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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (34 page)

BOOK: La Tumba Negra
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¿Y si le contaba sus sospechas al capitán? No la creería. Y además, según él, los asesinos estaban muertos y el caso resuelto. Pero Esra no encontraba demasiado razonable que los asesinatos hubieran sido cometidos por la organización. Puede que se equivocara, puede que estuviera dudando sin razón de su colega alemán. Puede que Eşref tuviera en sus manos documentos que probaran que habían sido miembros de la organización los responsables de los crímenes. Ojalá, susurró, pero era incapaz de creérselo. De todas maneras, lo mejor era no precipitarse y enterarse primero de todos los detalles, pensó. El capitán tenía más experiencia que ella en esos asuntos, había estado años luchando en las montañas y conocía mejor cómo funcionaba la organización. Pero al mismo tiempo estaba cargado de prejuicios y les culpaba de todo lo que ocurría. Pero ¿acaso no tenía ella también sus propios prejuicios? ¿No había culpado enseguida de los asesinatos a los integristas sin saber del todo bien lo que había sucedido? ¿No había sospechado de Fayat, el sobrino de Hacı Settar?

Seguía pensando en todo aquello mientras bajaba del todoterreno y se encaminaba a la comandancia. De los dos soldados que había en la puerta, fue el de Ankara quien saludó a Esra con expresión tímida y, antes de que ella pudiera preguntar nada, le señaló el edificio de la residencia, construido entre la comandancia y el río.

—El capitán la está esperando.

—¿No estará durmiendo? No quiero molestarle.

—No, no está durmiendo. Nos dijo que fuera usted a la residencia en cuanto llegara. Se está más fresco en el jardín.

A Esra le agradó la idea de un lugar fresco. Era un enorme privilegio encontrar un rincón así en medio de aquel calor infernal. El soldado de Ankara la precedió, dirigiéndose a la encantadora y artesanal escalinata hecha con grandes piedras recogidas de la ribera del río.

El jardín de la residencia estaba tan bien dispuesto y cuidado como el de la comandancia. En la verja de hierro de la entrada, como en la de la comandancia, montaban guardia dos soldados. Tras la garita de la izquierda había un gigantesco tilo que dominaba todo el jardín, los demás árboles, un ciruelo, un granado, una morera, una acacia y una docena de álamos, quedaban a su sombra. Pero no era sólo la sombra de los árboles lo que hacía atrayente el jardín con aquel calor, también la frescura húmeda del Éufrates, que fluía unos veinte metros más abajo, reducía el calor y convertía el jardín en un oasis en medio del desierto.

El capitán estaba sentado en silencio ante una mesa colocada bajo el ciruelo, con la mirada clavada en las aguas verdosas del río. «Me está esperando», pensó Esra. Esa simple idea provocó que le recorriera el cuerpo un dulce estremecimiento. Al cruzar la verja de hierro uno de los soldados la reconoció y le dio la bienvenida. Eşref volvió la cabeza y en cuanto la vio se levantó con una sonrisa cansada en los labios.

—Hola.

Esra le estrechó la mano.

—Ven, siéntate aquí —le dijo Eşref.

Ella se sentó en una silla frente a él y observó el edificio de la residencia entre los árboles.

—No es muy grande. ¿Cuántas familias viven ahí?

El capitán le echó un vistazo a la construcción.

—La mía, si hubiera venido —se le escapó sin querer. Luego, azorado, quiso liquidar el tema—. Pero por ahora sólo estoy yo.

No obstante, Esra no se lo permitió.

—¿No quiso venir tu mujer?

Eşref se puso nervioso y, en lugar de responder a la pregunta, se volvió hacia el soldado de Ankara, que seguía de pie junto a la mesa.

—Muy bien, puedes irte.

El soldado saludó y se encaminó hacia la puerta.

—¿Qué tomas? —le preguntó Eşref a Esra.

—¿Tan difícil es hablar de uno mismo? —dijo ella—. Cada vez que empezamos a hablar de ti cambias de conversación.

El capitán no se esperaba aquella repentina salida y se quedó sorprendido. Tras un instante de duda intentó ganarle la mano a Esra:

—Como si tú hablaras mucho de ti.

Pero ella estaba decidida a saber más.

—¿Qué pregunta tuya he dejado sin responder?

Los ojos de Eşref se cruzaron con la mirada arrogante de Esra.

—Tienes razón, quizá yo no te haya preguntado. No me gusta demasiado meterme en la vida privada de la gente.

—¿La gente? —sus ojos color miel le observaban con una mirada desafiante—. Creía que éramos amigos.

El capitán movió la cabeza, inquieto.

—Perdona. Estoy diciendo tonterías. He pasado una noche agotadora.

—Lo sé, pero hace dos noches estabas igual que ahora.

Eşref inclinó la cabeza suspirando. Esra empezaba a pensar que había ido demasiado lejos cuando él levantó la cabeza y dijo:

—Tengo una hija. Se llama Gülin y va a la escuela primaria. Vive en Estambul con su madre.

—¿No vas a verla?

—No puedo ir muy a menudo. Mi mujer y yo estamos más o menos separados. Todavía no nos hemos divorciado, pero, cómo te diría…, hemos roto definitivamente. Me resulta muy difícil ir a Estambul y meterme en esa casa.

—Pero no deberías descuidar a tu hija…

Luego Esra se avergonzó al darse cuenta de cuán absurdo era lo que había hecho. Le había forzado a hablar y había logrado enterarse de que su mujer y él se llevaban mal. ¿Y ahora qué? ¿Iba a recordarle que ella también estaba divorciada? ¿Pretendía insinuarle que siendo dos adultos libres podían iniciar una relación? Si no había podido llevarse bien con alguien de su misma profesión y tan dócil como Orhan, ¿cómo podía esperar hacerlo con alguien como Eşref, a quien no conocía lo suficiente, pero del que sabía lo bastante como para ser consciente de que nunca se compenetrarían?

—Hablamos por teléfono —continuó Eşref—. Todas las fiestas me envía una tarjeta de felicitación. Son dibujos que hace ella misma: el Bósforo, la Torre de Leandro, el puente de Gálata, el Cabo de Palacio, el instituto militar de Kuleli… Un rincón distinto de Estambul en cada tarjeta.

Esra miraba atentamente los ojos oscuros del hombre que tenía frente a ella, mustios por el cansancio.

—Se ve que tiene talento.

—Sí —y añadió con timidez—: Tampoco a mí se me daba mal pintar.

—Puede que hubieras sido un buen pintor de no haber sido militar.

—Puede, pero estoy contento de ser militar.

Ella abrió enormemente los ojos.

—¿De verdad?

—Por supuesto. ¿Por qué te sorprende tanto?

—Por nada. —Esra quiso cambiar de conversación—. ¿Qué puedes ofrecerme?

—Coca-cola, soda, té,
zahter

—¿
Zahter
? ¿Qué es?

—¿Nunca has oído hablar del
zahter
? Es una infusión de esta región que conoce todo el mundo. Se hace con una planta parecida al tomillo.

—Qué curioso. Ya que me lo recomiendas, tomaré
zahter
.

El capitán llamó a uno de los soldados de guardia en la puerta y le hizo saber lo que querían.

—Muy bien, ¿y si me cuentas lo que ha pasado esta noche? —le dijo Esra mientras el soldado se alejaba.

—Ayer por la mañana recibimos una denuncia —comenzó Eşref—. Alguien que no quiso dar su nombre nos informó de que Mahmud, el pequeño del clan de los Genceli, llevaba cinco días en la aldea de Göveli, en casa de la hija de un tío suyo. Ayer mismo comenzamos a vigilar la casa en cuestión, pero no pudimos descubrir nada. No teníamos más remedio que registrarla. Así que fuimos anoche, nos respondieron disparándonos y de ahí el enfrentamiento. Tanto Mahmud como su amigo murieron. Como ya te dije antes, nosotros no tuvimos bajas.

—Gracias a Dios —dijo Esra, pero la pregunta que había en sus ojos no había perdido nada de su carga de significación—. ¿Cómo supisteis que eran los responsables de las muertes de Hacı Settar y Reşat?

—Por los documentos que encontramos en la casa —contestó él—. Habían venido a la región para hacer proselitismo. Como sabes, después de que fueran derrotados en las montañas, comenzaron a trabajar en ciudades y pueblos. Sus objetivos prioritarios son atraer la atención de la gente hacia las actividades de la organización y demostrar que el Estado es débil. Está escrito claramente en los panfletos que hemos encontrado. Mataron a Hacı Settar y a Reşat, el jefe de los guardias, para atraer la atención de la gente.

—¿Pone en los documentos que habéis encontrado que los mataron por eso?

—No lo dice así de claro, por supuesto —en los ojos cansados del capitán apareció una expresión tensa—. Pero no hace falta ser adivino para darse cuenta.

«Justo lo que suponía —pensó Esra—. No tiene la menor prueba concreta». No obstante, quiso asegurarse.

—¿Coinciden las huellas dactilares que se encontraron en los cuerpos de Hacı Settar y Reşat con la de los terroristas?

—En el cadáver de Hacı Settar no se encontraron huellas dactilares. En el informe de la autopsia pone que tenía moratones en la garganta, pero la causa de la muerte fue que el cráneo le quedó destrozado. Y suponemos que eso se debe a la caída del alminar. A Reşat le harán hoy la autopsia.

La voz de Eşref empezaba a sonar nerviosa, pero Esra lo ignoró.

—No sé qué decir. ¿No es posible que esos tipos hubieran venido para otra cosa?

—¿Para qué?

—Has dicho que habían venido a la zona por cuestiones relativas a la organización. Y para eso no hacía falta que mataran a Hacı Settar y a Reşat.

—¿Por qué no te has hecho fiscal? —le dijo él—. Estoy seguro de que no habrías dejado ningún caso a oscuras, de que los habrías resuelto todos. Y así los cretinos como nosotros aprenderíamos a capturar asesinos.

Esra se dio cuenta de que había ido demasiado lejos cuando vio las chispas que despedían los ojos oscuros de Eşref.

—Lo siento —se disculpó con voz suave—. No era mi intención menospreciar el trabajo que haces, al contrario. Sé que anoche tú y tus tropas os enfrentasteis a la muerte.

Pero el capitán no parecía estar dispuesto a calmarse.

—¿Qué importa eso? Lo verdaderamente importante es que tú puedas estar segura en tu cuarto sacándonos defectos.

—Estás siendo un poco injusto. Muy bien, es verdad que yo no estaba presente en el momento de los disparos, pero anoche me preocupé mucho por ti. Estuve horas esperando una llamada tuya…

Las chispas de los ojos de Eşref se ensombrecieron.

—Pero ¿qué voy a hacerle? —continuó Esra sonriendo—. Yo soy así. Tengo a alguien en la cabeza que no deja de hacer preguntas. Y que no se calla hasta encontrar respuestas.

—No llegarás a ninguna parte con recelos absurdos —dijo él, tan seguro de sí mismo como un maestro impartiendo clase—. Los hechos son mucho más simples de lo que imaginas.

—Puede que tengas razón —Esra volvió a sonreír—, pero esta mañana me he enterado de algo que si lo oyeras también a ti te dejaría confuso.

—¿De qué te has enterado?

—Nicholas, el antiguo director médico del Hospital Americano, me ha dicho que hace setenta y ocho años se cometieron unos asesinatos parecidos a los de Hacı Settar y Reşat. Por aquel entonces también mataron a un maestro estañador.

El capitán parecía no estar entendiendo del todo bien lo que oía.

—¿Quién mató a quién y por qué?

—Hace setenta y ocho años, justo en esta comarca, el padre Kirkor fue arrojado del campanario de lo que ahora es la mezquita y a Ohannes Agá, propietario de gran parte de las tierras de la aldea de Göven, lo encontraron decapitado con la cabeza en el regazo, como a Reşat, el jefe de los guardias. La única diferencia es que entonces además mataron a Garo, el maestro estañador.

—¿Quién te ha contado todo eso?

—Ya te lo he dicho, Nicholas, el antiguo director médico del Hospital Americano. Estaba en Antep cuando se cometieron aquellos asesinatos.

—¿Cuántos años tiene el buen hombre?

—Más de noventa.

—¿No será que chochea?

—No, hombre, la mente le funciona perfectamente. Recuerda lo que pasó hace setenta años, con sus correspondientes fechas, como si hubiera sido ayer mismo.

El capitán meditó un poco. Esra casi suponía que estaba a punto de aceptar que se había equivocado, pero él continuó defendiendo su teoría:

—Lo que te ha dicho Nicholas apoya mi punto de vista. La organización, ya lo sabes, nunca ha sido demasiado fuerte en esta región. Aprovechan cualquier ocasión para intentar arraigar aquí. Precisamente por eso se ganaron a Mahmud el de los Genceli. Su objetivo era infiltrarse en el clan y, a través de ellos, instalarse en la región. Pero no lo han conseguido. Todo lo que ha contado Nicholas demuestra que ahora están probando una nueva estrategia. Göven, donde mataron a Reşat, y Mucur son aldeas armenias. Ahora no se consideran armenios, pero sus orígenes sí lo son. En 1915 se convirtieron en masa al Islam y abjuraron de su antigua religión. Y nadie se metió con ellos. Han vivido como ciudadanos respetables de este país. Y ahora la organización pretende provocar a la población de esas dos aldeas cometiendo unos crímenes exactamente iguales a los de hace setenta y ocho años y presentándolos como si fueran la venganza de algo ya olvidado. Así es como quieren ganarse partidarios entre los campesinos y encontrar nuevos campos de acción.

Mientras Eşref acababa de hablar, apareció de repente el soldado sosteniendo una bandeja. En ella llevaba un pequeño azucarero y dos vasos de té con un humeante líquido amarillo claro.

El capitán continuó a pesar de ver que el soldado se les acercaba.

—¿Te das cuenta de su astucia? Llegan a aprovecharse de unos sucesos que ocurrieron hace más de setenta años sólo para instalarse en esta zona.

El soldado se detuvo al acercarse a la mesa y esperó sin atreverse a interrumpir a su oficial. La mirada de Esra se desvió hacia él, hasta que por fin el capitán dijo:

—¿Ya lo has traído? Ponlo en la mesa.

El muchacho se aproximó muy educadamente a la mesa, pero tropezó cuando iba a dejar uno de los vasos ante la invitada, perdió el equilibrio y tiró el
zahter
caliente encima de Esra.

—¡Ay! —gritó la joven poniéndose en pie de un salto. Una oscura mancha cubría parcialmente su camisa verde claro, así como la parte superior de sus pantalones beige de algodón. También el capitán dio un salto.

—Pero ¿qué haces? ¡Ten cuidado! —reprendió al soldado.

Éste se puso en posición de firmes y soportó el rapapolvo de su superior sin rechistar.

—¿Te duele? —le preguntó preocupado el capitán a su invitada.

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