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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Cita con Rama (28 page)

BOOK: Cita con Rama
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Imposible consultar con la Tierra; ya le habían advertido que cualquier mensaje podía ser interceptado, tal vez por dispositivos colocados en la misma bomba. Eso dejaba toda la responsabilidad en sus manos.

Había una historia que él oyó en alguna parte sobre un presidente de los Estados Unidos —¿era Truman o Pérez?— que tenía un letrero donde se leía: «El gamo se detiene aquí.» Norton no estaba muy seguro de saber qué era un gamo, pero sí sabía cuándo se había detenido uno frente a su escritorio.

Podía optar por no hacer nada, y esperar hasta que los mercurianos le aconsejaran partir. ¿Cómo verían eso los historiadores del futuro? Aunque a Norton no le preocupaba gran cosa la fama o infamia póstuma, no quería ser recordado para siempre como el cómplice de un crimen cósmico que estuvo en su poder evitar.

Y el plan era perfecto. Como era de esperarse, Rodrigo había pensado en todo, pulido cada detalle, previsto cada posibilidad, aun el remoto peligro de que la bomba estallara al manipularla. Si eso ocurría, el
Endeavour
estaría a salvo detrás del bulto de Rama. En cuanto al propio Rodrigo, parecía considerar la posibilidad de una apoteosis instantánea con completa ecuanimidad.

Sin embargo, aun cuando la bomba pudiera ser desmantelada con éxito, la hazaña estaba lejos de poner punto final al asunto. Era probable que los mercurianos hicieran un nuevo intento, a menos que se encontrara la manera de detenerlos. De todos modos, se habrían ganado semanas de tiempo; Rama estaría ya lejos del perihelio antes de que otro misil pudiera darle alcance. Para entonces los peores temores de los alarmistas se habrían refutado... o confirmado.

Actuar o no actuar, ésa era la cuestión. Nunca se había sentido Norton tan identificado con el príncipe de Dinamarca. Hacia cualquier lado que se inclinara, las posibilidades para el bien o el mal parecían estar en perfecto equilibrio. Afrontaba una de las decisiones más difíciles desde el punto de vista moral. Si decidía mal, lo sabría en seguida. Pero si lo hacía bien, tal vez jamás pudiera probarlo.

De nada servía seguir apoyándose en argumentos poco lógicos, y tampoco el interminable proyectar de alternativas futuras. En esa forma podía seguir dando vueltas eternamente. Había llegado el momento de escuchar las voces interiores.

Devolvió la serena y firme mirada de Cook a través de los siglos.

—Estoy de acuerdo con usted, capitán —murmuró—. La raza humana tiene que vivir con su conciencia. Cualesquiera que sean los argumentos de los mercurianos, la supervivencia no lo es todo.

Oprimió el timbre de llamada para el circuito del puente de mando y dijo con lentitud:

—Teniente Rodrigo, quisiera verle.

Luego cerró los ojos, enganchó los pulgares en las correas que sostenían su silla, y se preparó para disfrutar de un breve instante de total relajamiento físico y mental. Tal vez pasara tiempo antes de volver a experimentarlo.

Saboteador

E
l pequeño aparato, algo así como una motocicleta, había sido desguarnecido de todo equipo innecesario; era ahora una simple armazón que contenía los sistemas de propulsión, dirección y sostenimiento. Hasta se le quitó el asiento del segundo piloto, porque cada kilogramo extra de masa se pagaba con tiempo de misión.

Esa era una de las razones, aunque no la más importante, por la que Rodrigo insistió en ir solo. Se trataba de un trabajo tan simple que no hacían falta otras manos, y la masa de un pasajero costaría varios minutos de tiempo de vuelo. Ahora el aparato desnudo aceleraría a más de un tercio de una gravedad y podría hacer el viaje desde el
Endeavour
a la bomba en cuatro minutos. Eso dejaba seis minutos de margen. Debía bastar.

Rodrigo sólo volvió la cabeza una vez cuando dejó la nave espacial. Comprobó que, de acuerdo con el plan, el
Endeavour
se había separado del eje central y se alejaba con suavidad desplazándose a través del disco giratorio de la cara norte. Para cuando él hubiese alcanzado la bomba, el
Endeavour
habría colocado todo el grosor de Rama entre ellos.

Se tomó tiempo para volar sobre la planicie polar. No había prisa allí, porque las cámaras de la bomba no podían enfocarle todavía, y en consecuencia podía ahorrar combustible. Luego dio la vuelta al borde curvado del mundo, y allí estaba el misil resplandeciente a una luz del sol más intensa que la que brillaba sobre el planeta de su nacimiento.

Rodrigo ya había manipulado según las instrucciones de dirección. Ahora inició la secuencia, y el aparato dio vueltas en sus giróscopos y llegó al impulso total en una cuestión de segundos. Al principio la sensación de peso pareció aplastante, pero Rodrigo se adaptó a ella en seguida. A fin de cuentas había soportado el doble con bastante comodidad en el interior de Rama, y había nacido bajo tres veces el mismo peso en la Tierra.

La inmensa pared curvada del cilindro de cincuenta kilómetros se desplazaba lentamente debajo de él, mientras su moto se dirigía directamente a la bomba. Sin embargo era imposible juzgar las dimensiones de Rama, ya que era completamente liso y tan carente de rasgos característicos que resultaba difícil decir si giraba o no.

A los cien segundos de tiempo de misión se aproximaba a la mitad de la distancia prevista. La bomba se encontraba todavía a demasiada distancia para permitirle apreciar ningún detalle, pero parecía aún más brillante contra el cielo negro azabache. Era extraño no ver estrellas, ni siquiera la brillante Tierra, o el deslumbrante Venus. Los filtros negros que protegían sus ojos del mortal resplandor lo hacían imposible. Rodrigo intuía que estaba batiendo un récord; probablemente ningún otro hombre se había dedicado a trabajar fuera de la nave madre tan cerca del sol. Era una suerte para él que la actividad solar fuera tan reducida.

A los dos minutos, diez segundos, el impulso descendió a cero y el aparato giró 180 grados. Recobró el impulso total instantáneamente, pero ahora la velocidad disminuía a la misma loca proporción de tres metros por segundo al cuadrado, más aún en realidad, puesto que había perdido casi la mitad de su masa propulsora. La bomba estaba a veinticinco kilómetros de distancia. Llegaría en otros dos minutos. Había alcanzado la velocidad máxima de mil quinientos kilómetros por hora, lo cual para una «motocicleta del espacio» era la locura total, y probablemente otro récord. Pero ésta no podía considerarse como una misión de rutina, y él sabía con precisión lo que estaba haciendo.

La bomba iba creciendo en tamaño, y ahora Rodrigo podía ver la antena principal dirigida hacia la invisible estrella de Mercurio. A lo largo de esa línea de transmisión, la imagen de su cercano vehículo había estado centelleando a la velocidad de la luz durante los últimos tres minutos. Todavía quedaban dos antes de llegar a Mercurio.

¿Qué harían los mercurianos cuando le vieran? La consternación sería general, por supuesto. Comprenderían instantáneamente que él se había encontrado con el misil varios minutos antes de que ellos se enteraran de que estaba en camino. Probablemente algún oficial de guardia, llamaría a una autoridad más alta; eso llevaría más tiempo. Pero aun en el peor de los casos —aun cuando el oficial de guardia tuviera autoridad para detonar la bomba y apretara el botón en seguida— la señal tardaría otros cinco minutos en llegar.

Aunque Rodrigo no hubiera hecho una apuesta —los Cristianos del Cosmos jamás apostaban ni jugaban— estaba seguro de que no se produciría una reacción instantánea. Los mercurianos vacilarían en destruir un vehículo de reconocimiento procedente del
Endeavour,
aun cuando sospecharan sus motivos. Ciertamente intentarían primero alguna forma de comunicación, y ello significaría más dilaciones.

Y había una razón todavía mejor: no desperdiciarían una bomba gigante en destruir una simple motocicleta. Y sería desperdiciada si se la hacía estallar a veinte kilómetros de su blanco. Tendrían que desplazarla primero. ¡Oh, sí, contaba con tiempo suficiente, y más!... Pero seguiría suponiendo lo peor. Procedería como si el impulso del disparador fuese a llegar en el mínimo plazo posible: apenas cinco minutos.

Mientras el pequeño vehículo se acercaba en los últimos cientos de metros, Rodrigo comparaba rápidamente los detalles que ahora podía ver con aquellos que había estudiado en las fotografías tomadas a larga distancia. Lo que sólo había sido una colección de fotos se convertía en duro metal y liso plástico, no ya algo abstracto sino una mortífera realidad.

La bomba era un cilindro de unos diez metros de largo y tres de diámetro —por una extraña coincidencia— casi de las mismas proporciones que Rama. Estaba unido al armazón del vehículo conductor por un enrejado de cortas viguetas en forma de I. Por alguna razón, probablemente relacionada con la situación del centro de la masa, estaba colocado en ángulo recto con relación al eje del vehículo conductor, de modo que producía la siniestra y apropiada impresión de una cabeza de martillo. Era en verdad un martillo, lo bastante poderoso como para aplastar un mundo.

Desde cada extremo de la bomba, un montón de cables trenzados se extendían a lo largo del costado cilíndrico y desaparecía a través del enrejado en el interior del vehículo. Toda comunicación y todo control estaban allí; no había antenas de ninguna especie en la bomba misma. Rodrigo sólo tenia que cortar esos dos juegos de cables y no quedaría más que un inofensivo metal inerte.

Aunque esto era ni más ni menos lo que había esperado, parecía demasiado fácil. Consultó su reloj: pasarían otros treinta segundos antes de que los mercurianos, aunque lo hubieran estado observando cuando rodeó el borde de Rama, se enteraran de su existencia. Tenía cinco minutos absolutamente seguros para un trabajo ininterrumpido, y el noventa por ciento de probabilidades de un lapso mucho más prolongado.

Tan pronto como su propio vehículo se detuvo, por completo, Rodrigo lo amarró al armazón del misil de modo que los dos formaran una estructura rígida. Este trabajo le significó apenas unos segundos. Ya había escogido sus herramientas y saltó en seguida de su asiento, sólo ligeramente estorbado por la rigidez de su traje espacial.

Lo primero que descubrió inspeccionando fue una pequeña placa de metal con la siguiente inscripción:

Departamento de Ingenieria Energética

Sección «D-47» Sunset Boulevard Vúlcanópolis, 17464.

Para información dirigirse a Henry K Jones

Rodrigo sospechaba que dentro de algunos minutos el señor Jones estaría muy ocupado.

Las pesadas pinzas hicieron un trabajo rápido con los cables. Mientras separaba los primeros hilos, Rodrigo apenas dedicó un pensamiento a los fuegos del infierno encerrados a unos pocos centímetros de distancia. Si su manipuleo con la pinza los conectaba, ni siquiera se daría cuenta.

Volvió a mirar su reloj; eso le había llevado menos de un minuto, lo que significaba que iba bien de tiempo. Ahora les tocaba el turno a los cables interiores, y luego, de vuelta a casa a la vista de los furiosos y frustrados mercurianos.

Comenzaba a trabajar con la pinza en el segundo conjunto de cables cuando sintió una débil vibración en el metal que tocaba. Sobresaltado, echó una mirada a lo largo del cuerpo del misil. El característico resplandor azul-violeta de una tobera de plasma en acción aleteaba alrededor de uno de los propulsores de control de posición. El misil se preparaba para desplazarse.

El mensaje proveniente de Mercurio era breve y devastador. Llegó dos minutos después de que Rodrigo hubiera desaparecido por el borde de Rama.

Al comandante del
Endeavour
desde el control espacial de Mercurio, Infierno Oeste. Dispone usted de una hora desde la recepción de este mensaje para abandonar la vecindad de Rama. Se te sugiere seguir con la máxima aceleración a lo largo del eje de rotación. Solicitamos acuse de mensaje. Fin del mensaje.

Norton lo leyó con absoluta incredulidad, seguida de una intensa cólera. Experimentó el infantil impulso de responder con otro mensaje señalando que toda su tripulación se encontraba diseminada en el interior de Rama y tardaría horas en evacuarlos a todos. Pero con eso no lograría nada, excepto tal vez probar la determinación y descaro de los mercurianos.

¿Y por qué se habían decidido a actuar a varios días del perihelio? Se preguntó si tal vez la creciente presión de la opinión pública se estaba volviendo insoportable y por lo mismo habían decidido presentar al resto de la especie humana un
fait accompli.
La explicación parecía fallar por su base, porque tal sensibilidad habría estado totalmente fuera de carácter.

No había forma de hacer volver a Rodrigo, porque su vehículo se encontraba ahora en el radio de sombra de Rama y el contacto estaría suspendido hasta que volviera a la línea de visión. Eso no ocurriría hasta que la misión hubiera sido completada... o hubiera fracasado.

Tendría que esperar. Quedaba aún tiempo suficiente, unos cincuenta minutos. Entretanto, había decidido ya cuál sería la respuesta más efectiva para Mercurio.

Ignoraría el mensaje por completo, y esperaría a ver cómo reaccionaban los mercurianos.

La primera sensación de Rodrigo cuando la bomba comenzó a moverse no fue de miedo por su integridad física, sino de algo mucho más devastador. Él creía que el universo funcionaba de acuerdo con leyes estrictas, que ni siquiera Dios podía desobedecer, y mucho menos los mercurianos. Ningún mensaje podía viajar más rápido que la luz; él estaba cinco minutos adelantado a cualquier cosa que Mercurio pudiera hacer.

Lo que estaba ocurriendo sólo podía ser una coincidencia fantástica, y acaso mortal, pero nada más que eso. Por casualidad se debió transmitir a la bomba una señal de control al mismo tiempo que él se alejaba del
Endeavour.
Y mientras él viajaba cincuenta kilómetros, la señal había cubierto ochenta millones.

O quizá sólo se trataba de un cambio automático de posición, a fin de contrarrestar el recalentamiento de alguna parte del vehículo conductor. Había lugares donde la temperatura de la corteza se aproximaba a los mil quinientos grados, y por lo mismo él se había cuidado de mantenerse lo más distante posible y a la sombra.

Un segundo jet se encendió, corrigiendo el giro dado al misil por el primero. No; esto no era un simple ajuste técnico. La bomba se orientaba para apuntar hacia Rama.

Inútil preguntarse por qué estaba ocurriendo algo así, en este preciso momento en el tiempo. Había una cosa en su favor, pensó Rodrigo. El misil era un objeto de baja aceleración; un décimo de «g» era el máximo que podía soportar. Él podía continuar.

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