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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (55 page)

BOOK: La Tumba Negra
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—¿Han llegado los periodistas? —preguntó cambiando de tema.

—No, todavía es demasiado pronto. El avión debe de haber despegado hace poco.

Entraron al fresco interior del hotel librándose así del calor seco de la mañana. Cruzaron por entre las enormes flores de plástico observados con curiosidad por los empleados y, siguiendo una alfombra roja, llegaron al salón del piso inferior. Era un lugar pequeño pero agradable, que daba a uno de los símbolos de Antep, el arroyo Alleben, flanqueado por ancianos plátanos. Habían colocado junto a la ventana la larga y estrecha mesa en la que se sentarían los ponentes. Hacia la parte trasera del salón se alargaban en perfectas hileras unas cincuenta sillas vacías que esperaban ser ocupadas por los periodistas invitados. Sobre la mesa había cuatro tarjetas donde estaban escritos con grandes caracteres los nombres y títulos de cada uno. El nombre de Esra aparecía en el segundo por la derecha. A un lado tendría al profesor Krencker y al otro a Timothy. Bernd se sentaría al otro extremo de la mesa, cerca de la pared. Mientras observaba a los empleados del hotel comprobar por última vez los micrófonos, pensó que ojalá no perdiera el control mientras hablaba y no se echara a llorar. La verdad era que ahora se sentía mejor. El nudo cruel que antes había sentido alzarse en su interior desde lo más profundo de su pecho y que le había atenazado la garganta parecía haberse deshecho. La tranquilizó aún más ver que Murat y Teoman se habían puesto manos a la obra. Habían empezado a dejar en las sillas de los periodistas unos sobres bastante grandes que contenían los textos fotocopiados y las fotografías de Elif. En la entrada del salón, Bernd le preguntaba algo a Joachim mostrándole el texto de su discurso. Parecía haber olvidado la muerte de Kemal y la desagradable escena de aquella mañana. ¿Cómo podía estar alguien tan tranquilo después de una discusión así? Aquello hizo que aumentaran las sospechas que sentía con respecto a Bernd. Timothy, de pie ante la ventana, miraba los ancianos plátanos de más allá. Al verle notó una sensación de afecto y que su corazón se llenaba de confianza. Sus pasos habían comenzado a llevarla hacia la ventana cuando su mirada tropezó con Elif. Estaba sentada incómodamente en una de las sillas de atrás y meditaba desalentada con la barbilla apoyada en la mano. Una muchacha alegre, que rebosaba salud, en pocas horas se había hundido hasta convertirse en la persona más desdichada del mundo. Esra sintió el corazón en un puño. Abandonó la idea de hablar con Timothy y fue junto a su amiga.

—Ven, vamos —le dijo con una abierta sonrisa ofreciéndole la mano.

La joven, con la cara ensombrecida por la pena, hizo un gesto de extrañeza.

—¿Adónde?

—Ven —repitió Esra tomándole la mano. Prácticamente arrastró a la joven fuera del salón. Le preguntó al empleado de la puerta dónde se encontraban los servicios. El hombre señaló hacia el fondo del pasillo. En los lavabos no había nadie. Esra tomó entre sus manos la cara de Elif y la miró a los ojos con cariño.

—Ahora vamos a hacer de ti la fotógrafa más guapa del mundo. Cuando los periodistas te vean, se olvidarán de las tablillas de Patasana.

Los ojos verdes de Elif se llenaron de lágrimas y su cuerpo sufrió una sacudida.

—Ha muerto por mi culpa —dijo con voz entrecortada—. Si no le hubiera dejado, todavía estaría vivo.

—No —replicó Esra. Secó con la mano las lágrimas que comenzaban a correr por las mejillas de la joven—. Tú no eres la culpable de su muerte.

—No se me van de la cabeza sus miradas llenas de reproche… Sus ojos acusadores…

—Tú no tienes ninguna culpa de lo que ha ocurrido.

—Pero él me acusaba a mí. Murió lleno de rencor hacia mí. Se introducirá en mis sueños, nunca me dejará tranquila.

—Se te pasará, Elif, se te pasará. Todo pasa. Él no te deseaba ningún mal. Y tú tampoco se lo deseabas a él.

—No. De haber sabido que esto iba a pasar, nunca habría discutido con él.

—Lo sé —respondió Esra. Se abrazó a Elif para ocultar sus propias lágrimas. En realidad, mientras la consolaba estaba intentando tranquilizarse a sí misma, y así trataba de librarse, aunque sólo fuera un poco, de sus preocupaciones, sus sospechas y sus miedos.

Cuando el grupo de veinticinco periodistas llegó al hotel, en el salón estaban terminados todos los preparativos. Gracias al maquillaje de Esra, Elif, aunque no fuera la fotógrafa más guapa del mundo, se había librado de su aspecto anterior, consiguiendo la apariencia de una joven seria. El profesor Krencker, director del Instituto Arqueológico Alemán de Estambul, un hombre de barba recortada y cara sonriente, que había llegado al hotel con los periodistas, felicitó uno por uno a todos los miembros del equipo de la excavación. Derramó todo tipo de elogios sobre Esra, sin hacer caso de las miradas envidiosas de Bernd. Ni siquiera se abstuvo de comentarles a los periodistas: «Esta joven es la auténtica heroína de la excavación». Al no ver por allí a Kemal, preguntó dónde estaba. Tras un instante de angustioso silencio, Timothy le contestó que estaba enfermo. No quería arriesgar la conferencia de prensa, a punto de empezar, contándole la verdad al anciano arqueólogo, sin saber cómo podía reaccionar. Durante una hora ofrecieron té y café a sus invitados, y luego tanto los ponentes como los periodistas tomaron asiento y dio comienzo la rueda de prensa.

A Esra, sentada entre los tres hombres, la incomodaron el restallar de los flashes y la luz de las cámaras de televisión. Sólo podía ver a los periodistas que la rodeaban si entrecerraba los ojos. Teoman, Murat y Elif estaban de pie a la derecha de la mesa, con una tenue tristeza ensombreciendo la alegría de sus caras. Los dos acompañantes de Joachim se quedaron junto a la puerta.

El profesor Krencker fue el primero en hablar. Después de agradecer a los periodistas que se hubieran desplazado hasta allí, habló de los éxitos que a lo largo de sus setenta años de existencia había tenido la sede del Instituto Arqueológico Alemán en Estambul, una de las diez más importantes que dicho instituto tenía en el mundo. Explicó los descubrimientos arqueológicos que se habían llevado a cabo durante los trabajos y terminó su breve disertación diciendo que, con el descubrimiento de las tablillas de Patasana, había tenido lugar otro importante hallazgo arqueológico.

Tras él, le llegó el turno a Esra. Parecía un poco nerviosa, las primeras frases le salieron deslavazadas y la voz le temblaba. Pero todo aquello le añadía naturalidad a su intervención y la emoción que sentía se contagiaba a los periodistas. Les dio algunos datos sobre la historia de la ciudad antigua. Aunque tenía ante sí el texto escrito, intentaba no mirarlo por miedo a perder el hilo. De forma simple pero detallada, describió la época hitita tardía en la que había vivido Patasana. Ya a punto de acabar, se tranquilizó por fin y fue capaz de mirar a los ojos a los periodistas. Fue entonces cuando vio al capitán. Se le distinguía inmediatamente gracias a su uniforme. Esra se preguntó por qué habría acudido a la conferencia de prensa. Al parecer, se disponía a conquistarle el corazón. Aquella mañana se había enfadado mucho con él, pero no pudo impedir sonreír ligeramente cuando sus miradas se cruzaron.

Ahora hablaba Bernd. Explicó la situación de los estados de la zona hacia el 700 a. de C. Con un lenguaje académico, habló, de forma a veces un tanto aburrida pero sin saltarse un solo detalle, sobre las relaciones entre las ciudades-estado de los hititas tardíos y Urartu, Frigia y Asiria. Explicó con abundantes ejemplos y colocándose bien las gafas, que tendían a resbalársele por la nariz, las relaciones entre los Hatti, un grupo local de Anatolia en el que por aquellos años se mezclaban varios pueblos, y los hititas, de raíces indoeuropeas, así como las actividades en la región de los arameos, un pueblo semita.

El último en tomar la palabra fue Tim. Empezó a hablar usando, como Bernd, un lenguaje académico. Explicó que las tablillas de arcilla, escritas aproximadamente hacía dos mil setecientos años en acadio con caracteres cuneiformes, eran veintiocho en total y que habían sido cocidas para que resultaran más resistentes. Les mostró a los periodistas la tablilla número uno, que había llevado consigo. Después de que tomaran las correspondientes imágenes y fotografías, comenzó a explicarles la importancia de las tablillas de Patasana.

En ese momento Esra percibió que el americano alzaba la voz y que las palabras comenzaban a salir de su boca ganando una armonía interior, como un poema, como una elegía. Era como si el autor de las tablillas no hubiera sido Patasana sino él mismo, hablaba con furia, temor, pasión, entregando el alma, como si hubiera visto con sus propios ojos la matanza ocurrida hacía dos mil setecientos años, como si hubiera escuchado con sus propios oídos los gritos de la gente que agonizaba bajo las espadas de los soldados, como si hubiera podido oler la sangre que corría por las calles empedradas de la ciudad. Aquella manera de hablar, como un animal herido, afectó a Esra tanto como al resto de los presentes en el salón. Miró de reojo a su colega, y al ver que su poderosa mandíbula, cubierta por su barba pelirroja, temblaba de excitación, sintió curiosidad por lo que le estaría ocurriendo.

—Puede que algunos arqueólogos discutan sobre la veracidad de estas tablillas considerando que lo que cuentan es una epopeya, un cuento de hadas —estaba diciendo el americano ahora—. Pero, como su traductor, puedo jurarles que Patasana puso en ellas su alma y su razón. Intentó reflejar con toda sinceridad lo que su razón y su alma le indicaban que era la verdad. Esta tablilla número uno que les muestro dice lo siguiente: «Entre lo que he escrito no existe ni una sola palabra que no refleje la verdad. Las palabras falsas las grabé en el muro de la Puerta del Agua para alabar al rey Pisiris, las usé en cartas para engañar a Midas, rey de Frigia, las ensarté para confundir la mente de Rusa, rey de Urartu, las gasté en provocar a Sargon, rey de Asur. Palabras exageradas, adornadas y falsas que usé para que, envanecidos por ellas, cayeran unos sobre otros reyes pequeños de grandes nombres.

En las tablillas que vas a leer no aparece ni una sola de esas palabras mentirosas».

»Yo le creo. Patasana fue un predecesor de los intelectuales de nuestros días. Este funcionario que vivió de la forma más amarga los problemas de su época consiguió pensar de manera independiente de su rey y quiso comunicar a las generaciones futuras los crímenes, las masacres y las crueldades que habían sufrido para que no volvieran a ocurrir, demostrando además una enorme capacidad de autocrítica y oponiéndose a los dioses. Patasana fue uno de los primeros escritores que descubrieron el monstruo interior del ser humano. Las tablillas están llenas de avisos acerca de nosotros mismos. Por eso son un hallazgo tan importante. Pero no sólo para la arqueología, también para la historia, para la sociología, para la política y para la ética son importantes. En suma, son importantes para la humanidad.

Timothy guardó silencio, y después de pasear por la audiencia su sedosa mirada, que ahora lanzaba chispas, abrió los brazos y añadió:

—Son importantes, pero, por desgracia, no servirán para nada.

Del salón se elevó un murmullo y los periodistas se miraron entre ellos por si le habían entendido mal. Los miembros del equipo creyeron que el veterano arqueólogo trataba de hacer un juego de palabras para que su discurso tuviera un mayor efecto sobre el público.

—No me han oído mal —rugió Timothy—. De la misma manera que la
Ilíada
de Homero, la Torah de Moisés, los Evangelios de Jesucristo, el Corán de Mahoma y las miles de páginas que han escrito cientos de filósofos no han servido para nada, las tablillas de Patasana no bastarán para aplacar la crueldad del corazón del ser humano.

La curiosidad de Esra se había convertido en una preocupada estupefacción. No podía apartar la mirada de Tim. Había algo fuera de lo normal en su colega. Hablaba con las venas del cuello hinchadas y la cara tensa de excitación, y el temblor de su barbilla había aumentado en intensidad, como si se dispusiera a pelear. No, aquél no era el Timothy que ella conocía. El arqueólogo de mundo, serio y con tanto sentido común, había desaparecido y su lugar lo había ocupado un hombre sentimental, vencido por sus pasiones y rebosante de ira. Krencker y Bernd le miraban intentando comprender qué ocurría. Pero Timothy continuaba hablando sin hacer caso ni a las miradas de extrañeza de sus compañeros, ni a los flashes que restallaban uno tras otro, ni a las cámaras de televisión vueltas hacia él.

—El hombre ha seguido incrementando su ferocidad después de que se escribieran todas esas obras. El siglo veinte pasará a la historia como la era del salvajismo. En ningún otro momento de la historia humana se han vivido casos como el genocidio de los nazis, nunca antes se habían exterminado a cien mil personas de un solo golpe como ocurrió en Hiroshima…

Krencker, incómodo por el cariz que estaba tomando el discurso, escribió en un papel: «Se está desviando del tema. Por favor, céntrese», y se lo pasó al americano. Timothy lo leyó, y con la decisión de un hombre que sabe lo que se hace, se volvió hacia el anciano profesor y le dijo:

—No me estoy desviando del tema. Todo lo contrario, estoy hablando del tema esencial. Patasana no habría escrito estas tablillas de no ser porque abrigaba esperanzas de que el ser humano se corrigiera. Las escribió para que la gente no se matara sólo porque es de lenguas, religiones o razas distintas. También las otras grandes obras se escribieron por la misma razón.

Se volvió entonces hacia la audiencia y, como si ante sí tuviera a una sola persona, le preguntó al grupo de periodistas:

—Pero ¿pueden decirme para qué han servido? Ahora mismo, en muchas partes del mundo, ¿no se está degollando a gente para conseguir más tierras, más beneficios, más mercados, con la excusa de las diferencias lingüísticas, religiosas o raciales? Presten atención, han pasado dos mil setecientos años y la humanidad ha descubierto los secretos de la tierra, del mar y del cielo, pero no hemos renunciado a matarnos unos a otros. ¿Van a lograr las tablillas de Patasana lo que no han conseguido los libros sagrados en los que creen millones de personas? ¿Acaso son tan ingenuos como para creerlo?

En el salón se produjo cierta agitación y se oyeron susurros y risas.

—Entonces, ¿para qué nos han llamado? —preguntó una joven periodista—. Ya que las tablillas de Patasana no van a servir para nada, ¿qué sentido tiene traer a tanta gente desde Estambul?

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