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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (56 page)

BOOK: La Tumba Negra
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El profesor Krencker quiso dar una explicación, pero Timothy no se lo permitió.

—Por favor, profesor, sigo en mi turno de palabra. Ya tendrá la oportunidad de hablar cuanto quiera cuando yo termine.

Su voz era tan imperativa que el anciano no insistió. Timothy se volvió hacia la periodista:

—No se arrepentirá de haber venido hasta aquí, señorita —en su cara apareció una expresión misteriosa—. Ninguno de ustedes se arrepentirá. Volverán a Estambul con una noticia bomba. Pero deberán tener algo de paciencia.

Otros dos periodistas quisieron preguntar también, pero Timothy, tras acallarlos con un «paciencia, un poco de paciencia», continuó su alocución allí donde la había dejado:

—Patasana sintió la zona oscura que hay en el corazón de los seres humanos, pero no sabía cómo describirla. Intentó salir del apuro abrazándose a la idea de que las generaciones posteriores serían mejores, echando la culpa a los dioses. Era un intelectual y, como tantos otros intelectuales ingenuos, se dejó cegar por el espejismo de que lo que escribía tendría cierta influencia sobre los hombres, que podría cambiarlos. Sin embargo, esperar que la humanidad cambie para bien gracias a la religión, a la ciencia, al arte o a la filosofía es una ilusión vana, vacía. Lo que de veras afecta a la gente no es la religión, ni el arte, ni la ciencia. El único hecho que les afecta es la muerte.

Volvió a guardar silencio. Los murmullos y las risas del salón se habían interrumpido. Todo el mundo le escuchaba con atención.

—El ser humano es el más inteligente de las criaturas egoístas —su voz resonaba en el pequeño salón—. Mantiene por encima de cualquier otro valor la protección de su vida. Eso ha sido así siempre, no sólo hoy. Y lo contrario de la vida es la muerte. Y cuanto más impresionante, sorprendente y extraordinaria sea la forma en la que ocurre la muerte, más la teme el hombre, más le afecta, pero al mismo tiempo más le excita. Sentir la muerte, estar cerca de ella, tocarla, observarla, nada hay más excitante para el ser humano. Por eso «muerte» es una de las palabras más sobrecogedoras en todas las lenguas del mundo. En cuanto se la menciona, todos, como ha ocurrido hace un instante en esta sala, guardan silencio con miedo, con respeto, con inquietud. La muerte consigue llamar la atención de todos, jóvenes y viejos. Ésa es la razón por la que, por desgracia, la mejor forma de convencer a la gente de que deje de matarse sea matando. Como dice un refrán turco, «Un clavo saca otro clavo».

El grupo reunido en la sala se agitó. Se elevaron gruñidos de entre los periodistas. Esra había empalidecido y miraba con miedo a Timothy, más preocupada por lo que temía que iba a oír que por la impresión de lo que había escuchado hasta entonces.

—O sea, ¿que nos está diciendo que matar es el mejor método? —preguntó la joven de poco antes.

—Sí —respondió Timothy con naturalidad—, no hay método más efectivo para comunicar el mensaje que se quiere transmitir que la muerte.

—Pero —insistió la periodista levantando el bolígrafo—, tal y como usted mismo ha dicho, hasta ahora ha habido cientos de guerras, han muerto millones de personas y la humanidad no ha extraído ninguna lección. Así que matar no ha servido para nada.

En la cara encendida de Timothy apareció una sonrisa helada que sus compañeros nunca antes habían visto.

—El marqués de Sade, el gran filósofo francés creador del sadismo, dijo: «Un solo asesinato puede provocar remordimientos de conciencia. Pero cuando el número de asesinatos aumenta y se repiten decenas, cientos de veces, la conciencia acaba por callarse». Por eso las guerras han vulgarizado la muerte. Pero unos asesinatos planeados de manera inteligente consiguen atraer la atención porque salvan a la muerte de la vulgaridad. De hecho, ésa era la noticia que quería darles. Voy a hablarles de tres asesinatos planeados con gran sutileza y llevados a cabo magistralmente. Voy a trasmitirles el mensaje para la humanidad de un intelectual realista que ha rehusado dejarse engañar por sueños vanos como los de Patasana.

El que el tema de la muerte diera paso al de unos asesinatos consiguió atraer toda la atención de los periodistas.

—¿Qué asesinatos? ¿De qué está usted hablando? —le interrumpió el profesor Krencker. El anciano arqueólogo, harto de tantas tonterías, había empezado a sufrir un tic en el ojo derecho—. Por favor, acabe de hablar de una vez.

—Pregúnteles a ellos —respondió Timothy con la expresión de alguien a quien nada le importa y la misma sonrisa helada en los labios—. Si no quieren que les aclare los asesinatos que se han cometido en la región, me callaré enseguida.

Hubo un fuerte murmullo entre los periodistas. Todos querían que continuara hablando.

—Ya ve —dijo el americano mirando con ojos despectivos a su anciano colega—. Quieren saber lo de los asesinatos.

Se volvió hacia los periodistas. Empezó a hablar observándoles con una mirada fría pero agradecida.

—Estaba seguro de que mostrarían más interés por la noticia de unos asesinatos que por Patasana. Con todo, les agradezco que me hayan demostrado que no me había equivocado. Muy bien, amigos, ya habrán oído que desde el viernes pasado se han cometido tres importantes asesinatos en la región. A Hacı Settar, uno de los notables del pueblo, lo arrojaron desde el alminar; al jefe de los guardias Reşat lo decapitaron, y en último lugar ahorcaron al hijo de un estañador en su huerto. Estos asesinatos, planeados desde hace un año aproximadamente, tuvieron que realizarse en el plazo de cinco días para que pudieran ser expuestos en esta conferencia de prensa. Fueron planeados y puestos en práctica de manera que llamaran la atención sobre la muerte de otros tres hombres asesinados en las mismas condiciones hace setenta y ocho años. Entonces, en esta misma región, el padre Kirkor fue arrojado del campanario de la entonces iglesia y ahora mezquita, a Ohannes Agá lo decapitaron y le colocaron la cabeza en el regazo y al estañador Garo lo colgaron de una de las vigas de su establecimiento. Como habrán podido comprender por sus nombres, eran armenios, pero los actuales asesinatos no se cometieron para vengarlos.

—¿Y eso cómo lo sabe? —le interrumpió un reportero de televisión de voz chillona.

—Porque los maté yo —respondió Timothy sin perder la sonrisa.

Un enorme barullo conmovió la sala. Por un momento Esra desvió la mirada en dirección a Eşref. Él, como ella, también parecía petrificado por la sorpresa y se esforzaba en comprender lo que estaba pasando con el ceño fruncido. El resto del equipo se encontraba en la misma situación. Las palabras que Timothy acababa de pronunciar con tanta tranquilidad aclaraban el maldito enigma que llevaba días ocupándoles la cabeza y reconcomiéndoles el alma. Pero no querían creerlo, sus mentes no estaban preparadas para asimilar aquella realidad que se les había aparecido de repente en el momento más inesperado. Sus miradas se habían quedado clavadas en su colega sin saber qué decir. En ellas todavía había algún átomo de esperanza. Esperaban que lo desmintiera y que explicara por qué había dicho aquello. Pero Timothy, como si quisiera saborear el efecto que habían producido sus palabras, seguía callado. La primera en recuperarse fue Esra.

—Pero ¿qué dices, Timothy? —preguntó con una voz tensa que le salía de lo más hondo.

—Timothy no —respondió el americano—. Me llamo Armenak Papazyan. Soy el nieto del asesinado padre Kirkor, el hijo que Dikran Papazyan dejó en el orfanato cuando perdió la cabeza y que adoptó la familia Hurley. Sí, yo soy Armenak Papazyan, el sobrino de la en tiempos pequeña Nadia, la ahora anciana Nadide,
la Infiel
.

Mientras los fotógrafos apretaban los disparadores de sus cámaras, el equipo, incluido Eşref, vivía un segundo sobresalto. Esta vez la pregunta salió de labios de Bernd, que tenía los ojos azules enormemente abiertos por el asombro.

—Así pues, ¿has sido tú quien ha cometido los asesinatos?

—Sí —en la mirada de Tim había una expresión tan decidida que no dejaba lugar a la menor duda—. Todos.

A Bernd, como al resto del equipo, le costaba trabajo comprender.

—¿Viniste a la región para matar a esos hombres?

—No. Cuando llegué a la zona hace cinco años, jamás se me habría ocurrido que iba a convertirme en un asesino. Sin embargo, en la guerra de Vietnam me habían enseñado con todo detalle cómo matar. Y yo, que siempre estuve en primera fila, demostré lo capacitado que estaba para hacerlo. Me pasé los días palpando la muerte, por las noches dormí junto a ella en las trincheras, respiramos el mismo aire, mascamos la misma tierra. Prácticamente no manteníamos ninguna distancia entre nosotros. Por fin, un día estuve tan seguro de que me poseería, que dejé de temerla. Pero a la muerte le gustan las sorpresas y, en lugar de llevarme a mí, se llevó a mi familia. Mis padres adoptivos, los Hurley, murieron en un accidente de avión. En parte fue la muerte de esas buenas personas a las que creía mis padres la que provocó que me sometieran a tratamiento psiquiátrico después de la guerra. Era como si alguna fuerza me castigara por lo que había hecho en la guerra.

»Al salir de la clínica me encontré completamente solo, como en el orfanato. Tenía la idea de hacer un máster en Yale y convertirme en un buen arqueólogo, pero me faltaba el dinero necesario. Comencé a trabajar en un museo por un sueldo mísero. Y al final del primer año ocurrió el milagro que me permitió volver a mi profesión. Mi madre, que había abandonado el hogar cuando mi padre enloqueció, me encontró por fin. Me habló de mi padre. Me dijo que procedía de Turquía, de un pueblo a orillas del Éufrates. Desde ese momento me propuse visitar Turquía. Pero eso fue hace veinte años y por entonces yo sólo era un joven arqueólogo que ardía en deseos de ejercer su profesión. Completé mi formación gracias a los recursos que me procuró mi madre. Y durante quince años me dediqué a ese trabajo que tanto me gustaba. Mientras tanto, pasé varias veces a Turquía desde Irak, donde estaba excavando. Tuve la oportunidad de ver de cerca los lugares en los que había vivido mi padre. Y lo que vi me interesó. Me impresionaron muy favorablemente la calidez de la gente y el que la cultura antigua aún no hubiera desaparecido del todo, a pesar del atraso de la región. En una ocasión me quedé cerca de un mes. Conocí a David, el director médico del Hospital Americano, y a su padre Nicholas. Ocultando mi nombre auténtico, intenté conseguir información sobre la familia de mi padre. Lo que supe me espantó. Pero no sentí rencor hacia la población local, ni pensé en matar a nadie. Conocía demasiado bien la historia. En las excavaciones había visto con mis propios ojos cuán despiadadamente se portan unos pueblos con otros. Decidí olvidar todo lo ocurrido y buscar las huellas de esa antigua cultura que se vivía en el país de mi padre. Tengo que confesar que en esto tuvo algo que ver el que mi mujer me abandonara. Después de que ella se fuera ya no me quedaba nada que me atara a Estados Unidos. Y la tierra de mi padre me ofrecía una nueva opción vital.

»Me instalé aquí temporalmente. Fui apreciando más a sus habitantes según iba conociéndolos. Mientras tanto, hallé la pista de mi tía Nadide. Empecé a verme con ella ocultándole mi identidad. Intentaba representarme a mi padre, al que nunca había visto, observando cada una de las arrugas de su cara. Créanme, yo no alimentaba el menor deseo de venganza. Hasta que un día, viniendo a Antep, los guerrilleros kurdos detuvieron nuestro autobús en Osmaniye. A mi lado estaba sentado un joven alférez llamado Ömer. Viajaba con su mujer y su hija de cinco años. Acababan de destinarlo a Antep, era un muchacho alegre y sabía algo de inglés. Cuando se enteró de que yo era norteamericano, estuvo conversando conmigo todo el rato en inglés. Dormía cuando los guerrilleros detuvieron el autobús. Al oír las voces se despertó asustado. Un guerrillero subió al autobús y, después de observarnos a todos y pedirnos alguna identificación, nos hizo bajar a nosotros dos. Su mujer lloraba rogándoles que le dejaran libre, y yo insistía en que era ciudadano norteamericano. No nos hicieron caso a ninguno de los dos. Lo último que vi al mirar al autobús cuando se disponía a ponerse en marcha en la oscuridad de la noche fueron los enormes ojos de aquella niña asustada que intentaba ver a su padre limpiando con la mano la ventanilla empañada.

»Nos ataron las manos y nos llevaron a la montaña. Después de caminar toda la noche nos metieron en una cueva. Nos desataron y plantaron a nuestro lado a un vigilante armado. No se portaban mal con nosotros, bebíamos y comíamos lo mismo que ellos. Estuvimos allí dos días esperando sin saber qué, a quién, ni por qué esperábamos. Ömer parecía haberse hundido, temblaba como una hoja de miedo y no dejaba de repetir que iban a matarnos. Para calmarle, le dije que no lo permitiría. Quise hablar con el líder de los guerrilleros, pero se negaron, acusándome de ser un espía. Poco antes del anochecer, un grupo de tres hombres se acercó a nosotros y, sin dar la menor explicación, intentaron llevarse a Ömer. Éste se abrazó a mí, aterrorizado. Yo quise impedir que se lo llevaran agarrándole de las piernas. Pero me lo arrancaron de las manos golpeándome con las culatas de sus fusiles en los brazos. Se lo llevaron a rastras.

»Había visto y vivido muchos sucesos parecidos en Vietnam. Incluso había participado en varias ejecuciones. Por entonces me consolaba diciéndome que se trataba de una guerra. Que cuando regresara a la vida civil todo volvería a la normalidad. ¿Qué era lo que estaba pasando, pues?

»Al día siguiente, de nuevo sin ninguna explicación, me llevaron hasta la carretera de más abajo y me dejaron libre. Pero me habría dado igual que me hubieran matado. Durante todo un mes anduve insensible. Luego empecé a pensar. Pensé en mi abuelo, al que habían tirado de un campanario, en mi padre, que había perdido la razón, en aquel joven alférez que habían matado a mi lado, en su hijita de ojos enormes y en mí mismo. Se me aparecieron los hombres que había matado en la guerra, recordé los rastros de crueldad que había encontrado en las excavaciones, hice repaso de todo lo que sabía. Y la conclusión a la que llegué no fue distinta a lo que me decía el doctor Jerry durante mi tratamiento en la clínica: el ser humano es una criatura despiadada que disfruta con la crueldad.

»Y yo también me incluía. Yo también había participado en una guerra y había matado en pro de una serie de ideales, como la defensa de la democracia y la derrota del comunismo. Yo era tan responsable como cualquiera. Y fue esa idea la que me movió a dar el primer paso en mi proyecto criminal. Debía atraer la atención de la gente hacia ellos mismos, hacia esa zona oscura de su corazón que produce sin cesar violencia y crueldad. Porque a nadie le gusta hablar de esa zona oscura, no. Lo que nos gusta es oír lo buenos, lo hermosos, lo útiles y lo perfectos que somos. Nadie menciona nuestra fiereza, nuestra inhumanidad, nuestro egoísmo, nuestra testarudez, nuestro amor a la muerte. Repetimos la mentira de que somos unos seres sublimes, como si todas esas matanzas, todas esas guerras y todas esas salvajadas no hubieran existido jamás.

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