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Authors: Alberto Bermúdez Ortiz

Tags: #Terror

Zoombie (5 page)

BOOK: Zoombie
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He curado la herida aplicando unas láminas de ajo (por tener virtudes cicatrizantes y antisépticas muy apreciadas, además de propiedades esotéricas que no he querido desaprovechar, ¡nunca se sabe!) y cubriéndola con un esparadrapo. Si todo va bien, mañana estaré totalmente restablecido. Retomo, pues, el orden cronológico del relato.

Me he levantado congestionado. Ayer ya experimenté cansancio, dolor de huesos y de garganta y una leve cefalea, aunque lo achaco todo al cansancio acumulado a lo largo del día. No ha sido óbice, en todo caso, para llevar a cabo mis hábitos higiénicos matutinos, prescindiendo, eso sí, de los acostumbrados ejercicios en el gim. Me he dispuesto para dar cumplimiento al primer punto del orden del día: contactar con mi vecino con objeto de intentar restablecer comunicación. Y si fuera posible, de agenciarme el arma.

La noche ha debido de ser dura para la humanidad: no había suministro de electricidad ni agua corriente. Me he quedado aislado, aunque, por suerte, el sistema autónomo del que gozo funciona a la perfección. Tampoco cuento con el parte diario de noticias, así que desconozco la evolución del ataque zombi; a la vista de los resultados, deben de estar ganando la partida. No era una cuestión sobre la que tuviera ninguna influencia, y su control quedaba fuera de mi alcance, por lo que no perdería el tiempo en lamentaciones. Había asuntos más urgentes que atender.

Al abrir la puerta de casa —por suerte recordaba la nueva contraseña—, lo he vuelto a percibir: ese olor, diluido ya por el paso de las horas, a pescado putrefacto. Había estado allí, en el rellano de mi casa, mientras dormía. Inmediatamente mis sentidos se han puesto en guardia. En principio, por la hora que era y luciendo el sol, no era peligroso, pero mi sentido arácnido me ponía sobre aviso otra vez. He vuelto a entrar en casa para tomar aire. Al final, he decidido seguir con el plan.

He encontrado la puerta de mi vecino entreabierta, lo cual me ha hecho temer el peor de los desenlaces. Un leve empujón ha terminado de abrirla y subrepticiamente me he colado dentro. Todo estaba a oscuras, y eso sólo podía significar una cosa: XY-Z había saciado su apetito con mi vecino. ¿Cómo había conseguido entrar y llevar a cabo su fechoría tan sigilosamente? El somnífero que tomé anoche antes de ir a dormir para procurarme un descanso reparador y el blindaje de las paredes han terminado por revelar lo obvio. He paseado la vista por todo el apartamento intentando discriminar cualquier posible pista. Me he detenido en una mesita delante del sofá: allí estaba, reluciendo en la oscuridad. Mi sentido arácnido me alertaba del peligro, pero acababa de descubrir la pistola y no podía desperdiciar la oportunidad de conseguirla.

Mi mente, aunque mermada de capacidades por la incipiente dolencia física, improvisó un plan: levantar las persianas para que el sol inundase las habitaciones, lo cual dejaría fuera de combate a los posibles moradores Z del apartamento. Si conseguía llevarlo a cabo, tan sólo tendría que agenciarme la pistola y salir pitando de allí. Era un plan simple pero efectivo.

Me deslicé por el comedor lo más sigilosamente que pude hasta llegar a la altura de la ventana que quedaba justo enfrente de la puerta principal y tiré de la cinta de la persiana con la esperanza de que los rayos solares iluminasen la estancia, pero la cruda realidad era que me había quedado con ella en la mano. Al mismo tiempo, la puerta por la que había accedido al salón se cerraba tras de mí.

Me he dado la vuelta de inmediato temiendo lo peor. Mi sentido arácnido no se equivocaba. Había cometido un error de principiante: al abrir la puerta, he ocultado a XY-Z justo detrás de ésta. Para colmo, la congestión nasal de la que era víctima no ha permitido a mi sentido olfativo detectar su pestilente presencia. La situación era complicada, aunque el hecho de que estuviese tuerto (
García
le había saltado un ojo con los últimos estertores de la muerte) y manco de las dos manos y la corta distancia que me separaba de la pistola lo colocaban en inferioridad de condiciones.

Plantado delante de mí, con el rictus revelando rigidez facial, ha esbozado una especie de sonrisa sardónica que ha terminado por helarme las venas. No tenía otra alternativa más que la de hacerme con el arma y vaciar el cargador sobre aquel Z. Sin pensarlo, con un ágil movimiento, he agarrado la pistola; XY-Z ni siquiera se había movido. En primera instancia lo atribuí a mi rapidez en la ejecución del movimiento, aunque estaba equivocado.

Nunca había disparado un arma corta, real, me refiero. De mi única experiencia con las armas tenía la culpa la feria, y mi puntería dejaba bastante que desear, aunque en mi defensa diré que todavía no me había operado de la vista. Otra cosa era el manejo de la pistola que SINO sacó al mercado para su consola, de la cual era un experto tirador. En cualquier caso, empuñando el arma con las dos manos, intenté recordar alguna secuencia de película que ilustrase el procedimiento correcto, pero no me venía ninguna a la mente. Apunté directamente al entrecejo de mi oponente: por primera vez fijábamos nuestras miradas el uno en el otro. Sentí reparo al pensar que tenía que desperdigar sus sesos por la habitación: era un Z, pero todavía, a pesar de su deteriorada apariencia física, conservaba los rasgos del encargado del centro comercial que conocía.

He sabido recuperarme del arrebato sentimental que da al traste con la vida de los que los sufren, tal y como había tenido ocasión de presenciar en innumerables ocasiones en algunas de las cintas de las que era consumidor habitual. Me disponía a apretar el gatillo, tenía la frente de XY-Z en la mirilla. La manifiesta superioridad invitaba a dedicar su muerte a aquellos a los que había infligido sufrimiento, aunque ello hubiera significado dedicarle su muerte a
García
, y a él mismo, lo que a la postre no me pareció tan buena idea. A punto de apretar el gatillo y de terminar con aquella agonía, el rostro de XY-Z empezó a manifestar mutaciones. No pude adivinar el significado de aquellas pequeñas manifestaciones faciales, más aun considerando la rigidez tetánica que presentaba la faz del susodicho. El ojo izquierdo ligeramente cerrado, la cabeza iniciando un ligero movimiento hacia atrás y mostrando la abertura de la boca, lo cual dejó a la vista unos dientes ralos y ennegrecidos, eran el presagio de lo que estaba a punto de presenciar. Interpreté que aquel desvencijado engendro estaba a punto de iniciar el ataque, así que apreté el gatillo: al instante XY-Z teñía indescriptiblemente la habitación mientras se doblaba sobre sí mismo. La detonación inundó la habitación; un hilo de humo ascendía desde el cañón del arma mientras los restos de su cerebro adornaban la pared sobre la que se había recostado.

Esperaba que su cuerpo se desplomase al suelo, pero en vez de eso empezó su pausado ascenso para recuperar la verticalidad. No cabía duda de que había hecho blanco: una amalgama de restos del Z, de su cerebro, se concentraban desparramados en la pared, aunque parecía no haber sido un tiro mortal. Me dispuse a vaciar el cargador sobre su cabeza, pero el ángulo en el que había quedado su tronco lo hacía complicado, así que decidí esperar a que se incorporase del todo. No daba crédito: había acertado, no en el entrecejo, que habría asegurado una muerte instantánea de XY-Z, pero sí con la suficiente precisión como para que la mitad de su rostro hubiera desaparecido. La bala había entrado por la cuenca del ojo que conservaba arrastrando todo lo que encontró a su paso. El resultado fue que parte de su cabeza había terminado empapelando la pared. Al principio supuse que la estalactita gelatinosa que colgaba de sus narices era parte de los restos de su masa encefálica, pero su textura y color no cuadraban. No es que tenga experiencia en diferenciar masa encefálica de un Z del resto de sustancias que pudieran emanar de su cuerpo, pero una comparativa con las muestras de la pared así lo ponía de manifiesto. La sustancia pastosa, como digo, se alargaba desde sus narices hacia el suelo. No cabía duda, dos prominentes mocos colgaban de sus orificios nasales: había estornudado.

Mientras me debatía entre decidir si lo que acababa de presenciar era posible y la urgente necesidad de poner en marcha un plan B, que básicamente consistía en terminar de llenar de plomo el resto de la cabeza de XY-Z, éste, sin media cara, manco y ahora tuerto de los dos ojos, tambaleándose, iniciaba su avance hacia mí. Sin pensarlo dos veces, volví a apretar el gatillo, pero no ocurrió nada. Se había encasquillado; «es lo que suele pasar con las armas», pensé. Volví a tirar del gatillo cambiando de dedo; está vez me decanté por el corazón, imaginando que tal vez el gatillazo se debiera a algún tipo de problema articular del primero.

Escuché lo que se supone que se tiene que escuchar, todo menos la detonación que anunciaba la salida de la bala por el cañón y que me libraría de ser pasto de XY-Z. No tenía nada que perder, así que volví a cambiar de dedo, otra vez al índice, intentando, esta vez, accionar el gatillo todo lo rápido de lo que era capaz. Y lo era mucho, porque como ya he comentado mi afición a los juegos de consola había desarrollado la musculatura y la agilidad específica de mis dígitos. El resultado fue idéntico a los intentos precedentes. Estaba perdido: XY-Z había salvado la distancia que nos separaba y yo había desperdiciado el tiempo intentando disparar el arma. Paralizado, cerré los ojos quedando a merced de la acometida del Z. Lo último que pude ver antes de que mis ojos se cerrasen fueron sus muñones intentando apresar mi cuello.

Me abandoné al remanso eterno; no experimentaba dolor, tampoco placer, aunque, dadas las circunstancias, con lo primero me daba por más que satisfecho. Pensé, consolándome, que quizá así me libraría de unos días de calamidades y penurias y de asistir al inicio de la nueva era, aunque este pensamiento no me hizo ilusión, he de confesarlo. Allí, tirado en el suelo, mientras imaginaba que servía de alimento a una criatura que en el fondo sólo respondía a su condición natural, como cualquier otra criatura de la tierra, y a la que por tanto no podía guardar rencor, esperé la arribada de la Parca. Imaginé que un compañero de batalla colocaba sobre mis ojos las monedas que me llevarían al otro lado, y que entre vítores se encendía la pira funeraria que consumiría mi cuerpo.

Esperaba que mi vida desfilase por mi mente en esos postreros segundos de mi existencia, pero no ocurrió así. De hecho no ocurrió nada, exceptuando el estrépito de un cuerpo estrellándose contra la moqueta del comedor. Pensé que era el mío, que XY-Z ya había acabado conmigo y que prácticamente era un Z en ciernes, o en potencia.

Si no hubiera sido porque la adrenalina que corría por mi cuerpo fue disminuyendo, fruto de la dársena mental en la que me sumí esperando la muerte y de que empezaba a notar el peso de la pistola en mis manos, no me habría percatado de la tesitura en la que me encontraba. Tomé conciencia de mí mismo, y el espacio y el tiempo volvieron a recomponerse ubicándome mentalmente en el apartamento de mi vecino, al lado de la mesa sobre la que se encontraba el arma, a escasos metros de la puerta cerrada.

Abrí los ojos lentamente y no vi a nadie, me refiero a XY-Z. Estaba claro que no había sido una urgencia fisiológica lo que le había hecho posponer su almuerzo. No fue hasta que recordé el sonido hueco de algo desplomarse sobre la alfombra cuando lentamente incliné la cabeza hacia abajo: a un escaso medio metro de mí, XY-Z yacía boca abajo, muerto. Lo siguiente que recuerdo es haber cerrado la puerta de mi apartamento y meterme en la ducha.

Mientras la ducha reconfortaba y restablecía mis sentidos, reconstruí los hechos mentalmente elaborando una hipótesis: durante la noche, mientras yo disfrutaba del descanso del guerrero, XY-Z aprovechó para colarse en el edificio; seguramente estuvo husmeando la manera de allanar mi morada, aunque, dándose cuenta de que era infranqueable, buscó alternativas. Debió de percatarse de la presencia de mi vecino, quien, ignorando la presencia de XY-Z, se entregaba a sus quehaceres nocturnos. Supongo que XY-Z, a sabiendas de las costumbres humanas, llamó a la puerta de mi vecino, quien, confiado, posiblemente pensando que era yo, le abrió. Lo demás no requiere de análisis deductivo alguno: con un ataque transubstancial certero, transfiere la condición Z al pobre desgraciado. Preso del trance, en otro alarde deductivo que habría sonrojado al más grande de los detectives, concluí la segunda parte del plan urdido por el Z para acabar conmigo: dando buena cuenta de mi vecino, debió de topar con el arma, que utilizaría como cebo. Aunque cometió un error que le costaría la existencia. Acercándose el alba, bajó las persianas del apartamento, cortando las correas inmediatamente después. A salvo de los mortíferos rayos solares, dejando el señuelo a la vista de su presa, se ocultó a la espera de que su ardid diera resultado, y a punto estuvo de conseguirlo de no ser porque, al vaciar el cargador, cometió el craso error de dejar una bala en la recámara, la misma que le volaría la tapa de los sesos dando al traste con su plan. Desvelado el misterio, revitalizado física y mentalmente, encendí una pipa y fumé durante un rato, pensando qué debía hacer. Mientras fumaba, he recordado la imagen del redifunto (es una ocurrencia que he tenido mientras me relajaba) y, por primera vez, he tomado conciencia de lo que acababa de hacer. Un sentimiento de culpa se ha apoderado de mí. Es extraño, pero me sentía culpable por haber acabado «con la vida» de un zombi. Paradójicamente, se supone, por definición, que cuando le arrancas la cabeza de un disparo a un Z con una pistola no estás, en el sentido literal de la palabra, matando a nadie: primero porque el concepto de alguien es consustancial a la idea del ser humano como tal y, segundo, porque un Z ya está muerto. Se podría pensar que se restablece el devenir natural de la vida, en este caso la muerte. Ha terminado de apartar de mi mente tan funestos pensamientos al llegar a la conclusión de que no eran de aplicación a ningún Z los principios éticos o morales sobre los que se fundamenta una sociedad civilizada. Por otra parte, la imagen de XY-Z con los mocos colgando después del estornudo demostraba que un Z podía enfermar, o algo parangonable a eso, lo que le confería condición humana, circunstancia que hacía tambalearse el axioma anterior. Con estas reflexiones filosóficas me entretuve un buen rato mientras consumía la mezcla de tabaco en la pipa, aunque tuve que abandonarlas porque empezaba a manifestárseme una leve cefalea, no sé si fruto de las cavilaciones en las que andaba inmerso o por el proceso gripal que se activaba en mi interior. Fue precisamente eso lo que me hizo pensar que era necesario tomar medidas para contener los síntomas de la enfermedad, porque una merma en mis capacidades físico-intelectuales volvía a colocarme en una posición delicada.

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