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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Las sandalias del pescador (34 page)

BOOK: Las sandalias del pescador
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Era judía. Había heredado una raza y una historia. Estaba dispuesta a aceptarlas, no como una carga, sino como un enriquecimiento. Comprendía ahora que jamás las había rechazado verdaderamente, sino que se había visto forzada a la fuga por las circunstancias de su niñez. La fuga no era una culpa, sino una cuita, y había sobrevivido a ella, como sus antepasados habían sobrevivido a los cautiverios, a las dispersiones y al baldón de los ghettos europeos. Por el simple hecho de su supervivencia, por el acto semiconsciente de aceptación, había conquistado el derecho a ser lo que quería ser, a creer lo que necesitaba creer para desarrollarse en la forma que su naturaleza dictaba.

Comprendía también otra cosa: que la alegría es un don que se acepta con agradecimiento y sin intentar pagarlo, así como no se intenta pagar la luz del sol ni el canto de los pajarillos. Se tienden las manos agradecidas para recibir ese don, y luego se alza el don para compartirlo. Pago es una palabra demasiado burda para designar un desembolso así. Las flores crecen de los ojos de los muertos, pero no llevamos un cadáver sobre los hombros el resto de nuestras vidas por el hecho de coger esas flores. Nacen niños lisiados y deformes, pero negarles la belleza y el amor como penitencia personal es una paradoja monstruosa. La duda pesa sobre todos los espíritus que buscan, pero cuando la duda se resuelve, no hay que aferrarse a ella en una orgía de autotormento.

Ruth ya no tenía dudas. Había penetrado en la Fe cristiana de su infancia. La había convertido en un refugio, y luego se había alejado de ella en medio del terror y la confusión. Ahora ya no era un refugio, sino un ambiente en el cual quería vivir y crecer. Como el sol, como el canto de los pájaros y las flores, era gratuito. No tenía derecho alguno a él, pero tampoco tenía razones para rehusarlo. Todos tienen derecho a dormir en su propia almohada, dura, blanda o áspera, porque sin sueño no hay vida; y la muerte no paga las deudas: sólo las liquida.

Así, simplemente, aquella mañana de domingo regresó Ruth al hogar.

Para el viajero que se mece en un océano azotado por los vientos, el regreso a casa adquiere caracteres dramáticos, es un momento de revelación y de conquista. Pero cuando ese momento llega, generalmente es un acontecimiento vulgar. No hay banderas ni trompetas. Se llega, se camina por una calle muy conocida, se ven rostros conocidos en los umbrales, y se siente que tal vez el desfile de los acontecimientos, el paso del tiempo, eran sólo una ilusión.

El niño, con dedos pringosos, tiró del brazo de Ruth pidiendo que lo llevase al retrete. Ruth rió la ironía en voz alta. Ésta era finalmente la forma real de la vida: una sucesión de cosas sencillas: narices moqueantes y ropas sucias, huevos con tocino para el desayuno, algunas lágrimas, y, cerniéndose sobre todo esto, la majestad de la mera existencia. Condujo al niño de la mano y lo llevó a través del césped, entre risas y tropezones, para desabrocharle los pantalones…

Cuando llegó a casa, había oscuridad, y el otoño helado se enseñoreaba de la ciudad. Se bañó, se cambió de ropas, preparó su cena, porque la sirvienta había salido, colocó un grupo de discos en el tocadiscos y se instaló para una agradable cena hogareña.

No hacía tanto tiempo que la perspectiva de una noche solitaria la hubiera llevado a la desesperación. Ahora, en paz consigo misma, se alegraba. No se bastaba a sí misma, pero la vida, con sus pequeños servicios y sus ásperos encuentros ocasionales, podría bastarle ahora. Ya no era una extraña. Tenía su propio dominio al donar, y tarde o temprano podría llegar también la época de recibir. Podía comulgar consigo misma, porque se había descubierto. Era una, era real. Era Ruth Lewin, viuda, judía de nacimiento, cristiana por adopción. Tenía edad suficiente para comprender, y aún tenía juventud suficiente para amar, si el amor llegaba. Para un día, para una mujer nueva, era suficiente.

Entonces sonó el timbre, y cuando abrió la puerta vio a George Faber, ebrio y mascullante, que permanecía en lo alto de la escalera. Su camisa estaba arrugada, sus ropas sucias, su cabello en desorden, y no se había afeitado desde hacía varios días.

Ruth tardó casi una hora en volverlo a la sobriedad con café muy fuerte, y en entender su historia. Desde que Chiara lo abandonó, estuvo bebiendo continuamente. No había trabajado. Su oficina funcionaba gracias a la bondad de sus colegas, que enviaban artículos, respondían sus cablegramas y ocultaban su situación a Nueva York.

Para un hombre tan fino y puntilloso, era una caída lamentable. Para alguien tan prominente en Roma, pronto la tragedia podría resultar irremediable. Pero George Faber no parecía capaz de ayudarse. Se despreciaba intensamente. Barbotó la historia de su virilidad ofendida. Se abandonó a lágrimas de autocompasión. La ambición lo había abandonado, y parecía haber perdido todo asidero para recuperar su dignidad.

Se sometió como un niño cuando Ruth le ordenó darse un baño y lo acomodó luego en su propia cama para que durmiese los efectos de la bebida. Mientras George dormía, agitado y murmurando, Ruth vació sus bolsillos, hizo un paquete con sus ropas manchadas y luego se dirigió al apartamento de George en busca de otro traje, ropa limpia y una navaja de afeitar. George dormía aún cuando la joven regresó, y Ruth se instaló para otra vigilia, examinando críticamente su propio papel en el drama de George Faber.

En aquel momento era muy fácil presentarse como Nuestra Señora del Socorro, con los ungüentos y la tela adhesiva para curar su orgullo herido. Sería peligrosamente fácil envolver su amor como una caja de caramelos y ofrecérselo para una distracción ante el amor perdido. Por su propio bien, y por el de George, no debía hacerlo. El amor era una respuesta mínima cuando los pilares de la dignidad de un hombre vacilaban y el techo se derrumbaba sobre su cabeza. Tarde o temprano tendría que salir de los escombros sobre sus propios pies, y la mejor prescripción del amor era dejar que lo hiciera.

Cuando George bajó a desayunar, demacrado pero presentable, Ruth se lo dijo rudamente.

—Esto tiene que terminar, George, ¡y en seguida! Te has puesto en ridículo por una mujer. No eres el primero, ni serás el último. Pero no puedes destruirte por Chiara ni por nadie.

— ¡Destruirme! —Inició un ademán de derrota—. ¿No comprendes? Eso es lo que he descubierto. No hay nada que destruir. No hay yo. Sólo un manojo de buenos modales y de hábitos periodísticos… Chiara supo verlo. Por eso se fue.

—En mi opinión, Chiara es una zorra egoísta. Has tenido suerte al librarte de ella.

George se obstinaba en compadecerse. Sacudió la cabeza.

—Campeggio tenía razón. Soy demasiado blando. Un golpe, y me deshago.

—Hay un momento en el cual todos nos deshacemos, George. La verdadera prueba llega cuando debemos rehacernos.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Qué me sacuda el polvo, me ponga una flor en el ojal y vuelva a mis actividades como si nada hubiese sucedido?

—¡Precisamente, George!

— ¡Sensiblería! —Le lanzó la palabra con furioso sarcasmo—. ¡Sensiblería yiddish judaica! ¡Salida directamente de Brooklyn y de Mar jorie Morningstar! Roma se está riendo a carcajadas de Chiara y de mí. ¡Si crees que puedo incorporarme y dejar que me lancen cocos para divertirse…!

—Creo que debes hacerlo.

—No lo haré.

—¡Muy bien! ¿Cuál es la alternativa? ¿Embriagarte todos los días con el dinero que tus amigos ganan para ti?

—¿Por qué diablos debe importarte lo que haga?

Ruth estuvo a punto de decir «Te quiero», pero se dominó y le dio una respuesta brutal:

—¡No me importa, George! ¡Tú viniste a mi. ¡No fui yo quien fue a ti! ¡Te he aseado y te he hecho parecer hombre otra vez! Pero si no quieres ser hombre, es asunto tuyo.

—¡Pero si no soy hombre, querida! Chiara me lo demostró. Dos semanas de ausencia, y comenzó a besarse en el Lido con otro. Lo arriesgué todo por ella, y me puso los cuernos. ¿Soy un hombre, entonces?

—¿Serías más hombre por beber como un cerdo?

Lo había silenciado finalmente, y ahora comenzó a razonar con él.

—Escucha, George, la vida de un hombre es asunto suyo. Me gustaría convertirte en asunto mío, pero no lo haré hasta que me digas con claridad, cuando estés sobrio, que lo deseas. No voy a compadecerte, porque no puedo arriesgarme a hacerlo. Te pusiste en ridículo. ¡Admítelo! Por lo menos podrás soportarlo con más dignidad que los cuernos. ¿Crees que no me he sentido como te sientes ahora? Me he sentido así, y por mucho más tiempo. Finalmente maduré. Ahora soy una mujer madura, George. Un poco tarde, pero lo soy. Y tú tienes que madurar.

—¡Me siento tan endiabladamente solo…! —dijo George patéticamente.

—También yo. Y yo también recorrí los bares, George. Si no hubiese tenido el estómago tan sensible, ahora sería una ebria perdida. No es ésa la respuesta, George, créeme.

—¿Cuál es la respuesta?

—Una camisa limpia y una flor en el ojal.

—¿Y nada más?

— ¡Oh, sí! Pero eso vendrá después. Inténtalo, por favor.

—¿Me ayudarás?

—¿Cómo?

—No lo sé con certeza. Tal vez… —y por primera vez sonrió tristemente—, tal vez dejándome lucirte en el ojal.

—Si es por amor propio, George, sí.

—¿Qué quieres decir?

—Sabes que también soy algo romana. Pierdes una mujer, debes encontrar otra. Es la única forma de librarse de los cuernos.

—No quise decir eso.

—Lo sé, querido; pero yo sí quiero decirlo. En cuanto puedas decirme que estoy tratando de protegerte materialmente, o de convertirme en una segunda Chiara, dejaré de serte útil. De manera que conviérteme en flor para el ojal. Lúceme para demostrar a la ciudad que George Faber vuelve a la lucha. ¿Trato hecho?

—Trato hecho… Gracias, Ruth.

—Prego, signore. —Le sirvió otra taza de café y le preguntó suavemente—: ¿Qué otra cosa te preocupa, George?

Faber vaciló un instante y luego se lo dijo. —Tengo miedo de Calitri.

—¿Crees que sabe lo que hiciste?

—Creo que podría llegar a saberlo. El hombre que entrevisté en Positano me amenazó con decírselo. Si pudiera conseguir dinero haciéndolo, ya se lo hubiera contado.

—Pero no has tenido noticias de Calitri.

—No. Pero podría estar haciendo tiempo.

—¿Para qué?

—Para vengarse.

—¿En qué forma?

—No lo sé. Pero estoy en una posición delicada. Cometí una acción criminal. Calitri podría llevarme a los tribunales si quisiera.

Ruth respondió resueltamente.

—Si sucede, también sabrás sobrellevarlo, George.

—No me quedará otro remedio… Entretanto, creo que debería decírselo a Campeggio.

—¿Está comprometido en esto?

—Abiertamente, no; pero me prestó el dinero. No oculta su enemistad hacia Calitri… Y Calitri podría adivinar fácilmente nuestra conexión. Como servidor del Vaticano, Campeggio es aún más vulnerable que yo.

—Entonces debes decírselo… Pero, George…

—¿Sí?

— ¡Pase lo que pase, recuerda la camisa limpia y la flor en el ojal!

George la miró largamente, interrogativamente, y luego dijo con dulzura:

—Te importa, ¿no es así?

—Mucho.

—¿Por qué?

—Pregúntame dentro de un mes y te lo diré… Ahora vete a tu oficina y comienza a trabajar… Déjame tu llave y te asearé el apartamento. Parece una cochiquera.

Cuando se separaron, George la besó en la mejilla, y Ruth le miró mientras caminaba calle abajo hacia su primer encuentro con la realidad. Era demasiado pronto para saber si recuperaría su dignidad íntima, pero Ruth sabía que ella había mantenido la suya, y este conocimiento era fuente de fortaleza. Subió, se puso un vestido nuevo, y media hora más tarde estaba arrodillada en el confesionario del ábside de la basílica de San Pedro.

—Nos ha derrotado —dijo Campeggio—. En nuestro propio juego, y obteniendo beneficios.

—Aún no comprendo por qué lo hizo —dijo George Faber.

Estaban sentados en el mismo restaurante donde habían tramado la conspiración. Campeggio dibujaba el mismo diseño sobre el mantel, y George Faber, severo y perplejo, trataba de ordenar el rompecabezas.

Campeggio interrumpió sus trazos y alzó la vista. Dijo, con voz sin inflexiones:

—Supe que había estado fuera de la circulación.

—Anduve de parranda.

—Entonces se ha perdido el comienzo de una buena historia. Están aderezando a Calitri para que dirija el país después de las próximas elecciones. La princesa María Poliziano dirige la campaña entre bastidores.

— ¡Dios mío! —exclamó George Faber—. ¡Eso era! ¡Tan simple!

—Simple y complicado. Calitri necesita las simpatías de la Iglesia. Se ha dado discreta publicidad a su retorno al confesionario. El paso siguiente, por supuesto, es la regularización de su matrimonio.

—¿Y usted cree que lo logrará?

—Ciertamente. La Rota, como cualquier otro tribunal, sólo puede basarse en las pruebas que se le presenten. No puede juzgar el foro interno de la conciencia.

— ¡Astuto el bastardo! —dijo George Faber apasionadamente.

—Como usted dice, astuto el bastardo. También se ha mostrado astuto conmigo. Ha ascendido a mi hijo. Y éste cree que el sol, la luna y las estrellas brillan desde el trasero de Calitri.

—Lo siento.

Campeggio se encogió de hombros.

—Usted tiene sus problemas.

—Sobreviviré. ¡Así lo espero! Estoy aguardando que Calitri actúe contra mí en cualquier momento. Me gustaría imaginar lo que puede hacer.

—Si imaginamos lo peor —dijo Campeggio, pensativo—, podría hacerlo juzgar, presentando una acusación criminal, y expulsarlo luego del país. Personalmente, no creo que lo haga. Puede perder mucho en un escándalo público sobre su causa matrimonial. Si imaginamos lo mejor, que tampoco resulta tentador, podría hacerle la situación tan difícil, que usted tendría que irse de todas maneras. Es imposible actuar como corresponsal si no se está en relaciones normales con los hombres que originan las noticias. Y también podría molestarlo con una infinidad de detalles legales.

—Es lo que he pensado. Pero hay una posibilidad de que Calitri no sepa nada de mis actividades. Nuestro borrachín de Positano puede haber estado fanfarroneando.

—Es verdad. Pero no podrá usted saberlo hasta que el caso haya salido de manos de la Sagrada Rota. Aunque Calitri lo sepa, no hará nada hasta que la causa concluya.

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