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Authors: Alberto Bermúdez Ortiz

Tags: #Terror

Zoombie (7 page)

BOOK: Zoombie
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—Sí —respondió—, son de Julio Verne, ¿no? ¿Qué coño tiene eso que ver ahora?

—¿Y de qué trataban?

—El primero de un viaje a la luna, y el segundo, del capitán Nemo. Con su submarino… ¿Pero de qué vas?, ¿me estás examinando o algo así?

—¿En qué año fueron escritos?

—Joder —resopló—, yo qué sé, hace mucho. Del siglo pasado, ¿no?

—Dime una cosa: ¿crees que respondían a una realidad de su época?

—Sí, sí, vale, ya sé lo que quieres decir, listo, pero no es lo mismo. Hablamos de zombis, joder, no de construir una nave espacial. Personas que están muertas que se comen a otras que están vivas… eso no se inventa.

—¿Por qué no?

Me subí los pantalones y me di la vuelta, arreglándomelas de nuevo para encajar la pistola en su sitio. Creo que fue entonces cuando, a raíz de la conversación, asaltó mi mente un pensamiento peregrino, fugaz: no me había parado a pensar en el desencadenante del holocausto Z, básicamente porque no me parecía importante: era algo que tenía que ocurrir tarde o temprano. El caldo primigenio social, político y económico sobre el que se cimentaría hacía tiempo que existía, por lo que no tendría que pasar mucho tiempo para que se manifestase. Era, como digo, simplemente cuestión de tiempo. De todas formas, terminé argumentando la explicación más conocida:

—Los zombis ya existen. Hay autores que describen el proceso de zombicación que se lleva a cabo en ciertas zonas del planeta, concretamente en Haití, donde por medio de algunas sustancias o procesos nigrománticos algunas personas, normalmente hechiceros, pueden devolver la vida a los muertos, que quedan sometidos a la voluntad de quien los revive. Claro que evidentemente no es el caso que nos ocupa, pues éstos gozan de total autonomía y no obedecen a caudillo alguno —al acabar la frase, empezó a fraguarse lo que sería mi hipótesis de la «conspiración zombi». Mi interlocutor se había quedado boquiabierto y a la expectativa por si le proporcionaba más información sobre el asunto. Yo andaba sumido en pleno trance mental deductivo sin articular palabra, por lo que creyó que había llegado su turno de réplica.

—Para el carro, para el carro. Ese rollo de los zombis en Haití ya me lo sé, vi un reportaje en la tele… No había por donde cogerlo… Además…

Sé que el Boti seguía hablando y reclamaba mi atención, aunque sus palabras resonaban en mi interior como en un segundo plano, difuminadas por el proceso mental analítico que estaba experimentando. Se habían sugerido varías teorías al respecto: experimentos científicos, meteoritos portadores de virus, ensayos militares y otras que podrían ser igualmente ciertas, pero no recuerdo ninguna que sostuviese la posibilidad de un ataque orquestado por intereses puramente personalistas. ¿Qué pasaría si alguien hubiera descubierto la manera de controlar a un ejército de muertos con el propósito de conseguir la destrucción total o parcial del orden establecido y obtener así una posición estratégica comercial, empresarial, social o económica privilegiada? La sensación de haber dado en el clavo se apoderó de mí, y la taquicardia que experimentaba así lo ponía de manifiesto. Durante ese lapso de tiempo, mi cerebro, ajeno al mundo exterior, trabajaba en la elaboración de una teoría que daba explicación a la invasión zombi. Pero ¿quién o, mejor, quiénes —ya que se requería un despliegue logístico ingente— eran los responsables? Repasé mentalmente las noticias previas al inicio de los ataques: la coyuntura económica era la peor de los últimos cincuenta años, una especie de crac económico mundial; las bolsas registraban caídas nunca vistas; empresas con solvencia y buques insignia de primeras potencias mundiales se habían ido a pique; despidos masivos hacían que el paro se incrementase sin control; bancos rescatados por los gobiernos… En definitiva, el sistema económico capitalista había hecho aguas. Todas las medidas adoptadas para revertir la situación no estaban dando resultados, la población empezaba a ponerse nerviosa y algunos estamentos reclamaban un nuevo orden social y económico. Los ataques terroristas estaban en pleno auge, y todo el sistema económico-social del mundo desarrollado, puesto en entredicho. No había más remedio que empezar de cero, desde la base, con fundamentos sólidos: un borrón y cuenta nueva a escala nunca antes imaginada. Una población reducida y desmoralizada era fácilmente controlable y podía ser sometida a cualquier voluntad.

Un zarandeo me sacó de mis elucubraciones: era el Boti, que reclamaba atención. Era necesario un análisis más profundo. No podía perder más tiempo, así que decidí salir de allí y refugiarme en mi campamento base para meditar sobre el tema y plantear actuaciones al respecto. Me levanté y me despedí de él mientras soltaba toda clase de improperios sobre mi persona que no reproduciré. Aun así, le eché una mano bajando la persiana de la puerta de entrada, cogí las inyecciones y las jeringuillas y escapé. Una última pregunta se me escapó de los labios:

—¿Y tú por qué has decidido quedarte?

—Mi mujer no se encuentra bien, ya sabes, cosas de mujeres…

La MF había sido, en general, todo un éxito; no sólo por cumplir el objetivo, sino porque había germinado lo que bauticé como la «teoría del borrón y cuenta nueva» (TBCN). Además, ahora formaba parte de la Resistencia, al menos si no de forma oficial, sí de manera oficiosa. Eso era algo que requería la elaboración de otro plan, pero, dado que todavía tenía que ejecutar los demás, dejé esta cuestión sin resolver. Conduje hasta casa sin novedades dignas de mencionar. Aparqué el coche en la puerta (como XY-Z había sido eliminado, no suponía riesgo alguno, y sí un beneficio en caso de emergencia), entré en el apartamento activando los sistemas de seguridad y me encendí una pipa.

Desde mi campamento base, como un general en su tienda de campaña observando la disposición de sus tropas, me dispuse a dar forma a la TBCN, pero la providencia quiso que, en el gozo de la pipa, me quedase totalmente en blanco y no pudiese pensar más que en comer algo. El efecto laxante del tabaco hizo que visitara el lavabo: parecía que después de mis anteriores experiencias con respecto al tema, todo estaba volviendo a la normalidad. Mirando mi reloj, confirmé que era tiempo de dar consuelo a mi estómago y disfruté de una comida reconfortante. Morfeo me sorprendió en el sofá, mientras terminaba de fumar.

Me desperté sobresaltado, sudando y tiritando: es posible que la ingesta masiva de alimentos hubiera provocado una digestión pesada. Es sabido que no es recomendable irse a dormir con el estómago lleno, y menos si éste contiene unos chorizos y unas morcillas de Burgos: puesto que no los necesitaba como moneda de cambio, no vi inconveniente en dar buena cuenta de algunos de ellos antes de que se estropeasen o perdieran propiedades. Como causa subyacente, tomé en consideración que la enfermedad hubiera pasado a su siguiente estadio: seguía con cefalea y me encontraba cansado y congestionado.

La cuestión es que durante la cabezadita diferentes ensoñaciones turbaron mi descanso, aunque sólo recuerdo una. En ella, un dirigente de un país oriental (no sabría decir cuál, porque su cara era la viva imagen de nuestro presidente del gobierno, aunque con las ropas típicas de un país musulmán), desde lo que parecía la Casa Blanca, pronunciaba un discurso a su grey, que se agolpaba en los Campos Elíseos coreando la frase «Zeta power, Zeta power» cada vez que el orador alzaba la voz y aprovechaba para dar una calada a un puro al que curiosamente pude leer la vitola: Monster Cristi, rezaba. «Ha llegado la hora. La opresión ha terminado, preparaos para dominar el mundo. Ahora sois libres»… y otras frases por el estilo que no recuerdo literalmente. La cosa es que la masa zombi iba en aumento, porque debajo de la Puerta de Brandenburgo un comando del ejército nazi inyectaba una sustancia luminiscente a los espontáneos que querían someterse a la voluntad del orador. La fila de voluntarios se perdía en el horizonte: la formaban pedigüeños, condenados a muerte (no sé cómo deduje este hecho, pero sabía que lo eran), negros de África con signos evidentes de estar padeciendo el estigma de la hambruna y otras gentes que obviamente encontraban en formar parte del ejército Z mayor recompensa que la de seguir viviendo de la misma manera. Una vez infectados con el virus Z (era lo que ponía la etiqueta de los bidones que contenían la sustancia de la que el encargado de suministrarla llenaba la jeringuilla), el individuo se transformaba en Z siguiendo cinco pasos: esto lo sé porque los que formaban la fila coreaban la cuenta atrás desde la inyección hasta la metamorfosis. Todos contaban: «uno, dos, tres, cuatro…», y cuando el individuo experimentaba los primeros cambios en su anatomía (empezaba por palidecer), un júbilo exacerbado se apoderaba de los primeros de la fila mientras el nuevo miembro pasaba a integrarse en el ejército Z (al ingresar a filas eran obsequiados con una pieza de carne humana que devoraban en un santiamén y con un uniforme nazi). «Ya no pasaréis hambre: la carne de aquellos que os oprimen será vuestro sustento.» Seguía orando. En el sueño yo estaba escondido en lo alto del único árbol, que se encontraba a escasos metros del lugar donde el caudillo pronunciaba su discurso, por lo que escapar se hacía misión imposible. Mi máxima prioridad era no moverme y no llamar la atención para no ser descubierto. Cuando la arenga entraba en su recta final, un prurito nasal incontrolable me hizo estornudar delatando mi presencia en la copa del árbol. Instintivamente dirigía la mirada hacia el orador buscando que alzase el dedo pulgar para indicar a los devorahombres que me dejasen vivir. Lo último que recuerdo del sueño es un
traveling
de la sonrisa del presidente diciéndome: «Buenas noches y buena suerte».

El recuerdo de la vivencia onírica empeoró mi salud. Me levanté y me puse el termómetro: 38,5 ºC; tenía fiebre, y aún no era hora de la segunda inyección de penicilina. La próxima debía ponérmela yo mismo, lo que acrecentó el desánimo del que estaba siendo víctima durante los últimos minutos, pero, sin sucumbir a su reclamo, me tomé una aspirina, saqué fuerzas de flaqueza y me dispuse a llevar a cabo la MS: deshacerme del cadáver del remuerto.

Me precipité escaleras arriba dispuesto a ejecutar la penosa tarea. Todavía quedaba una hora de luz y disponía de tiempo suficiente. Tenía prevista la logística necesaria: manta para envolver el cadáver (al final opté por una vieja sábana que no utilizaba), guantes para su manipulación (de nuevo los recurridos guantes de mi asistenta), gafas de seguridad (las utilizadas en el proceso de inspección de mis ropas), un pañuelo a modo de mascarilla y… de repente caí en el terrible descuido en el que había incurrido: no contaba con el combustible que necesitaba para prender fuego a XY-Z. Aquello suponía un contratiempo que retrasaría la operación, con la consecuente exposición al peligro. Mi mente, aunque mermada en sus facultades, resolvió el problema: utilizaría combustible del coche de XY-Z. Con un tubo flexible lo suficientemente largo, que introduciría en el depósito, y con unas aspiraciones, técnica sobradamente documentada, succionaría el preciado líquido inflamable. Busqué el tubo que habría de servirme para achicharrar al Z. No me resultó fácil encontrarlo, pero al final recordé que guardaba un tubo flexible naranja de bombona de butano y pensé que haría las veces dignamente. Estructuré la ejecución de la MS en tres partes: subiría al apartamento, envolvería a XY-Z en la sábana, lo arrastraría hasta el coche y lo transportaría hasta el parque. Una vez allí, succionaría la gasolina del depósito del coche. Por último, haría Z a la parrilla.

Ya delante del cadáver de XY-Z, me dispuse a proceder a enrollarlo en la sábana que haría de mortaja. Ataviado con el equipo de protección improvisado (tuve que prescindir de las gafas de sol porque con las persianas bajadas volvían a entorpecer el proceso), aparté la mesa, que estorbaba para la ejecución de éste, y tendí la sábana a la vera del cuerpo. Lo único que tenía que hacer era voltear el cuerpo encima de la sábana y después envolverlo en ella. Arrodillado a su lado, posé mis manos en el costado. Sabía que era el punto más delicado de la operación; además, suponía dejar a la vista la cara de XY-Z, o lo que quedaba de ella, algo que no me apetecía en absoluto. Me consolé pensando que sería la última vez que la vería y que el esfuerzo merecía la pena.

Hice de tripas corazón y empujé con fuerza en dirección a la sábana. El cuerpo rodó sobre sí mismo. Debido a un fallo en el cálculo de la fuerza que debía imprimir al cuerpo para que acabase dentro de la superficie de sábana, acabó por salirse por el otro lado y quedar boca arriba, aunque la expresión no sea exacta, ya que no tenía boca. Decúbito supino, entonces. La situación, por lo que suponía de demora, se había complicado. Para más inri, al darle el empujón al cuerpo, la inercia hizo que parte de la sustancia que impregnaba su rostro (mocos incluidos) describiese una parábola y fuese a alojarse en mi camiseta, lo que acabó revolviendo mi ya delicado estómago. Me vinieron unas arcadas horribles e incontrolables. Conté con el tiempo justo para bajar el pañuelo que hacía las veces de mascarilla y acabé arrojando parte de las morcillas y los chorizos sobre el lecho blanco del Z. Intenté evitarlo, pero lo único que conseguí fue agravarlo, pues al apretar los dientes para evitar el vertido estomacal, los ácidos gástricos, empujados por la presión de éste, buscaron una salida alternativa y la encontraron en mis fosas nasales. Al final tuve que abrir la boca. La presión fue tal que los restos de la interrumpida digestión acabaron aterrizando en la cabeza de XY-Z. No me extenderé, por lo escatológico del asunto, aunque lo menciono porque sirvió para mejorar el precario estado de mi estómago y aliviar el malestar del que era presa hasta antes del suceso. El único inconveniente fue que los ácidos acrecentaron la irritación de mi garganta, con lo que la sensación de quemazón se multiplicó.

Volví a colocar el pañuelo que había apartado en su sitio y empujé el cadáver: esta vez con la fuerza suficiente y necesaria para que acabase en el lugar previsto. Algo llamó mi atención: desde esta mañana, cuando había tenido lugar el enfrentamiento, el cuerpo parecía estar ya en un avanzado estado de descomposición que no encajaba con el tiempo que había transcurrido. Agradecía que mi sentido olfativo estuviese prácticamente anulado. Supongo que la degradación de estos individuos, muertos por segunda vez, era mucho más acelerada que la de un humano, razón de más para deshacerse lo más rápidamente posible del desperdicio.

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