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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

Las violetas del Círculo Sherlock (51 page)

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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Teniendo en cuenta aquellas oscuras previsiones que él mismo trazaba, Tomás había comenzado a valorar la posibilidad de ayudarse un poco a sí mismo, dada la improbable colaboración divina en lo que estaba tramando.

Sí, naturalmente, reconocía que lo que estaba urdiendo no era un milagro, sino una rastrera estrategia para seguir vendiendo artículos. Claro que resultaba deleznable enriquecerse gracias a la muerte del prójimo, pero él tenía un estómago a prueba de bomba, algo imprescindible para triunfar en su profesión.

Los últimos días habían aupado de nuevo a Tomás a la cresta de la ola. Las tertulias televisivas se lo disputaban; los periódicos subastaban sus artículos, e incluso le habían deslizado el proyecto de dar forma a un guión para una película. Y eso por no hablar de un suculento adelanto que una editorial le había ofrecido por un libro cuando todo aquello hubiera acabado.

Era, sin duda, el hombre de moda. Había sido el único periodista que tuvo la intuición de que el primero de aquellos crímenes era sospechosamente parecido al de Mary Ann Nichols, asesinada por Jack el Destripador. Y después, sin que nadie supiera cómo, había sido el primer periodista en llegar a la escena del segundo crimen. Bullón tenía las únicas fotografías del cadáver y la única entrevista a la persona que encontró el cuerpo. Además, había sido él quien reveló el nombre de la segunda víctima antes de que la policía lo diera a conocer y había escrito sobre la detención de Serguei Vorobiov antes que ningún colega.

Sin embargo, las noticias se consumen con gran rapidez. A Bullón le parecían bengalas que producían mucha luz en el momento en que se daban a conocer, pero luego la llama se extinguía rápidamente. El lector, el oyente, el espectador, pronto era seducido por otra bengala diferente, por otra noticia. Y Bullón necesitaba con urgencia una nueva bengala. No importaba qué mano la prendiera.

2

16 de septiembre de 2009

S
erguei Vorobiov había pasado las peores horas de su vida.

Le habían puesto un abogado de oficio, y este le había aconsejado que no dijera ni una sola palabra si él no estaba presente. La policía no tenía prueba alguna que lo incriminara. Los cuchillos con los que tallaba aquellas figuras de madera no contenían rastros de sangre. Pero Serguei había sido visto hablando con la segunda de las mujeres asesinadas. Algunos clientes del bar en el que Yumilca fue vista con vida por última vez juraron que el ruso se había acercado a la mulata para ofrecerle aquellas tallas de madera, y ella lo rechazó. Por otra parte, vivía en el mismo piso que la primera mujer degollada, y el inspector Gustavo Estrada interpretaba que no podía ser fruto de la casualidad que Serguei hubiera estado en contacto con las dos mujeres muertas y que además fuera un virtuoso con el cuchillo.

Estrada había descubierto algunas cosas más, y todas le parecían sumamente interesantes. Para empezar, resultaba que la mujer del ruso, Raisa, pertenecía a una familia que durante el régimen comunista había gozado de una envidiable posición. Los dos eran violinistas, pero Raisa también había sido nadadora y atleta. Tenía una estatura superior a la de muchos hombres y una musculatura considerable. La natación había ensanchado su espalda y sus brazos eran poderosos. Incluso ella, pensó el inspector, podía haber matado a aquellas mujeres.

Palacios y Estrada habían interrogado a Raisa tratando de llevarla al límite de su paciencia. ¿Por qué había discutido con Daniela Obando? ¿Cuál era la causa de su odio hacia las prostitutas?

Los dos policías veían cómo la ira iba prendiendo en los ojos de aquella mujer alta y rubia, pero no lograban que ella diera un paso en falso.

Más tarde presionaron a Serguei. Su mujer estaba siendo investigada como cómplice de aquellos crímenes, le decían. Sabían que Raisa odiaba a las prostitutas, añadían, y suponían que fue ella quien le incitó a matar a las dos sudamericanas. ¿Por qué no confesaba? ¿Qué destino aguardaba a sus dos hijos si sus padres terminaban en la cárcel?

Serguei creía que iba a volverse loco. Los dos policías no podían sospechar que en la mente del músico se había encendido una luz minúscula que estaba a punto de provocar una fractura en su corazón. Él sabía algo que los dos inspectores de policía desconocían.

Los locutorios eran el cordón umbilical que unía a los inmigrantes con sus familias, con su país, con sus raíces. En el barrio norte había al menos una decena de locutorios a los que cada día acudían multitud de mujeres y hombres en busca de la palabra amable de sus padres o con la esperanza de escuchar la sonrisa de sus hijos, si es que los habían dejado atrás en su busca de una vida mejor.

Martina Enescu y Aminata Ndiaye se habían cruzado en infinidad de ocasiones en uno de aquellos locales, situado a tiro de piedra de la iglesia de la Anunciación. Una era rumana; la otra, senegalesa. Martina era delgada, rubia y de piel clara como la nieve; Aminata era gruesa, con piel de ébano y cabello como el tizón. Pero las dos tenían algo en común: una profunda soledad.

Martina apenas había cumplido los veinte años. Había llegado a la ciudad después de escapar de las garras de un grupo de traficantes de mujeres. Había ejercido la prostitución en Sevilla y en Córdoba, hasta que un día una redada policial en el club de alterne terminó a tiros. La confusión fue enorme. Dos policías resultaron heridos y tres mafiosos encontraron la muerte. El resto de la banda de traficantes de mujeres logró huir, mientras que las prostitutas fueron arrestadas, salvo Martina, que logró saltar por una ventana del local y permaneció oculta dentro de un contenedor de basura hasta que todo hubo acabado.

Martina no se atrevió a salir del contenedor, a pesar de estar enterrada entre basura, hasta doce horas después de que todo pareciera en calma. Finalmente, levantó la tapa del contenedor con precaución y comprobó que no había nadie. A continuación, salió de su escondite dando gracias al cielo por tener aquel cuerpo suyo pequeño, delgado y grácil. Y por primera vez en su vida recordó con agrado las infinitas horas que, siendo niña, había dedicado a la gimnasia artística. Su cuerpo flexible le había salvado la vida, pensó.

Entró en el club de carretera por la misma ventana por la que había logrado escapar. Una vez dentro, se movió con cautela. Temía que los demás miembros de la banda hubieran regresado. Martina paseó su mirada azul por los muebles destrozados, descubrió los agujeros que las balas habían practicado en las paredes, y reunió ánimos suficientes para subir al piso de arriba.

Suponía que no tenía mucho tiempo y no quería arriesgarse a que la volvieran a capturar, de modo que se duchó apresuradamente y se cambió de ropa. No tuvo remordimientos en coger las mejores prendas de cada una de las chicas con las que había compartido un infierno que se había prolongado durante tres años. Muchas de ellas, como Martina, habían llegado a España con dieciséis o diecisiete años de edad.

Después de vestirse, entró en la habitación que el jefe del prostíbulo usaba como oficina. Forzó los cajones buscando algo de dinero, y la suerte volvió a estar de su lado: encontró dos mil quinientos euros.

Martina Enescu procuró pasar desapercibida hasta que entró en el primer pueblo que apareció en su camino. Allí, cogió un taxi que la condujo hasta la estación de autobuses de Córdoba. Pero no se sintió verdaderamente a salvo hasta que compró un billete con rumbo al destino más lejano posible.

El resto de su historia hasta llegar a la ciudad en la que ahora vivía no tenía demasiado interés. Había sido prostituta ocasional cuando necesitaba dinero, pero también había estado como camarera en algún bar. Desde hacía unos meses, trabajaba a media jornada en aquel locutorio al que Aminata Ndiaye acudía casi a diario.

Aminata Ndiaye había llegado a España cinco años antes, siguiendo la estela de su marido Mamadou. Mamadou había encontrado un trabajo como albañil en aquella ciudad del norte de España. Con los papeles en regla y el dinero suficiente para alquilar un viejo piso en la zona más oscura del barrio, se animó a traer a su esposa desde su país.

Cuando ella llegó, Mamadou tenía reservada una gran sorpresa: había comprado un coche de segunda mano que tenía diez años y una enorme cantidad de kilómetros a las espaldas, pero la pintura y la chapa parecían impecables. Mamadou abrió la puerta del coche para que Aminata subiera con el mismo orgullo que lo hubiera hecho si la invitase a subir a una limusina en Beverly Hills.

Los siguientes dos años fueron maravillosos. Mamadou se había ganado con justicia fama de excelente trabajador. Era un hombre alto, delgado y fibroso, de pocas palabras pero muy buenos actos. Nunca enfermaba, jamás llegaba tarde a su trabajo, y nunca se le escuchó protestar si había que estirar la jornada algo más de lo debido sin cobrar un solo euro por ello.

El mayor problema para Aminata era la soledad. Cuando su esposo estaba trabajando, ella se quedaba sola en casa. Anhelaba tener hijos. Tenía veintitrés años y le parecía que se estaba haciendo vieja demasiado rápido. Su marido le decía que no se preocupase, que los niños aparecerían cuando llegara el momento. Pero, después de dos años, Aminata seguía sintiéndose demasiado sola en el piso.

El matrimonio solía reunirse con otros senegaleses los fines de semana. Organizaban algunas cenas o salían a pasear juntos, pero Aminata no se sentía cómoda en la ciudad, salvo cuando compartía su tiempo con Mamadou.

En ocasiones, él solía llevarla de excursión en su asmático coche. Y en una de aquellas excursiones cambió la vida de Aminata. Sucedió el mismo día en que Mamadou perdió la suya.

Mamadou conducía muy bien. De hecho, era tan prudente que en ocasiones algún que otro conductor le recriminaba su parsimonia haciendo sonar el claxon. Pero Mamadou no se alteraba y seguía cumpliendo con severidad el código de circulación.

Aquel día regresaban de la capital de la provincia. Habían paseado por la playa y por el centro de la ciudad casi toda la tarde. Eran las siete de la tarde de aquel día de invierno cuando Mamadou arrancó su coche y enfiló rumbo a su casa. Por el camino un conductor comenzó a increparle poniendo las luces largas y haciendo sonar su claxon. Mamadou estaba adelantando a un camión, y el conductor impaciente quería pasar con urgencia. Al parecer, el viejo coche del albañil senegalés truncaba sus planes. Mamadou alzó su mano y pidió disculpas, aunque no tenía motivo para hacerlo. Sin embargo, aquel gesto fue interpretado por el conductor que manejaba un BMW X-5 como un insulto.

Ante el estupor de Mamadou, el hombre que conducía el BMW aceleró bruscamente y colisionó contra el viejo Seat del senegalés enviándolo contra la mediana. El vehículo de Mamadou dio una vuelta de campana; y luego, otra. Antes de morir, el albañil miró a su esposa y murmuró una disculpa por no haberle dado un hijo.

Al pequeño patio trasero se accedía a través del pasaje que definían el bloque de viviendas de los números 5, 7, 9 y 11, y el formado por el número 13 de la calle Marqueses de Valdecilla. Al contrario que el resto de los patios del inmueble, el elegido por el asesino para dejar el cuerpo sin vida de Yumilca estaba cerrado. Unos tabiques de bloques de hormigón lo aislaban del exterior, y a él se accedía a través de una verja de metal provista de un nuevo candado; el viejo lo había destruido el criminal para llevar a cabo su audaz plan.

Eso fue lo primero que pensó Sergio al pasear su mirada por aquel patio que medía algo más de cuarenta metros cuadrados: el asesino al que la policía buscaba era extraordinariamente intrépido. Su acción había sido temeraria, puesto que a aquel patio se asomaban numerosas ventanas del vecindario. Cualquiera podía haberlo sorprendido, y sin embargo, como si el destino se hubiera aliado para favorecer los planes del escurridizo criminal, nadie había visto nada.

Además de su osadía, Sergio tuvo que reconocer otra virtud a su misterioso oponente: era alguien ingenioso. No resultaba sencillo encontrar un patio trasero cuyo aspecto tuviera un mínimo parecido con el del número 29 de Hanbury Street, donde fue encontrado el cadáver de Annie Chapman, pero al menos el hombre que había desafiado a Sergio Olmos se había esforzado en buscar un escenario interesante. Sergio recordaba las fotografías de aquel patio trasero londinense que había visto en innumerables ocasiones. Desde el inmueble se accedía al patio bajando tres pequeños escalones. El patio estaba separado del edificio por una puerta de madera que se abría empujándola hacia fuera. La puerta giraba hacia la izquierda, de manera que tocaba la empalizada de madera que separaba el patio del número 29 con el colindante.

Al contrario de lo que sucedía en Hanbury Street, desde el número 11 de Marqueses de Valdecilla no se podía acceder directamente al patio, pero sin duda tenía un cierto parecido con el de Hanbury Street, y servía a la perfección a los intereses del asesino.

Habían pasado cinco días desde que Yumilca apareció tirada en el suelo, degollada y destripada. Sergio cerró los ojos intentando imaginar lo que allí había sucedido, pero no pudo. Estaba tan a oscuras como la policía, aunque el inspector Gustavo Estrada creyera que había arrestado al culpable.

Por lo que Sergio sabía, la policía no había encontrado allí ni un trozo de papel ni una pintada en la pared con mensaje alguno del asesino. El criminal no daba crédito a algunos rumores que se difundieron después de la muerte de Annie Chapman, según los cuales Jack había escrito en la pared del patio —otras versiones decían que en un trozo de papel—: «Cinco; quince más y entonces me entrego…»
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Sergio miró al suelo, sucio y mojado por la lluvia. De pronto, sintió un escalofrío. Si Serguei no era el culpable, cada día que pasaba jugaba a favor del verdadero asesino. Sergio temía que la siguiente jugada fuera tan precisa y temeraria como las anteriores. De ser así, todos estaban muy cerca de vivir una noche de verdadero terror.

En ese momento, alguien tocó la espalda del escritor. Sergio se volvió como impulsado por un resorte y se encontró cara a cara con dos hombres que lo miraban de un modo nada amable. Uno de ellos era alto, de unos sesenta años, con amplia barriga, pelo canoso y aspecto poco inteligente. Su acompañante era más joven, bastante más bajo y provisto de unos ojos negros nerviosos.

—¿Quién coño es usted? —preguntó el más alto. Su voz tenía el tono ronco del experto bebedor.

—Me llamo Sergio Olmos, soy escritor.

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