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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

Las violetas del Círculo Sherlock (46 page)

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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Sergio leyó por encima el resto del artículo. Bullón se explayaba sobre cómo fueron las últimas horas de Annie Chapman: las declaraciones de Elisabeth Long, que dijo haberla visto en compañía de un hombre junto al número 29 de Hanbury Street, y todo lo demás. Conocía aquellos detalles de memoria.

Sergio se había pasado media noche dándole vueltas a lo que Graciela, la echadora de cartas, había dicho a Cristina el día anterior. La mujer veía a Cristina relacionada con aquellos asesinatos, hasta el punto de que había temido que la siguiente víctima fuera ella. Aunque Sergio creía que había otra explicación: Cristina conocía a las dos mujeres asesinadas. Había tenido más relación con Daniela que con Yumilca, pero ambas habían pasado en algún momento por la Oficina de Integración y las dos, una de un modo más frecuente que la otra, comían en la Casa del Pan.

Cristina le había preguntado la tarde anterior qué hubiera hecho Sherlock Holmes en una situación como aquella, pero a Sergio solo se le ocurrían las respuestas que ofrecían las novelas. Holmes podía pasarse horas, e incluso días completos, sentado frente a la chimenea de Baker Street con los ojos entornados, aparentemente ajeno al mundo en el que vivía, mientras trataba de descifrar la clave de alguno de sus casos. Solía decir que el más vulgar de los crímenes era, con frecuencia, el más misterioso, porque no ofrece rasgos especiales de los que se puedan sacar deducciones. A pesar de todo, Sergio debía reconocer que aquel no era precisamente un crimen vulgar. Holmes, supuso, habría sacado mil deducciones ya, pero él no lo lograba.

Si alguien podía llegar a pensar como Sherlock, ese era su hermano Marcos. De modo que decidió tragarse su orgullo herido después de que Marcos y Guazo hubieran cenado con Clara Estévez y los demás —aparte de haberle ocultado que habían ido a la entrega del premio que ella recibió—, y marcó su número de teléfono.

El médico forense que practicó la autopsia a Annie Chapman se llamaba George Bagster Phillips. Al contrario que Llewellyn, médico responsable de la autopsia de Mary Ann Nichols, declaró que se había producido primero el corte en la garganta y después el del estómago. Antes de degollarla, Jack la había estrangulado o, al menos, dejado inconsciente. Su lengua asomaba entre los dientes en la cara abotargada. Había marcas de sangre en la valla del patio y seis marcas de sangre más en la pared, a medio metro de la cabeza de Annie. A sus pies, como dispuestos en un extraño orden, había un trozo grueso de muselina, un peine y el sobre roto con las dos píldoras. Los anillos de latón habían desaparecido y los dedos presentaban abrasiones producidas al haber sido sacados a la fuerza. La ropa no estaba desgarrada, la chaqueta estaba abotonada. El arma empleada en el corte de la garganta y en el estómago era la misma, según Bagster. Se trataría de un cuchillo de unos veinte centímetros de longitud. Podía ser un instrumento quirúrgico o el cuchillo de un matarife. No parecía que pudiera haberlo hecho el cuchillo de un zapatero o de un artesano del cuero.

Bagster afirmó que el asesino debía tener ciertas nociones de anatomía, y luego insistió en ello tras la autopsia. A continuación, colocaron a Annie en la misma carretilla en que habían llevado a Polly Nichols y fue conducida al depósito de cadáveres de Whitechapel.

A falta de conocer los detalles de la autopsia de Yumilca Acosta, no sería de extrañar que sus heridas fueran prácticamente las mismas que padeció el cuerpo de Annie. Las fotografías que ilustran este reportaje muestran claramente el corte en la garganta, la herida del abdomen, los intestinos colocados sobre el hombro izquierdo y la disposición de unos objetos a los pies de Yumilca muy similares a los que fueron hallados a los pies de Annie. Seguramente, a Yumilca le habrán robado los mismos órganos que a la prostituta de Whitechapel…

Aquel periodista sabía demasiado, se dijo Gustavo Estrada. Alguien le estaba soplando datos desde dentro de la comisaría. Estaba seguro. Y nada le hubiera gustado más que descubrir que ese soplón era Diego Bedia. Después de todo, por lo que había leído en aquellos informes delirantes sobre el Círculo Sherlock, Jack el Destripador y las demás cuestiones, Diego parecía haber establecido una relación de confianza con el escritor, Sergio Olmos, quien a su vez conocía desde hacía años al periodista.

Estrada creía haber descubierto al asesino después de haber interrogado concienzudamente al músico ruso. A falta de algunos detalles, estaba convencido de tener el caso cerrado, pero le parecía que probar que Diego estaba filtrando detalles de la investigación sería un broche de lujo para todo aquel asunto.

José Guazo se encontraba tremendamente cansado. Cuando Marcos Olmos le llamó aquella mañana invitándole a reunirse con él y con Sergio, tuvo que decir que no podía. Los esfuerzos de aquellos días estaban minando su marchita salud más deprisa de lo que le gustaría admitir. Por primera vez, dudó si tendría fuerzas para ver el final de todo aquel asunto.

Marcos le preguntó si había leído el periódico. Guazo le dijo que sí. De hecho, tenía delante el artículo de Bullón:

El cadáver de Annie fue llevado al depósito de la calle Old Montague. El patio de Hanbury Street, como el de la calle Marqueses de Valdecilla, se había llenado de curiosos. Los vendedores de prensa gritaban la noticia, y días más tarde los vecinos del inmueble comenzaron a cobrar a quienes querían entrar a ver el patio. A los pocos días, el 10 de octubre, entre las cartas que la policía recibió supuestamente enviadas por Jack el Destripador, hubo una en la que se leía: «¿Ha visto al "demonio"? Si no es así, pague un penique y entre».

En Whitechapel Road los ánimos estaban encendidos. No tardaron en circular unos versos sobre los crímenes que la gente comenzó a cantar en las tabernas. Al mismo tiempo, comenzaron a propagarse todo tipo de rumores, como el que puso en circulación la señora Fiddymount, esposa del dueño del local Príncipe Alberto. Aseguró que en la mañana del crimen, estando ella tras el mostrador, entró un hombre que vestía una levita oscura, sin chaleco, y un sombrero marrón hundido hasta los ojos. Pidió media pinta de cerveza, que apuró de un solo trago, y al coger la pinta la señora Fiddymount se fijó en las manchas de sangre que tenía aquel hombre en su mano derecha. También tenía sangre seca en los dedos, y su camisa estaba rota. Cuando el hombre se marchó, la mujer ordenó a un tal Joseph Taylor que siguiera al desconocido: un tipo delgado, de entre cuarenta y cincuenta años, con bigote, metro setenta y cinco de altura y mirada penetrante.

Aquella historia fue manoseada tantas veces que en una de sus últimas versiones había sido la mismísima Annie Chapman quien había entrado en aquel bar.

Sin embargo, nada de eso ha ocurrido en el crimen de Yumilca Acosta. Ningún vecino vio nada extraño. Solamente el ruido del motor de algún vehículo que arrancaba, nada especial en la siniestra madrugada…

Una fuerte arcada obligó a Guazo a dejar el periódico. Llegó al servicio justo a tiempo para vomitar.

Cristina Pardo apenas había dormido aquella noche. Los últimos días habían trastocado su vida por completo. Había conocido a un hombre singular, interesante, vanidoso, pero que la hacía sentir bien. No había pensado en acostarse con Sergio la segunda noche que salieron a cenar, pero al final eso había ocurrido, y había sido magnífico. Cristina no quería admitirlo, pero se estaba enamorando de Sergio y no le importaba la diferencia de edad que había entre ellos ni tampoco el hecho de que él le hubiera advertido que jamás se quedaría a vivir en aquella ciudad.

Después, estaban aquellos crímenes y lo que Graciela les había contado. Las cartas del tarot, aseguró, relacionaban a Cristina con aquellas muertes.

Cristina había bajado a la calle a comprar la prensa a primera hora de la mañana. Se encontraba sentada a la mesa de la cocina de su modesto piso tomando café y leyendo la prosa agresiva de Tomás Bullón:

En la morgue, se produjeron errores de procedimiento imperdonables, como en el caso de Nichols. Cuando el doctor Bagster llegó al depósito cinco horas después de que se hubiera llevado allí el cadáver de Annie Chapman, se encontró con que lo habían lavado y desnudado sin permiso de la policía. Indignado, hizo llamar al encargado, Robert Mann, quien respondió que las autoridades del asilo habían permitido a dos enfermeras, llamadas Mary Elisabeth Simonds y Frances Wrigth, realizar ese trabajo.

Lógicamente, aquella imprudencia provocó sin duda que se perdieran pistas notables, pero nada bueno se podía esperar de aquel cobertizo miserable que hacía las veces de morgue. La popular escritora Patricia Cornwell ha anotado alguno de los múltiples errores que cometió la policía y que, esperemos, no se cometan en el caso de Yumilca Acosta. Entre los errores que Cornwell denuncia en el examen de Bagster se encuentra la idea del doctor de que la fallecida no había bebido alcohol en las horas previas a su muerte. La autora indica que el hecho de que no tuviera fluidos en el estómago no quiere decir que estuviera sobria. En aquella época no se analizaban los fluidos corporales (sangre, orina y humor vítreo) para detectar drogas o alcohol.

Nunca sabremos con certeza si acertó el médico al decir que la muerte se había producido dos horas antes, contradiciendo el testimonio de algunos supuestos testigos. En lo que sí acertó fue al considerar que el asesino era diestro, dado que los cortes en el cuello iban de izquierda a derecha y eran más profundos en la izquierda, el punto de inicio del corte.

Cornwell niega que a Chapman la asfixiaran antes de seccionarle el cuello. Para ella, la muerte fue causada por la hemorragia masiva producida con esos cortes. A su juicio, si la hubieran asfixiado previamente, o la hubieran dejado al menos inconsciente, se advertirían hematomas en el cuello que, dice, no eran visibles en ese caso. Chapman incluso llevaba alrededor del cuello un pañuelo que hubiera dejado marcas en caso de estrangulamiento.

A Annie Chapman la enterraron con el mayor secretismo posible en la mañana del día 14 de septiembre. A las siete de la mañana, sin que nadie lo supiera, un coche fúnebre se presentó en la morgue de Whitechapel, en la calle Montague. Llevaron el cuerpo al cementerio de Manor Park, situado a diez kilómetros al nordeste de donde había muerto. La tumba ya no existe. Según se lee en el Daily Telegraph del día 15 de septiembre, en el ataúd de olmo negro se leía: «Annie Chapman, muerta el 8 de septiembre de 1888, a los cuarenta y siete años de edad».

Cristina Pardo miró por la ventana. Había salido tímidamente el sol.

12

13 de septiembre de 2009

E
l alba encontró a Diego Bedia en su pequeño piso de la playa con los ojos enrojecidos. Apenas había dormido. La noche la había pasado en compañía de psicópatas y asesinos en serie, o más bien leyendo información sobre esas subespecies humanas que le había facilitado un buen amigo criminalista de Madrid.

El día anterior había sido tremendamente largo, y en muchos aspectos muy desagradable. Para empezar, la irrupción de Estrada en el caso resultaba desestabilizadora. A nadie en la comisaría le resultaba atractivo que desde la capital de la provincia los considerasen incapaces de atrapar al asesino que estaba sembrando el terror en el barrio norte, pero tampoco era infrecuente que se enviaran refuerzos para determinados casos. El problema para Diego residía en la identidad de esos refuerzos. Higinio Palacios era un tipo tranquilo, que sabía cuál era su puesto. Su discreción contrastaba violentamente con la arrogancia de Estrada, que exhibía de continuo su condición de experto en homicidios. Aunque Diego no podía estar seguro, suponía que Estrada había movido todos los hilos posibles para que lo destinaran a aquel caso. Era una forma más de amargarle la vida.

El resto del día había ido aún peor. Diego encontró a Toño Velarde y lo condujo a la comisaría. Lo interrogaron sobre su presencia en la zona donde horas más tarde se encontró el cadáver de Yumilca, pero Velarde tenía una magnífica coartada: podía probar que aquella noche había estado coordinando la pegada de carteles del candidato a la alcaldía Jaime Morante. Media docena de jóvenes que participaron en aquella pegada de carteles declararon sin titubeos que Velarde estuvo con ellos durante aquella noche. Cuando acabaron de pegar los carteles, se fueron de juerga y se acostaron al amanecer. El propio Morante llamó por teléfono al comisario y habló a favor de su simpatizante. El resultado fue que a Toño Velarde lo dejaron en libertad horas más tarde, a pesar de que algunos de los miembros del equipo que investigaba el caso, en especial Murillo, lo veían como uno de los principales sospechosos. Después de todo, aquel bruto había dado muestras suficientes de ser un racista convencido, y el alboroto que reinaba en el barrio podía venirle muy bien a Morante en las elecciones.

Estrada, por su parte, llegó poco después junto con Higinio Palacios y Meruelo. Traían detenido al músico ruso. Al parecer, Yumilca había sido vista en un bar próximo a su casa la noche en la que se la vio por última vez. En aquel bar había estado esa noche Serguei intentando vender algunas de las figuras que tallaba con su cuchillo. El dueño del bar recordaba claramente que el ruso había hablado con Yumilca ofreciéndole su mercancía, pero ella lo había rechazado.

Estrada estaba exultante. Se jactaba de haber encontrado al asesino en su primera incursión en el barrio; una zona que, según alardeó, conocía a la perfección. Junto al ruso, los inspectores traían a remolque a una mujer alta, impresionante. Era Raisa, la esposa de Serguei. Ella gritaba e insultaba a los policías. Aseguraba que su marido no tenía nada que ver con la muerte de aquellas putas. Por su parte, Estrada, exhibiendo una sonrisa burlona, mostró a todos algunos de los cuchillos con los que Serguei trabajaba la madera.

—Los chicos de la policía científica tienen trabajo —dijo.

Diego no estaba seguro de que aquel hombre fuera el asesino que buscaban, pero tampoco podía negarlo. No quería darle el gusto a Estrada de mantener con él una discusión en público.

A media tarde, pidió permiso a Tomás Herrera para irse a casa. Herrera le comentó en privado lo que don Luis le había explicado a propósito de por qué estaba en el barrio a aquellas horas de la noche. Los policías intercambiaron una mirada cómplice tras contemplar al ruso, que parecía haberse venido abajo. Tomás y Diego no parecían estar seguros de nada, al contrario que Estrada, el gran triunfador de la jornada.

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