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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (16 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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Lentamente, Kilian se abrochó el pantalón y comenzó a retroceder, se dio la vuelta y se apresuró a alejarse de allí con el corazón palpitante. No se fijó por dónde iba y al cabo de unos minutos se dio cuenta de que caminaba en la dirección contraria a las voces de los braceros. Maldijo por lo bajo y volvió sobre sus pasos. De repente escuchó una exclamación emitida por una voz familiar, a escasos metros de donde se encontraba. Prestó atención y supo que era Gregorio. Probablemente se hubiera internado en el bosque por la misma razón que él lo había hecho. Respiró aliviado. El otro empleado conocía cada palmo de ese terreno. Se acercó con decisión, haciendo ruido para que lo oyera, a la entrada de un diminuto claro entre tanta espesura.

—¡Gregorio! No te lo vas a creer, pero no sé cómo…

Se detuvo en seco.

Gregorio estaba tumbado boca abajo, sumergido en un intenso abrazo con un cuerpo entre cuyas piernas se convulsionaba y gemía. Una mano de mujer señaló hacia donde se encontraba Kilian. Gregorio detuvo sus movimientos, se incorporó sobre un codo, giró la cabeza y soltó un juramento.

—¿Te gusta mirar o qué? —gritó mientras se ponía en pie tratando de subirse los pantalones.

Kilian se sonrojó por la pregunta y por la visión del pene del hombre, todavía erecto entre sus huesudas piernas. La mujer continuaba tumbada en el suelo, sonriendo completamente desnuda sobre el anaranjado
clote
. A su lado había un cesto vacío. Reconoció a la mujer que se había adentrado en la selva desde los cacaotales.

—Perdona… —comenzó a disculparse—. Me he metido en el bosque y me he desorientado. Te he oído y he caminado hacia aquí. No pretendía molestar.

—¡Pues lo has hecho! ¡Me has dejado a medias!

Indicó a la mujer que se levantara. Ella se levantó y se ajustó la tela alrededor de la cintura. Cogió el cesto, lo colocó sobre su cabeza con intención de marcharse y tendió la mano en dirección al
massa
.


Give me what you please
—dijo.

—¡De eso nada! —replicó Gregorio—. Esta vez no he terminado, así que no cuenta.

Le hizo gestos para que desapareciera.


You no give me some moní
? —La mujer puso cara de fastidio.


Go away
!
I no give nothing now. Tomorrow, I go call you again
.

La mujer apretó los dientes y se marchó ofendida. Gregorio recogió su salacot del suelo, lo sacudió y se lo colocó.

—Y tú —le dijo a Kilian en tono sarcástico—, no te alejes del camino si no quieres perderte. —Pasó por su lado sin mirarlo siquiera—. Con lo valiente que eres, no resistirías ni un par de horas en la selva.

Kilian apretó los puños y lo siguió en silencio, todavía avergonzado por lo que acababa de ver. Sin previo aviso, un nuevo brote de picor invadió su piel y empezó a rascarse con rabia.

Su hermano tenía razón. Tendría que espabilar.

En todos los sentidos.

Por la noche, como estaba previsto, cenaron todos juntos para despedir a Dámaso, un hombre amable de pelo completamente blanco y facciones blandas que regresaba a España después de casi tres décadas de prestar sus servicios como médico en la colonia.

Se sentaron alrededor de la mesa agrupados por años de experiencia. Hacia un lado, Lorenzo, Antón, Dámaso, el padre Rafael, encargado de celebrar misa en el poblado de Zaragoza y de las labores de maestro, Gregorio y Santiago, uno de los empleados más veteranos. Hacia el otro extremo de la mesa se colocaron los menores de treinta años: Manuel, Jacobo, Kilian, Mateo y Marcial. A excepción de la fiesta de la cosecha o de la visita de alguna autoridad, pocas veces estaba el comedor tan animado. Mientras los
boys
, incluido Simón, servían la cena, los mayores recordaban batallitas de sus primeros años en la isla y los más jóvenes escuchaban con la incredulidad y la jactancia de la inexperiencia.

Al finalizar la cena, el gerente pidió unos minutos de silencio para pronunciar, en honor a su buen amigo Dámaso, un breve discurso al que Kilian prestó poca atención por culpa de las generosas cantidades del vino riojano Azpilicueta que Garuz había ofrecido y porque el picor de su cuerpo realmente le producía un terrible malestar. Hubo aplausos, emoción y palabras de agradecimiento.

A medida que el nivel de las botellas de vino decrecía, la conversación aumentaba de tono.

—¿Ya se ha despedido usted de todo el mundo? —preguntó maliciosamente Mateo, un simpático madrileño menudo, fibroso y nervioso cuyo pequeño bigote siempre estaba preparado para adaptarse a una sonrisa bajo su afilada nariz.

—Creo que sí —respondió el doctor.

—¿De todo el mundo? —insistió Marcial, el compañero de Jacobo en el patio de Yakató, un peludo hombretón de casi dos metros de altura de facciones carnosas y una bondad tan grande como sus manos, que parecían palas.

El doctor sabía por dónde iban, pero no quiso entrar al trapo.

—Los que realmente me importan están en esta mesa —dijo, señalando a los que tenía más cerca—. Por lo tanto, repito que sí.

—Si don Dámaso dice que sí, es que sí. —Santiago, un hombre tranquilo y juicioso de cabello lacio, extremadamente pálido y delgado, que tendría la edad de Antón, acudió en su defensa.

—Pues yo sé de una persona que estará muy triste esta noche… —intervino Jacobo.

Los más jóvenes estallaron en carcajadas. Todos menos Kilian, que no sabía a quién se refería su hermano.

—¡Ya está bien, Jacobo! —le reprendió Antón, señalando con la vista al padre Rafael. Esas conversaciones no le agradaban lo más mínimo.

Jacobo levantó las palmas de las manos y se encogió de hombros en actitud inocente.

—Jovencito, no te pongas impertinente —le amenazó Dámaso agitando el dedo índice en el aire—. El que esté libre de pecado, que lance la primera piedra, ¿verdad, padre?

Los demás se rieron de nuevo por la ambigüedad con la que de manera inocente el médico había formulado el comentario. El padre Rafael, un hombre grueso de cara redonda, labios carnosos, barba y calvicie adelantada, a quien todos tenían mucho aprecio por su carácter afable, se sonrojó visiblemente y Dámaso matizó con toda naturalidad:

—No me refería a usted, padre Rafael. Faltaría más. Citaba a la Biblia. ¡Estos jóvenes…! —Sacudió la cabeza—. Se cree el ladrón…, etcétera.

—Así les va —comentó el sacerdote con voz pausada—. Yo no me canso de repetir a todos que cuanto más puedan aguantar sin una mujer, más lo agradecerán la salud y el bolsillo. Me temo que en esta tierra de pecado es como predicar en el desierto. —Suspiró y miró a Kilian—. Cuida tus compañías, muchacho… Me refiero a estos rufianes, claro… —añadió con un guiño de complicidad que provocó de nuevo la hilaridad de los demás.

—En fin, yo creo que ha llegado el momento de irse a dormir, ¿no os parece? —Dámaso apoyó las manos sobre la mesa y se puso de pie—. Me espera un viaje muy largo.

—Yo también me voy a la cama —dijo Antón con expresión cansada.

Kilian y Jacobo cruzaron una rápida mirada. Los dos pensaban lo mismo. Unas oscuras ojeras enmarcaban los ojos de Antón. Últimamente siempre estaba cansado. ¡Qué contraste con el padre que recordaban de su juventud! Jamás lo habían visto enfermo, ni lo habían escuchado quejarse por nada. Había sido un hombre fuerte, física y moralmente. Años atrás, a los dos días de llegar a Pasolobino desde África, ya estaba encargándose de las labores del campo como si nunca se hubiera ido. «Tal vez debería tomarse unas vacaciones —pensó Kilian—. O retirarse de las colonias, como Dámaso.»

El viejo doctor se despidió uno por uno con un afectuoso apretón de manos y se dirigió a la puerta acompañado de Antón, Lorenzo, Santiago y el padre Rafael, que aprovecharon la ocasión para retirarse. Jacobo se levantó y también salió, después de hacer un gesto con la mano indicando que regresaba enseguida. Al llegar a la puerta, Dámaso se giro y dijo:

—Por cierto, Manuel. ¿Puedo darte un último consejo? —Manuel asintió—. Tiene que ver con los picores de Kilian. —Hizo una pausa para asegurarse de que los jóvenes le escuchaban—: Alcohol yodado salicílico. —Kilian hizo un gesto de extrañeza y Manuel se ajustó las gafas mientras sonreía agradecido por la sutil manera con la que el viejo doctor le pasaba el testigo—. Que se frote todo el cuerpo con eso y en quince días el sarpullido habrá desaparecido. Buenas noches.

—Buenas noches y buen viaje —le deseó Jacobo, que entraba portando la botella de whisky que había comprado en la tienda de Julia—. Si no le importa, nos tomaremos un último trago a su salud.

Dámaso le dio una cariñosa palmada en el hombro y salió del comedor con el corazón apenado pensando en las veladas como aquella que a partir de ese momento solo formarían parte de sus recuerdos.

Jacobo pidió a Simón que trajera vasos limpios para la bebida. Entre sorbos y risas, Kilian supo que la persona que más echaría de menos a Dámaso era Regina, su
amiga íntima
fija de los últimos diez años, por lo menos.

—¡Diez años! Pero ¿no tiene esposa e hijos en España? —preguntó con voz pastosa.

—¡Por eso precisamente! —Marcial se sirvió otro trago. Su cuerpo era capaz de admitir el triple de alcohol que el de los demás—. España está muy lejos.

—Y a ellas les gusta hacerse amigas nuestras… —apuntó Mateo con un gesto de resignación que Marcial imitó—. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Conocen nuestra debilidad!

Kilian se acordó de la imagen de Gregorio tumbado sobre una mujer en el bosque y de la conversación en el coche con Jacobo.

—No hay duda de que nuestras
amigas
nos ayudan a que la vida en la isla sea mucho más llevadera. —Jacobo levantó su vaso por encima de su cabeza—. ¡Brindo por ellas!

Los demás acompañaron el brindis y bebieron, tras lo cual se hizo un breve silencio.

—¿Y qué pasará ahora con esa tal Regina? —preguntó Kilian.

—¡Pues qué va a pasar! —respondió Mateo peleando con los botones de su camisa. El ventilador del techo no proporcionaba el más mínimo alivio al calor intensificado por el alcohol—. Estará triste unos días y luego se buscará a otro. Es lo que hacen todas.

—Hombre, a esta le costará porque ya está madurita —añadió Marcial, rascándose una de sus grandes orejas con lentitud—. Pero ha vivido muy bien estos años, como una señora. ¡Don Dámaso era un caballero!

Kilian contempló con ojos vidriosos el profundo color ámbar del líquido. Le resultaba curiosa la idea que tenían sus amigos de ser un caballero. Según sus palabras, era normal compartir los momentos más íntimos con una mujer durante diez años y luego amoldarse al calor de los brazos de la esposa como si nada hubiera pasado.

Manuel llevaba un rato observando a Kilian. Podía imaginarse las preguntas que pasaban por su cabeza. No era fácil para un joven español, criado en un entorno donde todo era pecado, donde las parejas no podían darse muestras de cariño en público y hasta el adulterio se consideraba delito, comprender las reglas no escritas de una sociedad donde el sexo se disfrutaba casi con la misma naturalidad que el comer. Eran unas reglas a las que la mayoría de los hombres se adaptaban fácilmente, pero no todos eran igual. En comparación con sus amigos, él mismo llevaba una vida que podría calificarse de bastante ordenada.

—¿Y qué pasa si hay hijos de esas uniones? —preguntó al cabo de un rato Kilian.

—Tampoco hay tantos… —intervino Jacobo.

—Cierto, las morenas saben cómo evitarlo —apostilló Gregorio con total seguridad.

—Sí que hay, ya lo creo que hay —los interrumpió Manuel con voz dura—. Lo que pasa es que no los queremos ver. ¿De dónde os creéis que han salido todos los mulatos que veis por Santa Isabel?

Mateo y Marcial cruzaron una rápida mirada antes de bajar la vista un poco avergonzados. Jacobo aprovechó para rellenar los vasos.

—Mira, Kilian, lo normal es que el hijo se quede con la madre y esta reciba una manutención. Conozco muy pocos casos, creo que los podría contar con los dedos de la mano, en que los hijos mulatos han sido reconocidos e incluso enviados a estudiar a España. Pero, como te digo, eso es rarísimo.

—¿Y conoces algún caso en que se hayan casado un blanco y una negra?

—A fecha de hoy no. Y si alguno lo ha intentado, se le ha obligado a marcharse a España.

—¿Y para qué querría uno casarse con una negra? —preguntó Gregorio con cierto desprecio.

—¡Para nada! —respondió Marcial, empujando sus anchos hombros contra el respaldo de la silla—. ¡Si ya te lo dan todo sin necesidad de pasar por el altar!

Jacobo, Mateo y Gregorio sonrieron en actitud cómplice. Manuel hizo un gesto de desagrado por el desafortunado comentario y Kilian no dijo ni hizo nada porque estaba meditando sobre todo lo que habían hablado.

Gregorio hacía rato que observaba con detenimiento el interés de Kilian por la conversación y aprovechó para meterse con él.

—Sí que te interesa el tema. ¿Es que ya tienes ganas de probarlas?

Kilian no respondió.

—Deja al chico en paz, anda —dijo Mateo golpeándole suavemente en un brazo.

Gregorio entrecerró los ojos y echó el cuerpo hacia delante:

—¿O es que igual te crees que Antón es un santo…? ¡Con la de años que lleva en Fernando Poo, habrá tenido un montón de
miningas
!

—Gregorio… —insistió Mateo al ver que el semblante de Jacobo cambiaba de color.

Una cosa era hablar en tono jocoso de las mujeres y otra, mentir con intención de hacer daño, que era lo que Gregorio pretendía. Todos los allí presentes conocían sobradamente a Antón. Y, en cualquier caso, las conversaciones entre caballeros incluían un pacto implícito de discreción. Todas las bromas se detenían en un límite aceptable. Así se funcionaba en la isla.

—Es posible que hasta tengas hermanos mulatos dando vueltas por ahí… —continuó el otro con una desagradable sonrisa—. ¿Qué opinaría tu madre, eh?

—¡Ya basta, Gregorio! —saltó Jacobo en tono amenazador—. ¡Mucho cuidado con lo que dices! ¿Me oyes? ¡Eso es mentira y lo sabes!

—¡Oye, oye, tranquilo! —dijo Gregorio con arrogancia—. Que yo sepa, es tan hombre como los demás…

Manuel se volvió contra él:

—Desde luego, mucho más que tú.

—Eso, no nos hagas hablar… —añadió Mateo atusándose el bigote.

—¡Solo me estaba metiendo con el novato! —Gregorio trató de justificarse al verse en minoría—. Era una broma. Aunque yo no pondría la mano en el fuego ni por Antón…

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