir un modelo en escala de la ciudad. Norton sospechaba que el rompecabezas resultante mantendría a los científicos ocupados durante generaciones.

Era aún más difícil acostumbrarse al silencio en ese lugar de lo que había sido en la planicie de Rama. Una ciudad maquinaria debía producir algún ruido; sin embargo no se percibía ni el más débil de los zumbidos eléctricos, ni el mínimo roce de un movimiento mecánico. Varias veces Norton apoyó la oreja en el suelo, o en el costado de un edificio, y escuchó con atención. Nada pudo oír excepto el pulso de su propia sangre.

Las máquinas dormían; no producían ni el menor tictac. ¿Volverían a despertar alguna vez, y con qué propósito? Todo estaba allí en perfectas condiciones, como de costumbre. No costaba mucho creer que la acción de cerrar un simple circuito en alguna oculta y paciente computadora, haría que todo este laberinto reviviera.

Cuando por fin llegaron al extremo más lejano de la ciudad, se subieron a lo alto del malecón circundante y miraron hacia el sector sur del mar. Durante largo rato Norton contempló el risco de quinientos metros que los excluía de casi la mitad de Rama, y, a juzgar por sus exámenes telescópicos, la mitad más compleja y variada. Desde ese ángulo aparecía envuelto en tinieblas espesas, ominosas, y era fácil imaginarlo como el muro de una prisión que rodeaba todo un continente. En ninguna parte a lo largo de su completo círculo había escaleras o cualquier otro medio de acceso.

Se preguntó cómo los ramanes cruzaban hacia la región sur desde Nueva York. Probablemente existía un sistema de transporte que corría por debajo del mar, pero también debían contar con naves aéreas porque había muchos espacios abiertos allí, en la ciudad, que podían utilizarse como campos de aterrizaje. Descubrir un vehículo ramán significaría un logro estupendo, sobre todo si pudieran aprender a manejarlo. (Aunque, ¿podía cualquier concebible fuente de energía seguir funcionando después de varios cientos de miles de años?). Había numerosas estructuras que mostraban la apariencia funcional de hangares o cocheras, pero eran enteramente lisas, sin puertas ni ventanas, tal como si hubiesen sido rociadas con un sellador. Tarde o temprano, se dijo Norton ceñudamente, se verían obligados a utilizar explosivos y rayos Láser. Pero estaba decidido a postergar esta decisión hasta el último momento posible.

Su renuncia a utilizar la fuerza bruta se basaba parte en el orgullo y parte en el temor. No deseaba conducirse como un bárbaro tecnológico que destruía lo que no lograba entender. En definitiva, era un visitante no invitado en este mundo, y debía proceder en consecuencia.

En cuanto al temor, quizá ése fuera un término demasiado fuerte. Aprensión le cuadraba mejor. Los ramanes parecían haberlo planeado y previsto todo. Él no estaba ansioso por descubrir las medidas de precaución que habían tomado para proteger su propiedad.

Cuando regresara a «tierra firme», sería con las manos vacías

Libélula

E
l teniente James Pak era el oficial más joven a bordo del
Endeavour
, y ésa era sólo su cuarta misión en el espacio lejano. Era ambicioso, y figuraba en la lista de ascensos; pero había cometido una seria infracción al reglamento en vigencia. Se explicaba, por lo mismo, que tardara bastante en decidirse.

Sería una jugada peligrosa; si perdía, se encontraría metido en un grave problema. No sólo arriesgaría su carrera, su futuro sino incluso su vida. Pero si triunfaba, se vería convertido en un héroe. Lo que finalmente le convenció no fue ninguno de esos argumentos; fue la seguridad de que, si no hacia nada ahora, pasaría el resto de su vida lamentando la oportunidad perdida.

Sin embargo, vacilaba todavía cuando pidió al comandante Norton una entrevista privada.

—¿De qué se trata ahora? —se preguntaba Norton al analizar la expresión indecisa del rostro del joven oficial. Recordaba la delicada entrevista con Boris Rodrigo; pero Pak no era por cierto del tipo religioso. Los únicos intereses que había demostrado fuera de su trabajo eran el deporte y el sexo, preferentemente combinados.

Era difícil que se tratara de lo primero, y Norton confiaba en que no fuera lo segundo. Había tropezado con la mayoría de los problemas que un oficial comandante podía encontrar en ese departamento, excepto el ya clásico de un nacimiento imprevisto en el curso de una misión. Aunque esta situación era el tema de innumerables chistes, a él todavía no le había tocado afrontarla, pero no se hacía ilusiones al respecto: todo era cuestión de tiempo.

—Bien, Jimmy, ¿qué pasa?

—Tengo un idea, comandante. Sé cómo puedo llegar al continente sur, incluso al Polo Sur.

—Le escucho. ¿Cómo se propone hacerlo?

—Esto... volando hasta allí.

—Jimmy, ya he recibido cinco proposiciones para hacerlo, más, si contamos algunas disparatadas sugerencias procedentes de la Tierra. Hemos considerado la posibilidad de adaptar los propulsores de nuestros trajes espaciales, pero la resistencia opuesta por el aire de Rama los tornaría ineficaces por completo. Quedarían sin combustible antes de haber hecho diez kilómetros.

—Lo sé, comandante. Pero tengo la solución.

La actitud de Pak era una curiosa mezcla de completa confianza y nerviosismo a duras penas reprimido. Norton se sentía desconcertado. ¿Qué preocupaba tanto al muchacho? Con seguridad conocía lo suficiente a su superior para saber que ninguna propuesta razonable sería recibida con frialdad.

—Bien, ¡adelante! Si da resultado, veré que su ascenso sea retroactivo.

Esa mitad promesa, mitad broma, no fue recibida tan bien como esperaba. Jimmy le dirigió una sonrisa algo torcida, hizo dos o tres falsos comienzos, y por fin se decidió por un rodeo.

—Usted sabe, comandante, que yo participé en las olimpíadas Lunares el año pasado.

—Desde luego. Siento que no haya ganado.

—Tenía un mal equipo. Sé ahora cuál fue el fallo. Tengo amigos en Marte que han estado trabajando en eso, en secreto. Queremos dar una sorpresa a todos.

—¿Marte? Pero yo no sabía...

—Son muchas las personas que no lo saben. El deporte en cuestión es todavía muy nuevo allí; sólo se intentó en el Campo de Deportes Xante. Pero los mejores aerodinamicistas del sistema solar se encuentran en Marte. Si es usted capaz de volar en «esa» atmósfera, puede volar en cualquier parte.

»Ahora bien, mi idea fue que si los marcianos podían construir una buena máquina, con toda la técnica que ellos tienen, ésta daría resultados bárbaros en la Luna, donde la gravedad es sólo la mitad.

—No está mal pensado, pero, ¿de qué nos sirve eso a nosotros? —Norton comenzaba a adivinar, pero quería dar a Jimmy soga suficiente.

—Bueno, comandante, yo formé un sindicato con algunos amigos en Puerto Lowell. Ellos han construido un aparato aerostático, con algunos refinamientos que nadie ha visto hasta ahora. En la gravedad lunar, debajo de la cúpula olímpica, causará sensación.

—Y conquistará usted la medalla de oro.

—Así lo espero, comandante.

—Permítame ver si sigo correctamente la corriente de su pensamiento, Jimmy. Una cometa mecánica que podría ser utilizada en las Olimpíadas Lunares, a un sexto de una gravedad, tendría una actuación mucho más destacada, sensacional diríamos, en el interior de Rama, donde no hay gravedad. Podría usted volar con ella a lo largo del eje, desde el Polo Norte al Polo Sur, y de regreso.

—Sí, fácilmente. El vuelo directo supondría unas tres horas, sin paradas. Por supuesto uno puede detenerse para descansar en cualquier momento que lo desee, en tanto se mantenga cerca del eje.

—Es una brillante idea y le felicito —dijo Norton—. Lástima que las cometas con piloto no integren el equipo corriente de las naves de Vigilancia Espacial.

Jimmy pareció tener dificultad en responder. Abrió la boca varias veces, pero nada sucedió.

—Está bien, Jimmy. Tan sólo para satisfacer mi morbosa curiosidad, y fuera de programa: ¿cómo se las arregló para meterlo de contrabando a bordo?

—Esto... «artículo de esparcimiento».

—Bueno, por lo menos no mintió. ¿Y cuál es su peso?

—Sólo veinte kilos, comandante.

—¡Sólo veinte kilos! Con todo, no es tan malo como esperaba. En realidad, me asombra que se pueda construir uno de esos aparatos con tan poco peso.

—Algunos pesaban sólo quince kilos, pero eran muy frágiles y por lo general se torcían cuando completaban un giro. No hay peligro de que ocurra eso con la
Libélula
. Como ya le he dicho es totalmente aerobática.


Libélula
—repitió Norton—. Bonito nombre. Dígame ahora cuál es su plan para utilizarla; luego decidiré yo si merece un ascenso, o un consejo de guerra. O ambas cosas.

Vuelo de bautismo

L
ibélula
era por cierto un nombre acertado. Las largas alas ahusadas eran casi invisibles, excepto cuando la luz chocaba contra ellas desde ciertos ángulos y producía su refracción en los tonos del arco iris. Era como si una burbuja de jabón hubiera sido envuelta alrededor de un delicado encaje de delgadas láminas de metal; la envoltura del pequeño objeto volador era una película orgánica de un grosor de unas pocas moléculas y lo bastante fuerte sin embargo como para controlar y dirigir los movimientos a una velocidad aérea de cincuenta kilómetros por hora.

El piloto —que era a la vez fuerza motriz y sistema de dirección— ocupaba un diminuto asiento en el centro de gravedad, en una posición semirreclinada para reducir la resistencia del aire. Ejercía el control por medio de una varilla que podía ser movida hacia atrás y hacia adelante, a derecha e izquierda; el único «instrumento» era un pedazo de cinta sujeta al borde delantero para indicar la dirección relativa del viento.

Una vez que la bicicleta aérea estuvo armada en el cubo, Jimmy Pak no permitió que nadie la tocara. Sabía que el manipularla con torpeza podía quebrar algunas de las delicadas fibras de la estructura central, y también que esas alas resplandecientes eran una tentación casi irresistible para dedos entremetidos. Costaba creer que «realmente» había algo allí.

Mientras contemplaba cómo Jimmy subía al pequeño y extraño aparato volador, Norton comenzó a sentirse atenazado por la duda. Si uno de esos puntales delgados como el alambre se rompía cuando la
Libélula
estuviera del otro lado del Mar Cilíndrico, Jimmy no tendría modo de regresar, aun cuando lograra realizar un buen descenso. Además, estaban quebrantando una de las más sacrosantas reglas de la exploración en el espacio; un hombre viajaría solo a un territorio desconocido, fuera de toda posibilidad de ayuda. El único consuelo residía en el hecho de que podrían verle y comunicarse con él en todo momento. Si ocurría un desastre, sabrían con exactitud qué le había sucedido.

De todas maneras, esta oportunidad era demasiado buena para desperdiciarla. Si uno creía en el destino, significaría desafiar a los mismos dioses el desdeñar la única posibilidad que se les presentaba —que acaso nunca se les presentaría— para llegar al otro lado de Rama y ver de cerca los misterios del Polo Sur. Jimmy sabía lo que intentaba hacer, mucho mejor de lo que podía decírselo cualquier miembro de la tripulación. Esta era justamente la clase de riesgo que debía correrse; si la misión fracasaba, pues ésa era la alternativa del juego: imposible ganarlas todas.

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