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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Vive y deja morir (30 page)

BOOK: Vive y deja morir
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Big les echó una última mirada.

—Podéis dejarles las piernas libres —dijo—. Resultarán una carnada apetitosa. —Pasó del embarcadero a la cubierta del yate.

Los dos guardianes subieron a bordo. Los dos negros del embarcadero soltaron las amarras y los siguieron. Las hélices agitaron las quietas aguas y, con los motores avante a medio gas, el
Secatur
se alejó velozmente del islote.

Big se encaminó a popa y se sentó en su silla de pesca. La pareja atada veía los ojos del hombre fijos en ellos. No dijo nada. Ni hizo gesto alguno. Se limitó a observar.

El
Secatur
surcaba las aguas en dirección al arrecife. Bond podía ver cómo serpenteaba a un lado el cable del paraván. Este último comenzó a moverse con suavidad tras la embarcación. De pronto hundió el morro en el agua, para luego enderezarse y deslizarse a mayor velocidad, mientras su timón lo alejaba de la estela del barco.

El montón de cuerda enrollada que tenían al lado despertó de repente a la vida.

—¡Cuidado! —advirtió Bond con tono apremiante, mientras aferraba a la muchacha con más fuerza aún.

El tirón que los hizo volar del embarcadero al mar casi les dislocó los brazos.

Durante un segundo quedaron sumergidos, y luego ascendieron a la superficie, donde sus cuerpos unidos comenzaron a romper las aguas.

Bond tragaba bocanadas de aire para respirar entre las olas y el agua pulverizada que pasaban a toda velocidad por su boca torcida. Entonces oyó la trabajosa respiración de Solitaire junto a él.

—¡Respira, respira! —gritó por encima del agua—. Traba tus piernas con las mías.

Solitaire lo oyó, y él sintió la rodilla de ella metiéndose entre sus muslos. La joven sufrió un ataque de tos, pero luego su respiración se hizo más regular contra el oído de él, y su corazón dejó de latir con tanta violencia contra el pecho de Bond. Al mismo tiempo, la velocidad a la que eran arrastrados disminuyó.

—¡Aguanta la respiración! —gritó Bond—. Tengo que echar un vistazo. ¿Lista?

Una presión de sus brazos le dio la respuesta. Sintió que ella hinchaba el pecho para llenarse los pulmones de aire.

Con el peso de su cuerpo, hizo girar a la muchacha de modo que su propia cabeza quedaba ahora bien fuera del agua y la joven debajo de él.

Avanzaban con lentitud a unos tres nudos. Bond giró la cabeza por encima de la pequeña ola frontal que levantaban sus cuerpos.

El
Secatur
estaba penetrando en el canal que atravesaba el arrecife, situado a unos ochenta metros de distancia, calculó. El paraván se deslizaba con lentitud, casi en ángulo recto con respecto al barco. Otros treinta metros y el torpedo rojo entraría en las aguas que rompían sobre el arrecife. Treinta metros más atrás, ellos avanzaban con lentitud por la superficie de la bahía.

Faltaban sesenta metros para que llegaran al arrecife.

Bond volvió a girar el cuerpo y Solitaire salió a flote, con la boca abierta en busca de aire.

Continuaron avanzando con lentitud por las aguas.

Cinco metros, diez, quince, veinte.

Sólo quedaban cuarenta metros antes de que chocaran contra el coral.

Sin duda, el
Secatur
acababa de superar el arrecife. Bond tomó aire. Tenían que ser ya más de las seis. ¿Qué diablos había ocurrido con la condenada mina? Bond rezó una ferviente oración mental. «Que Dios nos proteja», pensó mirando al agua.

De pronto sintió que la cuerda se tensaba debajo de sus brazos.

—¡Respira, Solitaire, respira! —gritó cuando se ponían en marcha y el agua comenzaba a pasar zumbando junto a ellos.

Ahora volaban por encima del mar hacia el arrecife.

Se produjo un alto breve. Bond conjeturó que el paraván habría chocado contra una roca o un trozo de coral superficial. Luego sus cuerpos fueron arrastrados de nuevo en el mortal abrazo.

Faltaban treinta metros, veinte, diez.

«Jesucristo —pensó Bond—. Va a sucedemos.» Preparó sus músculos para recibir el demoledor dolor lacerante de los cortes e hizo que Solitaire subiera un poco más por encima de él, con el fin de protegerla de la peor parte.

De repente, el aire abandonó silbando sus pulmones y un puño gigante lo lanzó de golpe contra Solitaire con tal fuerza que ella salió del mar por encima de él y volvió a caer. Segundos después, un relámpago iluminó el cielo y sonó el trueno de una explosión.

Se detuvieron en seco dentro del agua y Bond sintió que el peso de la cuerda, ahora floja, los arrastraba hacia las profundidades.

Las piernas se hundieron debajo de su insensibilizado cuerpo y le entró agua en la boca.

Eso hizo que recobrara el conocimiento. Pateó con fuerza y las bocas de ambos se elevaron sobre la superficie. La joven era un peso muerto entre sus brazos. Pataleó en el agua con desesperación y miró alrededor, manteniendo la cabeza de Solitaire a flote, apoyada sobre el hombro.

Lo primero que vio fueron las arremolinadas aguas del arrecife a menos de cinco metros de distancia. Sin la protección de coral, ambos habrían sido aplastados por la onda expansiva de la explosión. Sintió en las piernas el empuje y los remolinos de las corrientes del arrecife. Retrocedió desesperadamente hacia las rocas, aspirando el aire a grandes bocanadas cuando podía. El pecho le estallaba a causa del esfuerzo, y veía el cielo a través de un velo rojo. La cuerda lo arrastraba hacia abajo y el cabello de la muchacha se le metía en la boca e intentaba ahogarlo.

De pronto sintió el afilado arañazo del coral contra las piernas. Pateó y tanteó con los pies en busca de un punto donde apoyarlos, rajándoselos a cada movimiento.

Apenas sentía el dolor.

Ahora le estaba desollando la espalda y los brazos. Forcejeó con torpeza mientras los pulmones amenazaban con estallarle dentro del pecho. Entonces sintió un lecho de agujas debajo de los pies. Apoyó todo su peso sobre él, inclinándose hacia atrás para impedir que los fuertes remolinos los arrastraran fuera de allí. Los pies se mantuvieron, y notó que a sus espaldas tenía una roca. Se apoyó, jadeante, con la sangre manando a su alrededor y dispersándose en el agua, sujetando contra sí el frío cuerpo de la muchacha que apenas respiraba.

Durante un minuto descansó, agradecido, con los ojos cerrados y la sangre latiendo con fuerza por sus extremidades, mientras tosía dolorosamente y esperaba que sus sentidos se centraran de nuevo. Su primer pensamiento fue para la sangre que había en el agua alrededor de sus cuerpos. Pero calculó que los peces grandes no se aventurarían a entrar en el arrecife. De todas formas, nada podía hacer para remediarlo.

Luego miró hacia el mar abierto.

No se veía ni rastro del
Secatur
.

Allá, en el cielo, una nube de humo en forma de seta comenzaba a derivar, con el viento del médico, hacia tierra.

La superficie del agua estaba sembrada de objetos y de unas pocas cabezas que se sacudían aquí y allá, y todo el mar destellaba con los vientres blancos de los peces que habían muerto o resultado aturdidos a causa de la explosión. El aire estaba cargado de un fuerte olor a explosivos. Al borde de los restos, el paraván flotaba en calma, con el casco hacia abajo, anclado por el cable cuyo otro extremo debía yacer en algún punto del fondo. Fuentes de burbujas rompían la espejada superficie del mar.

En la periferia del círculo de cabezas que se mecían y peces muertos, algunas aletas triangulares surcaban veloces las aguas. Mientras Bond observaba, aparecieron más. En una ocasión vio un enorme morro que salía del agua y se cerraba sobre algo. Las aletas levantaban nubes de agua al moverse con rapidez entre los restos del barco. Dos brazos negros se alzaron de repente en el aire y luego desaparecieron. Se oían gritos. Dos o tres pares de brazos comenzaron a azotar el agua en dirección al arrecife. Uno de los hombres dejó de batir con las palmas de las manos el agua que tenía delante. A continuación, las manos desaparecieron bajo la superficie. Entonces, también él comenzó a gritar, y su cuerpo se sacudió de aquí para allá dentro del agua. «Las barracudas que se lanzan contra él», dijo la aturdida mente de Bond.

Pero una de las cabezas se acercaba cada vez más a la pequeña sección de arrecife donde él se encontraba, con las pequeñas olas rompiendo contra sus axilas y el cabello negro de la muchacha colgándole a la espalda.

Se trataba de una cabeza grande, con el rostro cubierto por un velo de sangre que le bajaba de una herida abierta en el gran cráneo calvo.

Bond la observó acercarse.

Big nadaba con torpes brazadas, agitando el agua lo suficiente para atraer a cualquier pez que no estuviera ya ocupado.

Bond se preguntó si lo conseguiría. Sus ojos se entrecerraron y su respiración se hizo más lenta mientras contemplaba la escena, a la espera de que el cruel mar tomara una decisión.

La cabeza que se agitaba se acercó más. Bond vislumbró los dientes, que se hicieron visibles debido a un rictus de agonía y de esfuerzo frenético. La sangre velaba a medias los ojos que Bond sabía que estarían saliéndose de las órbitas. Casi oía cómo latía con fuerza el enorme corazón enfermo bajo la piel negra grisácea. ¿Acaso fallaría antes de que alguien mordiera el cebo?

Big continuaba nadando. Tenía los hombros desnudos; la explosión le había arrancado la ropa, supuso Bond, pero la corbata de seda negra había permanecido en su sitio y flotaba en torno al grueso cuello detrás de la cabeza como una coleta de chino.

Un salpicón de agua le limpió parte de la sangre que le cubría los ojos. Los tenía abiertos de par en par, mirando fijamente hacia Bond con expresión enloquecida. No contenían ninguna súplica de ayuda, sólo una mirada fija de agotamiento físico.

Mientras Bond los contemplaba, ahora a apenas diez metros de distancia, se cerraron de repente y el enorme rostro se distorsionó en una mueca de dolor.

—¡Aarrrg! —exclamó la boca contorsionada.

Ambos brazos dejaron de agitar el agua y la cabeza desapareció bajo la superficie y volvió a emerger. Una nube de sangre oscureció el mar. Dos marrones y esbeltas sombras, de aproximadamente un metro ochenta de largo, retrocedieron desde la nube, para luego lanzarse de nuevo hacia ella. El cuerpo que había en el agua se movió a un lado con brusquedad. La mitad del brazo izquierdo de Big salió del agua. No tenía mano, ni muñeca, ni reloj de pulsera.

Pero la enorme cabeza de nabo, con aquella boca abierta por completo y llena de dientes blancos que casi la partía por la mitad, continuaba viva. Y gritaba, un largo grito gorgoteante que sólo se interrumpía cada vez que una barracuda embestía el cuerpo que se bamboleaba bajo la superficie.

En la bahía que quedaba detrás de Bond se oyó un grito distante, pero él no le prestó la menor atención. Todos sus sentidos estaban concentrados en el horror que se desarrollaba en las aguas delante de sus ojos.

Una aleta surcó la superficie a unos pocos metros de distancia y se detuvo.

Bond percibió al tiburón tenso como un perro de caza; los rosados ojos de botón, cortos de vista, intentaban penetrar la nube de sangre y sopesar a la presa. Luego salió disparado hacia el pecho del hombre, y la cabeza que gritaba se hundió tan de repente como el corcho de una línea de pesca.

Algunas burbujas ascendieron a la superficie.

Una cola afilada con manchas marrones se agitó cuando el enorme tiburón leopardo retrocedió para tragar el bocado y atacar otra vez.

La cabeza volvió a salir flotando a la superficie. La boca estaba cerrada. Los amarillos ojos parecían mirar aún a Bond.

Entonces el morro del tiburón salió del agua y se lanzó hacia la cabeza con la curva mandíbula inferior tan abierta que los dientes destellaron al sol. Se oyó un gruñido del animal acompañado por otro de masticación y luego se hizo el silencio.

Los ojos de pupilas dilatadas de Bond continuaron mirando fijamente la mancha oscura, que cada vez se agrandaba más sobre el mar.

La muchacha gimió y atrajo su atención.

Detrás de él sonó otro grito, y entonces Bond volvió la cabeza hacia la bahía.

Era Quarrel, cuyo lustroso pecho pardo se encumbraba sobre el esbelto casco de una canoa mientras sus brazos movían el remo de pala; a bastante distancia detrás de él, todas las otras canoas de Shark Bay se deslizaban como chinches de agua sobre las pequeñas ondas que comenzaban a rizar la superficie.

Los frescos vientos alisios del noreste habían empezado a soplar y el sol brillaba sobre las aguas azules y las laderas verde claro de Jamaica.

Las primeras lágrimas desde que era niño asomaron a los ojos gris azulado de James Bond y se deslizaron por sus demacradas mejillas hasta caer al mar tinto en sangre.

Capítulo 23
Vacaciones de pasión

Como pendientes de esmeralda que se mecieran en el aire, los dos colibríes estaban realizando su última ronda por los hibiscos, y un sinsonte había comenzado a entonar su canto de atardecer, más dulce que el del ruiseñor, desde lo alto de un arbusto de jazmines cuyo aroma anunciaba la llegada de la noche.

La dentada sombra de una fragata flotó por la grama que cubría el jardín al pasar el ave planeando en las corrientes de aire, a lo largo de la costa, hacia alguna lejana colonia; y el martín pescador color azul pizarra parloteó con enojo al ver al hombre que estaba sentado en una silla, en el jardín. Cambió el rumbo de su vuelo y se desvió hacia el islote que se hallaba al otro lado de las aguas. Una mariposa color azufre revoloteaba entre las sombras purpúreas debajo de las palmeras.

Las aguas de la bahía, con sus varias tonalidades de azul, estaban totalmente quietas. Los acantilados del islote se habían tornado de un rosado vivo a la luz del sol que se ponía detrás de la casa.

Después del caluroso día, en el aire flotaba un aroma de atardecer y frescor, y el olor a humo de turba procedente de la tapioca que estaban tostando en una de las chozas de pescadores del poblado que quedaba a la derecha.

Solitaire salió descalza de la casa y avanzó por el césped.

Llevaba una bandeja con una coctelera y dos copas. La dejó sobre la mesa de bambú que había junto a la silla de Bond.

—Espero haberlo hecho bien —dijo—. Seis por uno parece demasiado fuerte. Nunca antes había tomado martini con vodka.

Bond alzó los ojos hacia la joven. Llevaba puesto uno de sus pijamas de seda. Era demasiado grande para ella y le confería un aspecto absurdamente infantil.

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