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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

Waylander (2 page)

BOOK: Waylander
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—Y ahora, ¿qué haréis, mi señor?

—Me despediré.

—¿Adonde iréis?

—Adonde nadie sepa que soy rey. —Derian, con los ojos bañados en lágrimas, cayó de rodillas ante Orien, pero el rey lo obligó a ponerse de pie—. Olvida el rango, viejo amigo. Despidámonos como camaradas. Los dos hombres se abrazaron.

UNO

Cuando el desconocido apareció entre las sombras de los árboles, ya habían empezado a torturar al sacerdote.

—Me habéis robado el caballo —dijo con calma. Los cinco hombres se volvieron. Detrás de ellos el joven sacerdote se debatió entre las cuerdas que lo sujetaban, alzando la cabeza para atisbar con ojos hundidos al recién llegado. Era alto, de hombros anchos, y estaba cubierto por un manto de cuero negro.

—¿Dónde está mi caballo? —preguntó.

—¿Quién sabe? —contestó Dectas—. Un caballo no es más que un caballo y pertenece a quien lo monta. —Había sentido un escalofrío de miedo al oír al extraño; esperaba encontrarse con varios hombres armados y listos para atacar. Pero al escudriñar los árboles en la oscuridad creciente advirtió que estaba solo. Solo y loco. Con el sacerdote no se divertían mucho; resistía el dolor apretando los dientes y no les regalaba ni una maldición, ni una súplica. Pero este otro entonaría su lamento hasta bien entrada la noche.

—Traedme el caballo —dijo el hombre con un deje de hastío en la voz profunda.

—¡Atrapadlo! —ordenó Dectas. Los cinco hombres atacaron y las espadas silbaron en el aire. Con un movimiento rápido, el recién llegado se recogió la capa sobre un hombro y alzó el brazo derecho. Una saeta negra le desgarró el pecho al más cercano y otra le perforó el vientre a un fornido guerrero con la espada en alto. El desconocido soltó la pequeña ballesta doble y retrocedió un poco. Uno de los atacantes había muerto y el segundo, de rodillas, aferraba la saeta que tenía clavada en el vientre.

El recién llegado se desabrochó la capa y la dejó caer al suelo a sus espaldas. Extrajo dos cuchillos de hoja negra de sendas vainas.

—¡Entregadme el caballo! —ordenó.

Los dos restantes dudaron y lanzaron una mirada a Dectas en busca de consejo. Las hojas negras silbaron en el aire y ambos cayeron sin emitir ni un sonido.

Dectas se había quedado solo.

—Quédate con el caballo —dijo mordiéndose el labio y retrocediendo en dirección a los árboles.

—Demasiado tarde —contestó suavemente el desconocido, después de hacer un gesto de negación.

Dectas se volvió y salió corriendo en dirección los árboles, pero un golpe preciso en la espalda le hizo perder el equilibrio y se le hundió el rostro en la tierra blanda. Intentó levantarse apoyándose sobre las manos. Se preguntó si el desconocido le habría arrojado una piedra. Se sentía cada vez más débil. Se desplomó… La tierra era blanda como un lecho de plumas y su olor tan dulce como la lavanda. Las piernas se le crisparon.

El recién llegado recogió la capa y le sacudió el polvo de los pliegues antes de abrochársela sobre el hombro. Recuperó los tres cuchillos y los limpió en las ropas del muerto. Por último recobró las saetas y despachó al herido degollándolo limpiamente con un cuchillo. Levantó la ballesta y comprobó que el mecanismo no estuviera sucio antes de sujetarla al cinturón ancho y negro. Se dirigió hacia los caballos sin mirar atrás.

—¡Espera! —gritó el sacerdote—. ¡Desátame! ¡Por favor!

—¿Por qué? —preguntó el hombre volviéndose.

—Si me dejas aquí, moriré. —Le había hecho la pregunta en un tono tan indiferente que durante un momento se había visto incapaz de articular una respuesta.

—No es una razón demasiado buena —dijo el hombre encogiéndose de hombros. Se acercó a los caballos y vio que la montura y las alforjas estaban donde las había dejado. Satisfecho, desató su caballo y volvió al claro.

Se detuvo un momento a mirar al sacerdote, maldijo en voz baja y lo liberó. El hombre le cayó entre los brazos. Lo habían golpeado con saña y tenía multitud de cortes en el pecho, la carne le colgaba en tiras finas y tenía la túnica azul manchada de sangre. El guerrero puso al sacerdote de espaldas, le desgarró la ropa, se acercó al caballo y volvió con una cantimplora de cuero. La destapó y vertió agua en las heridas. El sacerdote se retorció de dolor pero no emitió ningún sonido. Con mano experta el guerrero colocó en su sitio los colgajos de carne.

—Quédate quieto un momento —ordenó. Sacó aguja e hilo de una pequeña alforja y suturó limpiamente las heridas—. Necesito fuego —añadió—. ¡No veo nada!

Una vez encendido el fuego, el sacerdote lo observó mientras el guerrero continuaba la labor. Aunque tenía los ojos entrecerrados por la concentración, el sacerdote notó que eran de un marrón extraordinariamente oscuro con destellos dorados. No estaba afeitado y la barba era entrecana.

El sacerdote se quedó dormido…

Despertó con un gemido; el dolor de las heridas rugía como un perro rabioso. Se sentó, encogiéndose cuando notó el tirón de los puntos en el pecho. La túnica ya no estaba y era obvio que la ropa que había a su lado provenía de los muertos, pues había un jubón manchado de sangre.

El guerrero preparaba las alforjas y fijaba la manta a la silla.

—¿Dónde está mi ropa? —preguntó el sacerdote.

—La quemé.

—¡Cómo te atreves! Eran vestiduras sagradas.

—Eran sólo algodón azul. Y puedes conseguir otras en cualquier pueblo o ciudad. —El guerrero se volvió hacia el sacerdote y se puso en cuclillas a su lado—. Me he pasado dos horas remendando tu delicado cuerpo, sacerdote. Me gustaría que lo dejaras vivir unos días antes de arrojarte al fuego del martirio. Por todo el país queman, cuelgan y descuartizan a tus hermanos. Y todo porque no tienen el valor de quitarse esas malditas túnicas.

—No pensamos escondemos —dijo el sacerdote en tono de desafío.

—Entonces morirás.

—¿Es tan terrible?

—No lo sé, sacerdote, eres tú quien debe decirlo. Estuviste a punto la tarde pasada.

—Pero llegaste tú.

—Venía a por el caballo. No intentes buscar otra explicación.

—¿Y en el mercado actual un caballo vale más que un hombre?

—Siempre ha sido así, sacerdote.

—Para mí no.

—De modo que si hubiera estado atado al árbol, ¿me habrías rescatado?

—Lo habría intentado.

—Y habríamos muerto los dos. Ahora estás vivo y, lo que es más importante, tengo el caballo.

—Buscaré otras vestiduras.

—No lo dudo. Ahora debo irme. Si quieres acompañarme, serás bienvenido.

—No creo que lo haga.

—En ese caso, adiós. —El hombre se encogió de hombros y se levantó.

—¡Espera! —dijo el sacerdote, incorporándose con esfuerzo—. No quisiera parecer ingrato; te agradezco sinceramente tu ayuda. Es sólo que si te acompaño te pondría en peligro.

—Eres muy considerado —contestó el hombre—. Como quieras, entonces. —Fue a buscar el caballo, ajustó la cincha y se acomodó en la silla, recogiéndose la capa por detrás.

—Me llamo Dardalion —gritó el sacerdote.

—Y yo, Waylander —dijo el guerrero inclinándose sobre la silla. El sacerdote se sobresaltó como si lo hubieran golpeado—. Por lo que veo, has oído hablar de mí.

—Nada bueno —replicó Dardalion.

—Pues no has oído más que la verdad. Adiós.

—¡Espera! Iré contigo.

—¿Y qué me dices del peligro? —preguntó Waylander, tirando de las riendas.

—Los únicos que quieren verme muerto son los conquistadores vagrianos, y al menos tengo algunos amigos; es más de lo que puede decirse de Waylander el Destructor. Medio mundo pagaría por escupir sobre tu tumba.

—Siempre es un consuelo sentirse apreciado —dijo Waylander—. Bien, Dardalion, si vienes, ponte esa ropa; tenemos que marcharnos,

Dardalion se arrodilló junto a las prendas y fue a coger una camisa de lana, pero cuando los dedos la tocaron se apartó bruscamente y el color le desapareció del rostro.

—¿Todavía te molestan las heridas? —Waylander desmontó y se aproximó al sacerdote.

Dardalion meneó la cabeza y cuando alzó la vista, Waylander se sorprendió al ver que tenía lágrimas en los ojos. Se quedó impresionado, pues había visto que el hombre no había dado muestras de dolor cuando lo torturaban. En aquel momento lloraba como un niño aunque no había nada que lo atormentara.

—Yo no puedo usar esta ropa. —Dardalion inspiró con un escalofrío.

—No tiene pulgas, y le he rascado casi toda la sangre.

—Me trae recuerdos, Waylander…, recuerdos espantosos…, violación, asesinato, vilezas indescriptibles. Me ensucio con sólo tocarla; no puedo ponérmela.

—¿De modo que eres un místico?

—Sí. Un místico. —Dardalion se volvió a sentar sobre la manta, temblando a la luz de la mañana. Waylander se frotó la barbilla y se dirigió de nuevo hacia el caballo. Sacó de la alforja una camisa, polainas y un par de mocasines.

—Ésta está limpia, sacerdote —dijo, arrojando las prendas ante Dardalion—. Pero es posible que los recuerdos que acarrea te resulten igualmente dolorosos. —Con gesto dubitativo, el joven sacerdote alargó el brazo para coger la camisa de lana. No sintió nada maligno al tocarla, sólo una oleada de dolor emocional que excedía los límites de la angustia. Cerró los ojos, aquietó la mente, alzó la vista y sonrió.

—Gracias, Waylander. Puedo usarla.

—Supongo que ahora conoces todos mis secretos, ¿verdad? —Sus miradas se encontraron y el guerrero sonrió con ironía.

—No. Sólo tu dolor.

—El dolor es relativo —dijo Waylander.

Cabalgaron toda la mañana por colinas y valles desgarrados por cuernos de guerra. Al este las columnas de humo ascendían en espiral para ir a encontrarse con las nubes. Las ciudades ardían; las almas se iban al Vacío. Los campos y bosques de los alrededores estaban sembrados de cadáveres, muchos ya despojados de armas y de armadura, mientras que en lo alto los cuervos se apiñaban en negras hordas aladas, escudriñando con ojos ávidos la tierra ahora fértil. La cosecha de muerte maduraba.

En cada valle los jinetes descubrían pueblos quemados, y el rostro de Dardalion reflejaba la angustia que sentía. Waylander pasaba por alto las huellas de la guerra; avanzaba con cautela, deteniéndose constantemente para mirar atrás y escrutar las distantes colinas al sur.

—¿Te persiguen? —preguntó Dardalion.

—Siempre —contestó sombríamente el guerrero.

Dardalion no montaba a caballo desde hacía cinco años, cuando dejó la casa de su padre en la cima de un acantilado para hacer el recorrido de cinco millas hasta el templo de Sardia. Los flancos de la yegua le rozaban las piernas y tenía que luchar contra el dolor cada vez más insoportable. Se obligó a concentrarse y fijó la vista en el guerrero que cabalgaba delante. Advirtió la facilidad con que lo hacía y cómo sujetaba las riendas con la mano izquierda, de modo que la derecha nunca se alejaba del ancho cinturón negro del que pendían armas mortíferas. El camino se ensanchó y durante un rato marcharon lado a lado; el sacerdote estudió el rostro del guerrero. Era de huesos fuertes e incluso bien parecido a su manera, pero la boca era una línea sombría y los ojos, duros y penetrantes. Bajo la capa el guerrero llevaba hombreras de cota de malla sobre un chaleco de cuero lleno de cortes, mellas y desgarrones cuidadosamente remendados.

—¿Hace mucho que eres mercenario? —preguntó Dardalion.

—Demasiado —contestó Waylander, deteniéndose de nuevo para mirar atrás.

—Al mencionar las muertes de sacerdotes, comentaste que murieron porque no habían tenido el coraje de quitarse las vestiduras. ¿Qué querías decir?

—¿No es obvio?

—Diría que morir por las ideas propias es el coraje máximo —replicó Dardalion.

—¿Coraje? —rió Waylander—. No hace falta coraje para morir, sino para vivir.

—Eres extraño. ¿No te asusta la muerte?

—Todo me asusta, sacerdote, todo lo que camina, repta o vuela. Pero deja la charla para la hoguera del campamento. Necesito concentrarme. —Dando un taconazo en el flanco del caballo, se adelantó y entró en un bosquecillo. Encontró un claro escondido junto a la corriente apacible de un arroyo, desmontó y aflojó la cincha de la montura. El caballo estaba muerto de sed, pero antes de llevarlo junto a la corriente Waylander lo paseó despacio para que se enfriara después de la cabalgada. A continuación le quitó la montura y le dio avena y grano que llevaba en un saco amarrado a la silla. Una vez atados los caballos, Waylander encendió una pequeña hoguera rodeada de un anillo de piedras y extendió la manta junto a él. Tras una comida de carne fría, que Dardalion rehusó, y unas cuantas manzanas secas, Waylander inspeccionó sus armas. Afiló los tres cuchillos que pendían del cinturón con una piedra de amolar pequeña. Desmontó la ballesta doble, cuyo tamaño era la mitad de lo normal, y la limpió.

—Un arma interesante —comentó Dardalion.

—Sí, la fabricaron para mí en Ventria. Puede ser muy útil: dispara dos saetas y resulta mortal a menos de veinte pies.

—Entonces tienes que estar cerca de la víctima.

—No intentes juzgarme, sacerdote. —La mirada sombría de Waylander se entrecruzó con la de Dardalion.

—Era sólo un comentario. ¿Cómo perdiste el caballo?

—Estaba con una mujer.

—Ya veo.

—¡Dioses, cuando un hombre joven adopta una expresión pomposa siempre resulta ridículo! ¿Nunca has estado con una mujer?

—No. Ni he comido carne en los últimos cinco años. Ni he probado el alcohol.

—Una vida aburrida pero feliz —comentó el guerrero.

—Tampoco ha sido aburrida. En la vida hay otras cosas además de saciar los apetitos de la carne.

—Estoy seguro. Aun así, no hace ningún daño saciarlos de vez en cuando.

Dardalion no dijo nada. ¿De qué serviría explicarle a un guerrero la armonía de una vida dedicada a fortalecer el espíritu? ¿La dicha de remontarse hasta las brisas solares, ingrávido y libre, y de viajar a soles lejanos y presenciar el nacimiento de nuevas estrellas? ¿O los saltos sin esfuerzo por los pasillos nebulosos del tiempo?

—¿En qué piensas? —preguntó Waylander.

—Me preguntaba por qué me quemaste la ropa —dijo Dardalion, advirtiendo de repente que la cuestión lo había estado rondando todo el día.

—Fue sólo un impulso. Llevaba mucho tiempo sin compañía y deseaba tenerla. —Dardalion asintió y añadió dos ramas al fuego—. ¿Eso es todo? —inquirió el guerrero—. ¿No hay más preguntas?

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