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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

Waylander (3 page)

BOOK: Waylander
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—¿Estás decepcionado?

—Supongo que sí —admitió Waylander—. Me pregunto por qué.

—¿Quieres que te lo diga?

—No, me gustan los misterios. ¿Qué harás ahora?

—Buscaré a los de mi orden y volveré a mis obligaciones.

—En otras palabras, morirás.

—Tal vez.

—Es absurdo —dijo Waylander—, pero la propia vida carece de sentido. Así que resulta razonable.

—¿Alguna vez la vida ha tenido sentido para ti, Waylander?

—Sí. Hace mucho tiempo, antes de que aprendiera a ser un águila.

—No te entiendo.

—Me alegro —dijo el guerrero, acomodó la cabeza en la silla a modo de almohada y cerró los ojos.

—Explícamelo, por favor —insistió Dardalion. Waylander se giró boca arriba, abrió los ojos y contempló las estrellas.

—Una vez amé la existencia, y el sol era una dorada fuente de felicidad. Pero a veces la felicidad tiene una vida corta, sacerdote. Y cuando ésta muere, el hombre mira en su interior y se pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué el odio es mucho más fuerte que el amor? ¿Por qué los malvados reciben una recompensa tan espléndida? ¿Por qué la rapidez y la fuerza valen más que la moral y la bondad? Entonces uno se da cuenta… de que… no hay respuesta. Ninguna. Y por el bien de su salud mental tiene que modificar sus percepciones. Una vez fui un cordero que jugueteaba en un campo verde. Luego llegaron los lobos. Ahora soy un águila y vuelo en un universo diferente.

—Y matas a los corderos —murmuró Dardalion.

—No, sacerdote. —Waylander se rió entre dientes—. Nadie paga por los corderos.

DOS

Los mercenarios se alejaron dejando atrás a los muertos. Había diecisiete cadáveres diseminados al borde del camino: ocho hombres, cuatro mujeres y cinco niños. Los hombres y los niños habían tenido una muerte rápida. De las cinco carretas que arrastraban los refugiados, cuatro ardían con furia y la quinta humeaba lentamente. Mientras los asesinos se dirigían por las colinas hacia el sur, una mujer joven de cabellos rojos salió de la cortina de arbustos que bordeaba la carretera y se encaminó con tres niños al carromato humeante.

—Apaga el fuego, Culas —dijo al mayor, que se había quedado mirando los cadáveres con los ojos azules abiertos como platos por la impresión y el terror—. El fuego, Culas —insistió—. Ayuda a apagar el fuego. —Pero el niño, al ver el cadáver de Sheera, se puso a gemir.

—Abuela… —murmuró Culas, adelantándose con paso tembloroso. La joven corrió hacia él, lo abrazó y apretó la cabeza del niño contra su hombro.

—Está muerta y no siente dolor. Ven, vamos a apagar el fuego. —Lo acompañó a la carreta y le dio una manta. Dos niñas gemelas más pequeñas, de siete años, estaban de espaldas a los muertos cogidas de la mano.

—Vamos, niñas. Ayudad a vuestro hermano. Y después nos iremos.

—¿Adonde podemos ir, Danyal? —preguntó Krylla.

—Al norte. Dicen que el general Egel está en el norte con un gran ejército. Iremos allí.

—No me gustan los soldados —dijo Miriel.

—Ayudad a vuestro hermano. ¡Rápido!

Danyal se volvió para ocultar las lágrimas. ¡Qué mundo tan cruel! Tres meses atrás, cuando estalló la guerra, en el pueblo se había corrido la voz de que la Jauría del Caos avanzaba hacia Drenan. Los hombres se rieron de la noticia, confiando en una rápida victoria.

Las mujeres no. Sabían por instinto que un ejército que presumía de semejante nombre sería un adversario cruel. Pero pocos se daban cuenta de hasta qué punto. Danyal podía entender el sometimiento, ¿qué mujer no? Pero la Jauría iba acompañada de algo más: muertes sin cuento, terror, torturas, mutilaciones y espantos indecibles.

Dieron caza y asesinaron a los sacerdotes de la Fuente; los nuevos amos proscribieron la orden. Sin embargo, los sacerdotes de la Fuente no se oponían a ningún gobierno y sólo predicaban la paz, la armonía y el respeto a la autoridad. ¿Qué amenaza representaban?

Quemaron y arrasaron las comunidades de granjeros. ¿Quién recogería la cosecha en otoño?

Violación, pillaje y asesinato sin fin. No se podía entender tanto salvajismo; no estaba al alcance de la comprensión de Danyal. Ya la habían violado tres veces. En una ocasión fueron seis soldados, y que no la hubieran matado daba fe de sus dotes de actriz, pues había fingido placer. Siempre la habían dejado marchar, magullada y vejada, pero sonriente. El instinto le había dicho que ese día sería diferente, y cuando divisó a los jinetes cogió a los niños y se precipitó a los arbustos. Los jinetes no buscaban la violación, sólo el pillaje y la destrucción sin sentido.

Veinte hombres armados que se habían detenido para masacrar a un grupo de refugiados.

—El fuego está apagado, Danyal —gritó el chico, Culas. Danyal subió al carromato y recogió mantas y provisiones que la incursión había dejado por ser un botín demasiado modesto. Ató con tiras de cuero, a modo de mochilas, tres mantas para los niños, y recogió cantimploras de cuero con agua, que se colgó al hombro.

—Tenemos que irnos —dijo, y se encaminó con el trío en dirección al norte.

No habían ido muy lejos cuando oyeron el golpeteo de cascos de caballos. La invadió el pánico, pues estaban en terreno abierto. Las dos niñas empezaron a llorar, pero Culas extrajo una daga de hoja larga de una vaina oculta en la manta enrollada.

—¡Dame eso! —gritó Danyal, arrebatándole el cuchillo y arrojándolo lejos de la carretera mientras Culas la miraba espantado—. No nos servirá de nada. Hagan lo que hagan conmigo, quédate sentado quietecito. ¿Entiendes? No grites ni llores. ¿Me lo prometes?

Dos jinetes giraron por la curva de la carretera. El primero era un guerrero de pelo negro, un tipo de persona a la que empezaba a conocer demasiado bien, de rostro duro y ojos aún más duros. El segundo era toda una sorpresa: delgado y ascético, de huesos finos y expresión al parecer amable. Cuando se acercaron, Danyal se echó el largo cabello rojo sobre el hombro y se alisó los pliegues de la túnica verde, forzando una sonrisa de bienvenida.

—¿Estabais con los refugiados? —preguntó el guerrero.

—No. Hemos pasado por allí, nada más.

—No hace falta que nos mientas, hermana —dijo el más joven, el de expresión amable—, no somos de esa calaña. Lamento tu dolor. —Desmontó con cuidado, encogiéndose como si sufriera. Se aproximó a Danyal y extendió las manos.

—¿Eres sacerdote?

—Sí. Venid, venid con Dardalion —dijo a los niños arrodillándose y abriendo los brazos. Sorprendentemente obedecieron, las niñas primero. Abrazó a los tres con brazos flacos—. Estaréis seguros durante un rato —añadió—. Es todo lo que puedo ofreceros.

—Mataron a la abuela —dijo el niño.

—Ya lo sé, Culas. Pero tú, Krylla y Miriel seguís vivos. Habéis recorrido un largo camino. Y ahora os ayudaremos. Os llevaremos con Gan Egel, en el norte.

Tenía la voz suave y persuasiva; utilizaba frases breves, simples y claras. Danyal se había quedado petrificada ante el poder que ejercía sobre ellos. Y no desconfiaba de él. Pero no podía apartar la mirada del guerrero de pelo oscuro que seguía sobre la montura.

—Tú no eres sacerdote —le dijo.

—Cierto. Y tú no eres puta.

—¿Cómo lo sabes?

—Me he pasado la vida rodeado de putas —respondió. Pasó la pierna por encima de la silla, se deslizó al suelo y se aproximó a ella. Olía a sudor rancio y a caballo, y visto de cerca era tan aterrador como cualquiera de los asaltantes que había conocido. Pero aunque resultara extraño, Danyal veía el terror a distancia, como si presenciara una obra de teatro, sabiendo que el villano es malvado pero tranquilizada por la idea de que no podía salir del escenario. Su poder la envolvía sin amenazarla.

—Os escondisteis en los arbustos —añadió él—. Hábil. Muy hábil.

—¿Estabais observándonos?

—No. Lo adiviné por las huellas. Tuvimos que ocultarnos de la misma banda hace una hora. Eran mercenarios, no la verdadera Jauría.

—¿La verdadera Jauría? ¿Qué más tienen que hacer para completar el aprendizaje?

—Eran unos chapuceros; te dejaron viva. No escaparías con tanta facilidad de la Jauría.

—¿A qué se debe que alguien como tú viaje con un sacerdote de la Fuente? —preguntó Danyal.

—¿Alguien como yo? —dijo en tono tranquilo—. Con qué rapidez me juzgas, mujer. Tal vez debería haberme afeitado.

—Tenemos que encontrar un sitio para acampar —dijo Dardalion aproximándose. Danyal se volvió hacia él—. Los niños tienen que dormir.

—Falta mucho para que oscurezca —dijo Waylander.

—Necesitan un tipo de sueño especial —dijo Dardalion—. Confía en mí. ¿Puedes encontrar un lugar?

—Acompáñame un momento —dijo el guerrero, alejándose unos treinta pies camino abajo. Dardalion lo alcanzó—. ¿Qué te pasa? No podemos ir todos en dos caballos, y la Jauría está por todas partes. Y donde no están ellos, están los mercenarios.

—No puedo dejarlos. Pero tienes razón; vete tú.

—¿Qué me has hecho, sacerdote? —preguntó bruscamente el guerrero.

—¿Yo? Nada.

—¿Me has lanzado un conjuro? ¡Responde!

—No conozco ningún conjuro. Eres libre de actuar como te plazca y de seguir los impulsos que quieras.

—No me gustan los niños. Ni las mujeres a las que no puedo pagar.

—Tenemos que encontrar un sitio donde puedan tranquilizarse. ¿Querrías hacerlo antes de marcharte?

—¿Marcharme? ¿Adonde iba a irme?

—Pensé que querías marcharte, librarte de nosotros.

—No puedo ser libre. Dioses, si me entero de que me has echado un conjuro te mataré. ¡Lo juro!

—No lo he hecho —dijo Dardalion—. Ni lo haría aunque pudiera.

Musitando oscuras maldiciones entre dientes, Waylander se encaminó de vuelta hacia donde estaban Danyal y los niños. Al verlo acercarse, las niñas se aferraron a las faldas de Danyal con las pupilas dilatadas de terror.

Esperó junto a su caballo hasta que Dardalion se reunió con ellos.

—¿Alguien quiere montar conmigo? —preguntó. No hubo respuesta. Ahogó una risita—. Me lo imaginaba. Seguidme hasta aquellos árboles. Buscaré un sitio.

Más tarde, mientras Dardalion les contaba a los niños historias fantásticas sobre la magia de otros tiempos con voz suave e hipnótica, Waylander Junto al fuego, contemplaba abstraído a la mujer.

—¿Me deseas? —preguntó ella de pronto.

—¿Cuánto? —replicó él.

—Para ti, nada.

—Entonces no te quiero. Tus ojos no mienten tan bien como tu boca.

—¿Qué quieres decir?

—Que me aborreces. No importa; me he acostado con montones de mujeres que me aborrecían.

—No lo dudo.

—¿Por fin eres franca?

—No quiero que les suceda nada malo a los niños.

—¿Crees que les haría daño?

—Si pudieras, sí.

—Te equivocas conmigo, mujer.

—Y tú subestimas mi inteligencia. ¿No intentaste evitar que el sacerdote nos ayudara? ¿Qué me dices?

—Sí, pero…

—No hay pero que valga. Sin ayuda nuestras posibilidades de sobrevivir son casi nulas. ¿No llamas a eso hacer daño?

—Mujer, tienes una lengua que parece un látigo. No te debo nada, y no tienes derecho a criticarme.

—No te critico. Eso significaría que estoy interesada en reformarte. Te desprecio, a ti y a todos los de tu ralea asquerosa. ¡Déjame sola, maldito seas!

Dardalion se quedó con los niños hasta que el último se durmió. Entonces, uno tras otro, les puso una mano sobre la frente y susurró la Plegaria de la Paz. Las dos niñas dormían abrazadas bajo la misma manta y Culas estaba acostado a su lado con la cabeza apoyada en un brazo. El sacerdote terminó la oración y volvió a sentirse exhausto. Por alguna razón le resultaba difícil concentrarse llevando la ropa de Waylander. Las imágenes confusas de dolor y tragedia ya se habían debilitado, pero seguían manteniéndolo apartado de los senderos más elevados del Camino a la Fuente.

Un alarido distante lo devolvió al presente. Allá en la oscuridad había otra alma que sufría.

Dardalion se estremeció y se acercó al fuego, junto al que estaba sentada, sola, la joven. Waylander se había ido.

—Lo he insultado —dijo Danyal cuando el sacerdote se sentó delante de ella—. Es tan frío. Tan duro. Tan adaptado a los tiempos que corren.

—Sí —convino Dardalion—, pero también es el hombre que puede llevamos a un lugar seguro.

—Lo sé. ¿Crees que volverá?

—Creo que sí. ¿De dónde eres?

—De aquí y de allá. —Danyal se encogió de hombros—. Nací en Drenan.

—Una ciudad muy agradable, con muchas bibliotecas.

—Sí.

—Háblame de tu época de actriz —dijo Dardalion.

—¿Cómo…? Ah, sí, no hay secretos para la Fuente.

—No es magia, Danyal. Los niños me lo contaron; me dijeron que una vez interpretaste al espíritu de Circea ante el rey Niallad.

—Interpreté a la sexta hija y tenía tres líneas —dijo sonriendo—, Pero fue una experiencia memorable. Dicen que unos traidores han asesinado al rey.

—Eso he oído —dijo Dardalion—. Pero no pensemos en esas cosas. La noche es clara, las estrellas son hermosas y los niños tienen dulces sueños. Ya nos preocuparemos mañana por la muerte y la desesperación.

—No puedo dejar de pensar en eso. El destino es cruel. En cualquier momento los asaltantes pueden aparecer de entre los árboles y el terror volverá a empezar. ¿Sabes que hay doscientas millas hasta la cordillera de Delnoch, donde Egel adiestra a su ejército?

—Lo sé.

—¿Lucharás para defendernos? ¿O te quedarás a un lado y dejarás que nos maten?

—Yo no combato, Danyal. Pero me quedaré con vosotros.

—¿Y tu amigo luchará?

—Sí. Es lo único que sabe hacer.

—Es un asesino —dijo Danyal, arropándose con la manta—. No es diferente de los mercenarios ni de los vagrianos. Y, sin embargo, espero que vuelva. Qué extraño, ¿verdad?

—Intenta dormir —la apremió Dardalion—. Me encargaré de que tengas dulces sueños.

—Sería agradable, creo que me encantaría esa clase de magia.

Se estiró junto al fuego y cerró los ojos. Dardalion respiró profundamente y volvió a concentrarse. Invocó la Plegaria de la Paz y la proyectó en silencio envolviendo todo el cuerpo de ella. La respiración de Danyal se hizo más profunda. Dardalion liberó las cadenas de su espíritu, se remontó hacia cielo nocturno, dando vueltas y más vueltas bajo la brillante luz de la luna, y dejó su cuerpo encorvado junto al fuego.

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