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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (14 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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Indicó al cocinero que le diera el cuchillo. Partió las dos malangas en dos partes exactamente iguales y puso en cada plato una mitad de cada una. Devolvió el cuchillo a su dueño y sin decir nada regresó a donde estaba y se sentó en el suelo. Simón acudió a su lado e insistió en que comiera porque aún quedaban muchas horas hasta la cena. Kilian probó algo, pero sin muchas ganas. Seguía dando vueltas a la absurda situación de la patata.

—Ha sido lo más justo, ¿no te parece? —dijo finalmente.

Simón adoptó una expresión pensativa y su frente se arrugó todavía más.

—¿Simón…?

—Oh, sí, sí, claro,
massa
—respondió este—. Ha sido justo…, pero no para el verdadero dueño de la malanga grande.

Durante los siguientes días, Kilian se pasó las horas entre ruidos de camiones y caminos polvorientos, cánticos nigerianos, gritos en
pichi
, golpes de machete, riñas y discusiones, y hojas de bananos, eritrinas y cacaos.

Cuando llegaba al patio de Sampaka estaba tan cansado que comía poco, acudía a las clases de conducir que le impartían Jacobo y Waldo, escribía unas líneas en tono forzadamente alegre a Mariana y Catalina, y se retiraba pronto a dormir acompañado por los inseparables picores que se habían apoderado de su cuerpo debido al sudor permanente que le provocaba la elevada temperatura.

Antón y Jacobo no eran ajenos a los malos momentos por los que atravesaba el joven. En la cena apenas conversaba y era evidente que entre Gregorio y él no existía camaradería de ningún tipo. Simplemente se ignoraban, aunque Gregorio lo importunaba haciendo comentarios delante del gerente con los que cuestionaba su valentía y vigor; comentarios por los que Jacobo tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no liarse a puñetazos.

Una noche en que Kilian se retiró a dormir sin terminar el postre, Antón decidió acompañarlo a la habitación.

—Date tiempo, hijo —comenzó a decirle nada más salir del comedor—. Al principio es duro, pero poco a poco, gracias al trabajo, a la disciplina y a las normas establecidas en la finca te irás adaptando. Sé cómo te sientes. Yo también pasé por lo mismo.

Kilian levantó las cejas, asombrado.

—¿También tuvo a alguien como Gregorio de compañero?

—No me refería a eso —se apresuró a aclarar Antón—. Quiero decir que… —carraspeó y bajó la vista—, no sé ni cómo ni cuándo, y apenas sé nada del resto de África, pero llegará un día en que esta pequeña isla se apoderará de ti y desearás no abandonarla. Tal vez sea la increíble capacidad de adaptación que tenemos los hombres. O tal vez haya algo misterioso en esta tierra. —Extendió una mano para señalar el panorama que se extendía a lo lejos de la balconada donde se encontraban y volvió a mirar a Kilian a los ojos—. Pero no conozco a nadie que se haya marchado sin derramar lágrimas de desconsuelo.

En esos momentos, Kilian no podía entender plenamente el significado de lo que su padre le decía.

Habrían de pasar años para que todas y cada una de las palabras cobrasen vida con la intensidad de una maldición cumplida.

IV

Fine city
(La hermosa ciudad)

—De acuerdo —accedió Jacobo—, pero a la vuelta conducirás tú.

Kilian entró rápidamente en la furgoneta de plataforma trasera descubierta, a la que todo el mundo llamaba
picú
por simplificación del inglés
pickup
, antes de que su hermano cambiara de opinión. Después de quince días de clases intensivas con Waldo y Jacobo por los caminos de la finca, había obtenido el carné de conducir válido para coches y camiones, pero adentrarse en las calles de la ciudad era otra historia.

—En cuanto haya hecho el trayecto una vez contigo, me sentiré capaz de hacerlo yo solo —prometió.

El gerente les había encargado unas compras de herramientas y material en las factorías de Santa Isabel. Hacía un día de calima y bochorno, propio de la estación seca, que duraba desde noviembre hasta finales de marzo. En la
seca
se deforestaban nuevos terrenos para cultivar; se hacía leña para los secaderos; se podaba el árbol del cacao y se limpiaba el bikoro, la hierba que crecía a su alrededor; se nutrían los semilleros; y se hacían y arreglaban las carreteras y caminos de las fincas. Kilian había aprendido que la tarea más importante de todas era la de chapear: mantener los machetes siempre en funcionamiento, a pesar del terrible calor, arriba y abajo, a un lado y a otro, para librarse de las malas hierbas que surgían misteriosamente de un día para otro.

Era pronto por la mañana y Kilian ya sudaba dentro de la
picú
. Pronto regresarían los picores que se habían apoderado de su cuerpo desde el primer día y que lo volvían loco. Hubiera dado cualquier cosa por tener cuatro manos para rascarse por varios sitios a la vez. Por desgracia, los remedios que le había propuesto Manuel no habían dado resultado y solo le quedaba la esperanza de que poco a poco su piel se fuera acostumbrando a los rigores del entorno y que el escozor remitiera de una vez.

—¡No sabes cuánto echo de menos el fresco de la montaña! —comentó, pensando en Pasolobino—. Este calor acabará conmigo.

—¡Mira que eres exagerado! —Jacobo conducía con el codo apoyado en la ventanilla abierta—. Al menos ahora la ropa no se pega a la piel. Ya verás cuando llegue la
húmeda
. De abril a octubre, agua y más agua. Estarás asquerosamente pegajoso todo el día.

Estiró el brazo hacia afuera para que su mano jugase con el aire.

—Gracias a Dios, hoy tendremos este aprendiz sahariano de harmatán para aliviarnos.

Kilian se fijó en que el poco cielo visible sobre sus cabezas a lo largo de la estrecha carretera empezaba a cubrirse con un fino polvo en suspensión e iba adquiriendo un color gris rojizo.

—No entiendo cómo te puede aliviar este viento molesto que enturbia todo e irrita los ojos. —Recordó las ventiscas de limpia nieve—. A mí me resulta agobiante.

—¡Pues espera a que un día sople fuerte de verdad! Por no verse, no se ve ni el sol durante días. ¡Masticarás arena!

Kilian torció el gesto en una mueca de asco y hastío. Jacobo lo observó por el rabillo del ojo. Su hermano tenía la piel quemada por el sol, pero aún pasarían semanas antes de que el color rojo se convirtiera en el tostado que lucían los demás hombres de las fincas. Lo mismo sucedería con su estado de ánimo: pasaría un tiempo antes de que abandonase esa debilidad que le confería un aire de adolescente distante. Él mismo había pasado por ese proceso: a medida que sus brazos se volvían más musculosos y su piel se curtía, su actitud se acomodaba a los rigores de esa tierra salvaje. Podía imaginarse lo que pasaba por la cabeza de Kilian. Entre el calor sofocante, el trabajo agotador, las riñas de braceros y capataces, su cuerpo poseído por una quemazón continua, y su
estupenda
relación con el insufrible
massa
Gregor, a buen seguro se sentía incapaz de detectar alguna de las maravillas que se habría imaginado antes de llegar a la isla. Tal vez, pensó, hubiera llegado la hora de presentarle a alguna de sus amigas nativas para alegrar su espíritu. Una de las ventajas de la vida de un soltero en Fernando Poo era que… ¡no había límites al deseo!

—¿Y qué? ¿Cómo van las cosas por
Obsay
?—preguntó con la misma naturalidad con la que habían conversado sobre el tiempo.

Kilian tardó unos segundos en responder. Jacobo era la única persona a la que podía confesar sus inquietudes, pero no quería que lo tachase de quejicoso. Quienes los conocían por primera vez siempre aludían al gran parecido que tenían ambos hermanos, y eso era algo que a Kilian le sorprendía sobremanera, porque aunque él le sobrepasase en unos centímetros, a su lado se sentía endeble en muchos sentidos. Jacobo irradiaba fuerza y energía por todos los poros de su piel. Allá donde iban no podía pasar desapercibido. Jamás lo había visto triste, ni siquiera en la época del colegio. Tenía claro lo que esperaba de la vida: disfrutar al máximo cada segundo sin plantearse cuestiones profundas. Había que trabajar porque no quedaba más remedio, pero si un año la cosecha iba mal, eso no era su problema, él cobraría igual. No sufría. Jacobo no sufría por nada.

—¿Se te ha comido la lengua el gato?

—¿Eh? No, no. Gregorio sigue igual. Lo peor es que me hace quedar mal con los braceros. Les dice por detrás que no me hagan caso porque soy novato, pero luego me los envía a mí para que resuelva sus disputas. Lo sé por Waldo.

—Eso es porque te tiene envidia. Garuz dijo que necesitaba a alguien para poner orden en ese patio. Ha sido muy inteligente por su parte enviar a uno nuevo que lo hace bien y muestra interés. Si sigues así, pronto serás encargado en el patio central.

—No sé. Tal vez me falte autoridad. Me cuesta que los braceros me hagan caso. Tengo que repetir las cosas veinte veces. Esperan hasta que me cabreo y les grito, y entonces me miran con una sonrisita y obedecen.

—Amenázales con avisar a la guardia. O con enviarlos a la
curaduría
de Santa Isabel y que les metan una sanción y les descuenten días del sueldo.

—Ya lo he hecho. —Kilian se mordió el labio un tanto avergonzado—. Lo malo es que les he dicho mil veces que lo voy a hacer, pero luego me arrepiento. Y claro, es el cuento del lobo. No me creen. Me toman por el pito del sereno.

—¡Pues suéltales un
melongazo
con la vara y ya verás si te obedecen!

Kilian lo miró con expresión de sorpresa.

—¡Pero yo no he pegado nunca a nadie! —protestó. No podía creerse que su hermano sí lo hiciera.

—¿Cómo que no? —bromeó Jacobo—. ¿Te has olvidado de nuestras peleas infantiles?

—Eso era diferente.

—Si no puedes hacerlo tú, se lo ordenas a uno de los capataces y ya está. —Jacobo endureció un poco el tono—: Mira, Kilian, cuanto antes te hagas respetar, mejor. A muchos de España les gustaría estar en tu lugar y cobrar el sueldo que cobras…

Kilian asintió en silencio. Miró por la ventanilla y distinguió unos pequeños monos de expresión graciosa que parecían despedir a la
picú
de los cacaotales. Un tupido manto verde acompañó su vista hasta los aledaños de Santa Isabel, donde el camino se convirtió en carretera asfaltada.

—Primero daremos una vuelta rápida por la ciudad para que te sitúes —dijo Jacobo—. Tenemos tiempo de sobra. ¡Y deja ya de rascarte! ¡Me pones nervioso!

—¡Es que no lo puedo evitar! —Kilian colocó las manos bajo sus muslos para frenar la tentación de frotar con fuerza cada centímetro de su piel.

Jacobo condujo por las rectas y simétricas calles que parecían trazadas con tiralíneas desde el mismo mar hasta el río Cónsul, que marcaba la línea divisoria con el bosque. Empezaron visitando la parte alta de la ciudad, habitada en su mayoría por nigerianos. Multitud de niños correteaban y jugaban con pelotas de goma hechas con el líquido viscoso del árbol de caucho, o lanzaban bolas secas desde cerbatanas improvisadas con las ramas huecas del papayo. Hombres y mujeres jóvenes, ellos con el torso desnudo y ellas portando bultos sobre las cabezas y con niños en los brazos, caminaban ante los puestos callejeros y comercios exóticos con productos del país o importados de muchas partes del mundo. Las vendedoras intentaban ahuyentar con plumeros de hojas a las insistentes moscas que merodeaban por los palos en los que estaban ensartados pescados y carnes de mono y
gronbíf
, una rata de campo del tamaño de una liebre. Hasta el coche llegaba el olor picante de los guisos preparados que se exhibían al lado de las nueces de
bitacola
, que los nativos comían para combatir el cansancio, y las verduras frescas dispuestas sobre el papel del periódico
Ébano
o sobre hojas de banano. Era todo un despliegue de ruido, color, olor y movimiento. Un festín para los sentidos.

Kilian se fijó en que, aunque la mayoría llevaban camisa sobre el
clote
anudado a la cintura que el suave viento pegaba a sus piernas, algunas mujeres llevaban los pechos al descubierto. Con una pícara sonrisa en los labios y un brillo de novedosa excitación en los ojos, durante un buen rato aprovechó la oportunidad de detener la mirada en los oscuros y firmes pezones de las muchachas. Se sonrió al imaginar a sus amigas de Pasolobino vestidas, o mejor dicho,
desnudas
, de esa manera.

Las viviendas de la zona alta eran de chapa de zinc o tablas de madera de
calabó
con techos también de chapa o de hojas de palmera llamadas
nipa
trenzadas con cuerdas de
melongo
. A medida que se aproximaban a la zona de los europeos y de los comerciantes prósperos de todas las razas, las edificaciones se convertían en series de casas parecidas rodeadas de cuidados jardines con árboles de frutos exóticos, de papayas, cocos, mangos, guayabas y aguacates, y arbustos cubiertos de flores, de dalias, rosales y crisantemos. La parte baja y trasera de muchas de aquellas casas eran almacenes y comercios y la parte superior estaba dedicada a vivienda.

Jacobo detuvo la
picú
frente a una de aquellas casas, saltó afuera, indicó a su hermano que hiciera lo mismo y le dijo:

—Yo voy un momento a la farmacia de la esquina a ver si me dan algo para ese
cro-cró
que no te deja vivir. —Señaló uno de los edificios, cuya fachada lucía el nombre Factoría Ribagorza y que pertenecía a una familia del valle de Pasolobino—. Tú ve comprando y que lo apunten a nombre de la finca.

Nada más entrar, Kilian se sorprendió de la cantidad de objetos variados que se amontonaban por el suelo y las estanterías. Distinguió todo tipo de herramientas —lo normal en una ferretería— cerca de botes de conserva, zapatos, máquinas de coser, perfumes y accesorios de vehículos. Su actitud debía diferir bastante de la de los clientes habituales porque una alegre vocecilla soltó a sus espaldas:

—Si no encuentra lo que busca, se lo puedo conseguir.

Se dio la vuelta y descubrió a una muchacha de su edad, bastante guapa, no muy alta, con el pelo castaño y una expresión simpática que le resultó vagamente familiar. Para su sorpresa, porque nunca había visto a una mujer ataviada así, vio que llevaba unos pantalones de pinzas de color verde y un jersey blanco de manga corta con rombos. Un favorecedor pañuelo rojo le adornaba el cuello. La chica entornó primero los ojos, luego los abrió de par en par y exclamó:

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