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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Vive y deja morir (24 page)

BOOK: Vive y deja morir
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Cuando regresaba a la pequeña casa de madera, sufrió sus primeras picaduras de jején. Quarrel rió entre dientes al ver las hinchazones planas que Bond tenía en la espalda y que pronto comenzarían a causarle una comezón enloquecedora.

—Nada puedo hacer para mantener alejados a esos bichos, capitán —dijo—, pero sí que puedo conseguir que deje de sentir picor. Será mejor que primero tome una ducha para quitarse la sal. Sólo pican durante una hora al anochecer, y la cena les gusta tomarla con sal.

Cuando Bond salió de la ducha, el isleño sacó un viejo frasco de medicina y untó las picaduras con un líquido marrón que olía a creosota.

—En las Caimán tenemos más mosquitos y jejenes que en ninguna otra parte del mundo —dijo—, pero no les prestamos atención, siempre y cuando tengamos esta medicina.

Los diez minutos de crepúsculo tropical trajeron consigo su melancolía, y luego las estrellas y la luna, llena en sus tres cuartas partes, resplandecieron desde el cielo y el mar se aquietó hasta un susurro. Se produjo el corto intervalo de calma entre los dos grandes vientos de Jamaica, y luego las palmeras comenzaron a susurrar una vez más.

Quarrel sacudió la cabeza en dirección a la ventana.

—El «viento del enterrador» —comentó.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Bond, alarmado.

—La brisa intermitente de la costa, la llaman los marineros —explicó Quarrel—El enterrador se lleva los malos aires de la isla durante la noche, nueve veces, de seis a seis. Luego, cada mañana llega el «viento del médico» y hace entrar el aire dulce del mar. Por lo menos los llamamos así en Jamaica.

Quarrel dirigió una mirada burlona a Bond.

—Supongo que usted y el enterrador tienen más o menos el mismo trabajo, capitán —dijo, medio en serio.

Bond profirió una corta carcajada.

—Me alegro de no tener que hacer el mismo horario —le aseguró.

En el exterior, los grillos y las ranas arborícolas comenzaron a cantar y croar, y la gran mariposa de la esfinge fue a posarse en el mosquitero de la ventana donde se aferró con las patitas, contemplando con tembloroso éxtasis las dos lámparas de aceite que pendían de las vigas cruzadas del interior.

De vez en cuando, un par de pescadores o un grupo de muchachas que proferían risitas, pasaban por la playa camino de la diminuta taberna de ron situada en un extremo de la bahía. Ningún hombre caminaba a solas por miedo a los
duppies
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que habitaban bajo los árboles, o al ternero rodante, el espantoso animal que llega rodando hacia las personas con las patas encadenadas y lanzando fuego por la nariz.

Mientras Quarrel preparaba una de las suculentas comidas de pescado, huevos y verdura que constituirían la dieta principal, Bond se sentó bajo la luz y se puso a leer los libros que Strangways había obtenido prestados del Instituto de Jamaica, libros que trataban sobre los mares tropicales y sus habitantes, escritos por Beebe, Allyn y otros autores, así como obras que versaban sobre la pesca submarina y cuyos autores eran Cousteau y Hass. Cuando se dispusiera a atravesar aquellos trescientos metros de mar, estaba decidido a hacerlo como un experto y no dejar nada al azar. Había calibrado bien a Big y suponía que las defensas del islote Surprise serían técnicamente brillantes. Pensaba que no implicarían cosas sencillas como armas de fuego y potentes explosivos. Big necesitaba trabajar sin que la policía lo molestara. Debía mantenerse fuera del alcance de la ley. Calculaba que, de alguna forma, se utilizaban las fuerzas naturales del mar para que hicieran el trabajo al señor Big, y debido a esto se concentró en la muerte causada por el tiburón y la barracuda, y tal vez por la manta raya y el pulpo.

Los hechos expuestos por los naturalistas eran escalofriantes y aterradores, pero las experiencias de Cousteau en el Mediterráneo y las de Hass en el mar Rojo y el Caribe resultaban más alentadoras.

Aquella noche, los sueños de Bond estuvieron poblados por pavorosos encuentros con calamares gigantes y rayas de aguijón venenoso, peces martillo e hileras de dientes como sierras de barracudas, así que gemía y sudaba en sueños.

Al día siguiente comenzó su entrenamiento bajo el ojo crítico y experto de Quarrel. Cada mañana nadaba un kilómetro y medio a lo largo de la playa antes del desayuno, y regresaba corriendo por la arena firme de la orilla hasta la casa. A eso de las nueve salían juntos en una canoa y, con lanzas, mascarillas y un viejo fusil submarino, Quarrel lo conducía a expediciones pasmosas por el tipo de aguas que hallaría en Shark Bay.

Ambos pescaban en silencio, a pocos metros de distancia el uno del otro, Quarrel moviéndose sin esfuerzo por un elemento en el que se encontraba casi como en casa. Muy pronto, también Bond aprendió a no luchar contra el mar, sino a entregarse a un juego de concesiones mutuas con las corrientes y remolinos, y a no batallar contra ellos, a usar las técnicas del judo dentro del agua.

El primer día regresó a la casa lleno de heridas e inflamaciones del coral, y con una docena de púas de erizo en cada costado. Quarrel le sonrió y trató las heridas con thimerosal y meprozamato. Luego, como cada noche, le dio un masaje con aceite de palmera durante media hora, mientras hablaba con voz queda acerca de los peces que habían visto ese día, explicándole los hábitos de los carnívoros y de los que se alimentan en el fondo, cómo funciona el camuflaje de los peces y sus mecanismos para cambiar de color mediante el torrente sanguíneo.

Tampoco él tenía noticia de que un pez hubiese atacado a un ser humano como no fuera por desesperación o porque hubiera sangre en el agua. Explicó que los peces raras veces pasan hambre en los mares tropicales, y que casi todas sus armas son para defenderse y no para atacar. La única excepción, admitió, era la barracuda. «Peces viles», los llamaba, audaces por no conocer otro enemigo que la enfermedad, capaces de nadar a ochenta kilómetros por hora en distancias cortas, y con la peor batería de dientes de todos los peces del mar.

Un día arponearon a uno de cuatro kilos y medio que había estado merodeando en torno a ellos, desapareciendo en la lejanía gris para reaparecer luego, silencioso, inmóvil en las aguas altas, con sus coléricos ojos de tigre relumbrando al mirarlos, tan cerca que podían ver el suave agitar de sus agallas y los dientes, brillantes como los de un lobo, a lo largo de la mandíbula cruel situada en la parte inferior.

Quarrel acabó por quitarle a Bond el fusil submarino y arponearlo, en un punto erróneo, a través del vientre aerodinámico. Se lanzó directamente hacia ellos, las mandíbulas abiertas al máximo de sus enormes articulaciones, como una serpiente de cascabel al atacar. Bond, desesperado, le lanzó una estocada con el fusil submarino justo cuando llegaba hasta Quarrel. Erró, pero la lanza se le metió entre las mandíbulas, que se cerraron de inmediato sobre la vara de acero y, cuando el pez arrancaba el arma de las manos de Bond, Quarrel lo apuñaló con su cuchillo y el animal se volvió loco y comenzó a nadar como un rayo por el agua con las entrañas colgándole, el fusil cogido entre los dientes y el arpón bamboleándose clavado en el cuerpo. Quarrel apenas podía sujetar la línea del arpón mientras el pez intentaba arrancarse la ancha lengüeta que le atravesaba la pared ventral, pero el isleño se desplazó con ella hasta una zona de arrecife sumergido, se subió a él y, lentamente, atrajo al pez hacia sí.

Cuando Quarrel le cortó la garganta y lograron arrancarle el fusil de entre los dientes, encontraron profundos arañazos brillantes en el acero.

Sacaron el pez a la orilla y Quarrel lo decapitó y le abrió la enorme boca con un palo. La mandíbula superior se alzó formando un ángulo casi recto con la inferior y dejando a la vista una fantástica batería de dientes afilados como navajas, tan apiñados entre sí que se superponían como las tejas de un tejado. Incluso la lengua tenía varias hileras de pequeños dientes recorvados, y en la parte frontal había dos enormes colmillos que se proyectaban hacia delante como los de una serpiente.

A despecho de que apenas pesaba más de cuatro kilos y medio, medía más de un metro veinte, como una bala niquelada de músculos y carne dura.

—No arponearemos más barracudas —declaró Quarrel—. De no ser por usted, yo estaría en el hospital durante un mes y probablemente perdería el rostro. He cometido una estupidez. Si hubiésemos nadado hacia él, se habría marchado. Siempre lo hacen. Son tan cobardes como todos los demás peces. No se preocupe por ésos —comentó al tiempo que señalaba los dientes—. No volverá a verlos.

—Espero que no —respondió Bond—. No me sobran los rostros.

Hacia finales de aquella semana, Bond estaba bronceado y con los músculos endurecidos. Redujo la cantidad de cigarrillos a diez por día y no tomó una sola gota de alcohol. Podía nadar tres kilómetros sin cansarse, tenía la mano completamente curada y había perdido todas las escamas de la vida en las grandes ciudades.

Quarrel se mostró complacido.

—Ya se encuentra preparado para el islote Surprise, capitán —declaró—, y no me gustaría ser el pez que intentara comérselo.

Al caer la noche del octavo día, cuando regresaron a la casa se encontraron con que Strangways los estaba esperando.

—Tengo buenas noticias para usted —anunció—. Su amigo Félix Leiter se recuperará. En todo caso, no morirá. Han tenido que amputarle los restos de un brazo y una pierna. Los cirujanos plásticos ya han comenzado a reconstruirle el rostro. Me llamaron ayer desde St. Petersburg. Al parecer, ha insistido en hacerle llegar un mensaje a usted. Es lo primero en que pensó (cuando fue capaz de pensar en algo). Dice que lamenta no poder estar con usted y quiere que le diga que no se moje los pies… o, en todo caso, que no se los moje tanto como él.

Bond estaba emocionado. Miró por la ventana.

—Dígale de mi parte que se dé prisa en recuperarse —respondió con tono abrupto—. Dígale que lo echo de menos. —Se volvió hacia el interior de la habitación.— ¿Qué hay del equipo? ¿Ha ido bien?

—Ya lo tengo todo —le aseguró Strangways—, y el
Secatur
zarpa mañana hacia Isle of Surprise. Después de pasar por la aduana de Port Maria, deberían de anclar antes del anochecer. El señor Big se encuentra a bordo…, es sólo la segunda vez que viene por aquí. Ah, y trae una mujer consigo. Una muchacha llamada Solitaire, según la CIA. ¿Sabe algo respecto a ella?

—No mucho —respondió Bond—. Pero me gustaría alejarla de él. No pertenece a su equipo.

—Ya veo que es algo así como una damisela en apuros —dijo el romántico Strangways—. Vaya historia. Según la CIA, esa muchacha es algo extraordinario.

Pero Bond había salido a la galería y contemplaba las estrellas. Nunca antes en su vida había tenido tantas cosas en juego. El secreto del tesoro, la derrota de un gran criminal, el desbaratamiento de una red de espionaje comunista, la destrucción de un tentáculo de SMERSH —la cruel maquinaria que constituía su objetivo personal— y, además, Solitaire, el premio personal definitivo.

Las estrellas parpadeaban transmitiéndole su críptico morse, pero él no disponía de la clave para descifrar dicho mensaje.

Capítulo 18
Beau Desert

Strangways se marchó, después de la cena, solo, y Bond convino con él que lo seguirían en cuanto despuntara el día. Le dejó una nueva pila de libros y panfletos que versaban sobre tiburones y barracudas, y Bond los leyó con concentrada atención. Añadieron muy poco a la ciencia popular que había aprendido de Quarrel. Todos habían sido escritos por científicos, y los datos referentes a ataques procedían de las playas del Pacífico, donde un cuerpo destellante en la espesa espuma atraería la atención de cualquier pez curioso.

Pero parecía existir un consenso general en que el peligro que corrían los buceadores con tanques de oxígeno era muy inferior al de los nadadores de superficie. Estos últimos podían ser atacados por casi cualquier miembro de la familia de los tiburones, en particular cuando el animal era estimulado y atraído por la presencia de sangre en el agua, por el olor del nadador, o por las vibraciones sensoriales generadas en el agua por una persona herida. Pero a veces era posible obligarlos a huir, leyó, mediante ruidos fuertes dentro del agua, incluso por el sistema de gritar debajo de la superficie, y a menudo escapaban si el nadador los perseguía.

La forma más eficaz de repelente para tiburones, según las pruebas realizadas por el laboratorio de investigación de la Armada de Estados Unidos, era una combinación de acetato de cobre con una tinta de nigrosina oscura, y las pastillas de esa mezcla eran ahora adheridas a los chalecos salvavidas de todos los miembros de la Armada estadounidense.

Llamó a Quarrel. El isleño de las Caimán reaccionó con mofa hasta que Bond le leyó lo que el departamento de la Armada tenía que contar acerca de las investigaciones realizadas al final de la guerra con manadas de tiburones estimulados por lo que se describía como «condiciones de extremado comportamiento de tumulto…» «Con restos de pescado, los tiburones fueron atraídos a la parte trasera de un pesquero de camarones —leyó Bond—. Aparecieron como un banco chapoteante que lanzaba dentelladas. Preparamos un tanque con pescado fresco y otro con pescado mezclado con polvo repelente. Nos situamos encima del banco de tiburones y el cámara comenzó a rodar. Con una pala eché al mar el pescado normal durante treinta segundos, mientras los tiburones, chapoteando como locos, se los comían. Luego comencé con el pescado que tenía el repelente y eché paladas de éste al agua durante treinta segundos, repitiendo la operación tres veces. En la primera prueba, los tiburones se habían mostrado bastante feroces al alimentarse justo al lado de la popa de la barca, pero dejaron de comer apenas cinco segundos después de que les hubiésemos arrojado la mezcla con repelente. Unos pocos de ellos regresaron cuando se echó el pescado normal inmediatamente después del que contenía repelente. En la segunda prueba, realizada treinta minutos más tarde, un grupo feroz se alimentó durante los treinta segundos en que arrojamos pescado normal al mar, pero se alejaron en cuanto el repelente tocó el agua. No se produjo ningún ataque contra el pescado mientras el repelente permaneció en el área. En la tercera prueba no hubo manera de lograr que los tiburones se acercaran a menos de veinte metros de la popa de la barca.»

—¿Qué puede decirme al respecto? —preguntó Bond.

—Que será mejor que consiga un poco de eso —respondió Quarrel, impresionado a su pesar.

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